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COLUMNA NÓMADE

Qué se puede hacer salvo ver películas

Fotograma de Un día lluvioso en Nueva York, de Woody Allen.

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Salimos del cine después de ver Challengers, la última película de Luca Guadagnino. Es una comedia divertida sobre el mundo del tenis. Guadagnino quiere modificar las reglas de este deporte. En tenis hay singles y dobles, él propone un triple mixto. En la calle ya es de noche y hace frío. Paramos un taxi. El taxista es un hombre melenudo, de voz gruesa y parece salido de la memorabilia del Señor de los Anillos. Por algún motivo empezamos a hablar con él –qué habremos dicho, qué nos habrá preguntado, ¿las calles a tomar? ¿Algo sobre el clima?–.  Pero no bien empieza a hablar nos cuenta –supongo que calculó el tiempo que tenía para desplegar su historia cuando le dijimos nuestra dirección de final de viaje– que tuvo dos infartos y que después soportó una operación a corazón abierto. Que cuando le dijeron que después de esta última operación no iba a poder trabajar por varios meses él y su hija –que escuchaban al médico– se empezaron a morir de risa. Mi papá va a estar trabajando enseguida, dice que dijo la hija. Tiene razón Schopenhauer, si uno tiene un buen estado de ánimo, ya tiene todo. Porque esta historia que relataba nuestro taxista podría ser en boca de un depresivo un artefacto letal. Pero en su caso era un mensaje de superación. Cuando me hablaba a mí, me decía Lord, cuando le hablaba a Victoria, le decía Lady. Como los personajes de Game of Thrones. Nunca le vimos la cara: sólo su melena larga y oscura, escuchamos su risa, y supimos su gusto musical: clásicos de música inglesa por la radio. También nos dijo que era invencible, casi inmortal.  

Al otro día veo en la tele una película de la saga de Misión Imposible. Se llama Sentencia Mortal y está dividida en parte uno y parte dos. No entiendo por qué esta división, ya que el argumento es plano, pésimo y parece una película donde sucede una olimpiada en la que Tom Cruise practica aladeltismo, arrojarse con una motocicleta por una barranco al vacío, sostenerse en el vagón de un tren que está por caer al abismo y, por supuesto, mostrar cómo corre sin parar por diferentes obstáculos; la película tiene algo de la práctica del parkour. Los diálogos son terribles. Hablan de luchar contra una Entidad, una IA que se reveló y controla todo el sistema operativo del mundo. Aunque sé que Tom es miembro del culto de la cienciología y que si cree en lo que dice Ron Hubbard puede creer y decir cualquier cosa, me resulta extraño verlo declamar unos párrafos demenciales. Me digo a mí mismo: su misión, si desea aceptarla, es sacar algo bueno de esta película. Porque a mí me gusta que me gusten las cosas, me gusta sacarle agua a las piedras.  

La tercera película que veo es una de Woody Allen, llamada algo así como Un día de lluvia en New York. Me impacta porque es como si Woody la hubiese escrito distraído, mientras hacía otras cosas. El film es un cover liviano de sus otras películas. Llueve, hay enredos de parejas, música de jazz sosteniendo las escenas, pero como Allen es un genio, aun cuando quiera hacer una película anodina o repetitiva, no puede contenerse y de golpe mete una escena notable: el protagonista, un joven gambler que está en la universidad pero en realidad prefiere el mundo del juego y la compañía de la gente de avería, va al cumpleaños de su madre –una mujer de la aristocracia neoyorquina– con una prostituta que contrató para que lo acompañe y finja que es su novia. El no se lleva bien con sus padres, a los que considera unos caretas, y decide ir al cumpleaños porque unos tíos lo habían visto en la ciudad el día anterior y no quería que sus padres supieran que estaba en Manhattan y no había asistido a la fiesta. Suele suceder: uno cree que va a cumplir con algo protocolar, pero en realidad está yendo hacia el origen de su temperamento. Después de un rato de deambular por la fiesta, la madre lo llama y le dice que quiere hablar con él. Entran a un cuarto inmenso y clásico y se sientan uno frente a otro. La madre le informa que mandó a su casa, en un taxi, a su supuesta novia. Y le cuenta una breve historia. Le dice que ella, en su juventud,  había sido prostituta también  –por eso puede conocer a sus colegas al vuelo– “y una vez tu padre contrató mis servicios. Y nos enamoramos”. “Por eso”, le dice a su hijo que la escucha impávido, “vos tenés una atracción irrefrenable por la gente salvaje, te viene de mí”.  

FC/DTC

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