PURA ESPUMA Opinión

Roger Waters, “la cosa nazi” y el arte de leer al revés

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En uno de los conciertos que dio en Brasil en 2018, Roger Waters cuestionó a Jair Bolsonaro en pleno ejercicio de su mandato. El público se dividió y se manifestó en mitades. Una mitad aprobó; la otra, reprobó. La situación fue totalmente normal: Waters se expresó libremente y pagó y cobró simultáneamente por eso. Así es la vida.

La manera de Waters de intervenir en las discusiones públicas, allí donde desembarque con su Fender Black Precision, puede catalogarse con todos los rótulos, pero el que mejor le cabe es el del derecho a pronunciarse. Tiene un escenario itinerante que domina y utiliza administrando su poder de celebridad pacifista, lo que apenas rasguña -si es que los rasguña- a los poderes contra los que descarga su antipatía. Es cosa de él, y del espectador, que tanto puede entregarse a la indignación, el apoyo o la indiferencia. En el fondo, pase lo que pase en esos intercambios, el verdadero resultado es el de “no pasa nada”. ¿Qué podría ocurrir de catastrófico, al menos a ese nivel de discusión más o menos distante, entre personas que hablando no se entienden?

El origen de la persistencia de Waters por manifestar sus ideas sobre el mundo, incluso contra el mundo, vienen de las guerras. Digamos que es un viudo de guerreros. En la Primera, cayó su abuelo. En la Segunda, su padre, un militante del Partido Comunista que se enroló como voluntario en el ejército británico para luchar contra el ejército nazi y desapareció del mapa en la batalla de Anzino, de 1944, lo que enloqueció el niño Waters. Pasaban los años y no encontraba sustitución ni respuestas a dos preguntas místicas: ¿Y si no murió? ¿Y si vuelve? Fantaseaba con la amnesia del loco de la guerra que se pierde en los bosques y un día reaparece empuñando el fusil mientras la guerra mental sigue girando como una rueda en su cabeza.

Todo lo que se desprende del álbum The Wall, de Pink Floyd, son esquirlas incandescentes de ese trance, en el que parece seguir sumergido. Para Waters, la guerra es lo interminable, digamos que es un hilo de sangre que fluye constante, y la manera de representarla (una manera que nunca alcanza, razón por la cual se desliza hacia el discurso) es múltiple. Está en sus golpes de bajo, en su lírica y en sus aportes de pesadilla para la animación de Gerald Scarfe que le da a la película The Wall de Alan Parker una entonación fúnebre, conducida por una idea del mal como brote regado por la idiotez colectiva, y que encuentra el clímax de representación en la figura del humano al que una voluntad demente lo empuja a la tiranía (no hay exceso de poder sin exceso de voluntad, por lo que la voluntad puede ser a veces una enfermedad de aplicación pública).

La película de Parker no es mejor que el cine de Parker, es una especie de “ni” artístico que ha vivido de la tibieza. Pero las inserciones de animación de Waters-Scarfe son el factor operístico de un mundo de locos en el que sobresale uno: el que impone su locura, es decir la política sin colegiación. Se caía de maduró que los uniformes posnazis de la película, tanto como los brazaletes tipo Say No More y las máquinas de hacer chorizos que despachan ristras de personas con la misma terminación están inspirados en el fascismo como un industrialismo de recursos humanos, clasificados por diversos tipos de estandarización del que Hitler es el máximo ídolo. Hasta podría decirse que millones de adolescentes de los años ‘80 del siglo XX entendieron “la cosa nazi” mediante la llovizna de sentido que produjo la película de Parker al caer sobre ellos en la oscuridad de las salas de cine, mucho más eficaces que las aulas.

No es para tirar mala onda, pero está naciendo una lectura de desconexión, que más fuerte se hace cuanto menos tenga que ver con la referencia de la que surge.

Durante 40 años no hubo dudas, ni tenía por qué haberlas, acerca de la dirección hacia las que se orientaban las ideas que sostienen el arte musical de Waters, y que para el propio Waters parecen ser la propiedad secundaria de una misión (una misión de paz). Eran, son, ideas progresistas, por lo tanto de cepa naif, que podrían objetarse en su totalidad o en algunos de sus términos, pero sin por eso tener que impedir su derecho a la existencia.

Pasaron 40 años de lecturas más o menos inteligentes de aquel fenómeno, y más o menos razonables porque, como todo el mundo sabe, sobre las referencias que se juzgan pueden decirse muchas cosas pero no puede decirse cualquier cosa. Hay diferencias de naturaleza entre la cultura de la disputa hermenéutica (de lo que está en discusión) y el cualquierismo (de lo que no está en ningún lado).Sin embargo, esta semana la policía de Berlín investiga a Waters por usar por enésima vez ese código de vestuario, pero ahora con la supuesta intención de celebrar al nazismo. 

Es una situación de enloquecimiento de la experiencia de lectura, digamos una fake read, nuevo invento de la cultura de la tergiversación cada vez más en alza. De ese modo se rompe la cadena asociativa que establece los vínculos entre las cosas y las palabras, y entre las palabras y el sentido que se desprende de ellas. El resultado “lógico” de sospechar de nazi a un antinazi probado es tan violento como si le adjudicáramos el nombre “milanesa a la napolitana” a la cosa “rueda de tractor”.

Ojo con las fake read (ya que estamos, pongámosle nombre a esta calamidad), porque llegaron para quedarse. A partir de a ahora, no saber leer va a ser un arte especializado en maldades. Pero hay algo más, algo peor en esta herramienta diabólica, y es que tiende a suprimir la lectura como acto personal. Las máquinas de inventar hechos van a pasar a inventar lecturas, una manera de pulverizar el hecho por el lado de la recepción enfermiza. No es para tirar mala onda, pero está naciendo una lectura de desconexión, que más fuerte se hace cuanto menos tenga que ver con la referencia de la que surge. ¡Bienvenida, lectura de lo que no hay, de lo que no es! A partir de hoy, más que nunca, el que lee en nuestro nombre es el poder de la época.

En un diario colega leo este titular sobre el caso en cuestión: “Habló Roger Waters y no pidió perdón por banalizar el Holocausto”. Con esta bajada: “El artista, que cuenta con un largo historial de polémicas sobre el tema, despertó la indignación de la comunidad internacional por sus shows en Berlín”. ¿Pedir perdón? El nivel de sentido “jarra loca” que transpira ese portal es alevoso. ¿Sólo porque en las pantallas del show de Waters apareció una mención a Shireen Abu Akleh, la periodista palestina de Al Jazeera que, según la ONU, fue asesinada por el ejército de Israel? Me gustaría conversar con el colega que escribió la nota en el diario colega para saber qué balines alucinógenos está tomando, y cada cuántas horas, para acusar a Waters de “banalizar el Holocausto”. Pero la nota no tiene firma allí donde el lector quisiera verla. Su autora es La Máquina Anónima de Leer al Revés.

JJB