Argentina, 40 años de democracia

La deuda es un límite a la democracia

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Se cumplen 40 años del retorno de la democracia como régimen político. La selección de gobernantes y representantes en el poder legislativo se ha vuelto costumbre, casi un ritual civil, y esto es un logro inmenso. Lamentablemente, esta norma no se ha ampliado lo suficiente en términos cualitativos. Ha habido ampliación de derechos en este lapso de tiempo, mas no tanto de formas de participar en las decisiones determinantes para la vida. Es el caso de un aspecto económico central: la deuda. 

La deuda pública se yergue sobre la democracia argentina como un alambrado que limita el campo de lo debatible. Aparece como una continuidad sistémica que no parece tener sentido debatir: es posible buscar culpables, pero no poner en cuestión a la relación misma. La deuda suele ser presentada como un instrumento neutral de gestión pública, mejor o peor administrado, eludiendo que se trata de un mecanismo de funcionamiento de la economía, que condiciona nuestro día a día.

La deuda pública tuvo un salto cuanti y cualitativo durante la última dictadura, cuando se multiplicó por 5, incrementando la parte denominada en otras monedas que la nacional, y bajo jurisdicción extranjera. Este ha sido un factor determinante en la persistente extranjerización de nuestra economía, en específico en su creciente dolarización. Estos rasgos se volverían una suerte de norma no escrita de las gestiones de cuño neoliberal: crecimiento acelerado de la deuda, en moneda y jurisdicción extranjera, sin estar asociada a un proceso inversor o de mejora de las condiciones de vida de la población. Ocurrió con Menem y De la Rúa, y otra vez con Macri. 

La deuda pública crece para financiar diversas salidas de capital –incluyendo la fuga, el envío de ganancias al exterior y los pagos de la propia deuda-, que engrosan las arcas privadas de grandes fondos de inversión, empresas y personas ricas. Es una forma de socialización de los costos de una aventura especulativa que se repite, siempre con la excusa de estar solucionando desmanejos fiscales previos. Se suele omitir que el problema fiscal muchas veces tiene origen en los privilegios de ese mismo poder económico que tributa poco y recibe mucho del Estado. Y luego lo financia, obteniendo ganancias de ello. La deuda no se utilizó para resolver problemas fiscales, sino que los empeoró. Y deja además una demarcación que limita la decisión del soberano: hay que pagar, o verán las consecuencias.

La deuda heredada de la dictadura era socialmente denunciada por ilegal e ilegítima. No había tenido ningún uso útil para la sociedad, pero -más aún- se contrajo sin consultar su voluntad y habría financiado al menos en parte la represión estatal; es decir, fue usada contra el pueblo. Estos son los rasgos de una deuda odiosa, que se hace repudiable por ello. Esto lo denunció Alejandro Olmos en 1982. Recién en el 2000, 18 años más tarde, la justicia falló en su favor: se determinaron 477 actos ilícitos en la gestión de la deuda. Más allá de que esto fue enviado al Congreso sin tener efectos sobre ningún funcionario, en ese tiempo la deuda fue renegociada varias veces. 

Alfonsín, el primer presidente de la democracia, ensayó un breve intento de heterodoxia en este punto, cuando se intentó armar un club de países deudores, el llamado Consenso de Cartagena. Pero ya desde 1984 cedió a la presión de los acreedores a través del FMI. Aunque se suelen recordar las presiones sindicales sobre la caja fiscal de los ’80, con los paros generales, se omiten los planteos de la patria contratista y en especial los de los acreedores. Estos últimos no solo cobraron, sino que terminaron siendo determinantes en el estallido de las hiperinflaciones. 

El programa de reformas estructurales que Alfonsín puso sobre la mesa y Menem llevó a cabo con radicalidad son una muestra acabada de las prioridades que ejercen los acreedores. Su presión no solo restringe los recursos fiscales disponibles, al reclamar pagos por intereses, sino que también se expresan moldeando las políticas públicas. ¿Acaso la apertura comercial, la desregulación financiera y las privatizaciones tuvieron que ver con mejorar la vida al pueblo argentino? Claro que no: incluso cuando sirvieron para estabilizar la moneda, lo hicieron a costa de mayor desempleo e informalidad, precariedad del empleo en general, y mayor desigualdad. Y aun así no funcionó, porque no hubo ajuste suficiente para poder seguir pagando. La Convertibilidad, ese engaño colectivo, estalló. En el medio, la deuda se reestructuró varias veces más.

Los gobiernos del ciclo neodesarrollista –Duhalde, Kirchner, Fernández- llegaron con la mitad de la deuda en cesación de pagos. Iniciado el proceso de crecimiento, hicieron todo lo posible por normalizar la situación, con el canje de 2005 como momento central. No buscaron anular la deuda –como se sugirió con la Consulta Popular realizada en 2003-, sino mejorar su manejo: aumentar la proporción en pesos y bajo jurisdicción nacional, con un menor peso en el PBI y mayor relevancia del crédito intra-Estado. El canje tuvo que ser reabierto 2 veces, y aun así no contentó a los llamados “fondos buitres”. Debido a que no existe una autoridad internacional ni un cuerpo normativo claro que obligue a los acreedores a acatar una propuesta de canje, aun cuando sea sensata, este pequeño grupo pudo bloquear el objetivo neodesarrollista: volver al mercado de capitales. 

Esto se logró recién cuando lograron el pago completo de sus pretensiones, como aval al gobierno de Macri para permitir el más intenso y acelerado proceso de endeudamiento hasta el presente. Tan veloz que colapsó en menos de un mandato presidencial. El gobierno de Alberto Fernández insistió con la receta de sus socios políticos: alargar plazos a través de una reestructuración (y nuevo acuerdo con el FMI) para pagar con excedentes comerciales. Y, de nuevo, no funcionó. La codicia de los acreedores no tiene límite en la estabilidad macroeconómica, liquidaron el superávit comercial, exigiendo pagos incluso durante la crisis pandémica o la peor sequía en décadas.

Cada vez, los reclamos sobre la legitimidad y legalidad son desplazados como cuestiones secundarias. La deuda aparece como una única obligación a cumplir, dejando otros objetivos públicos como meras expresiones de deseo. Pero los Estados tienen un conjunto más amplio de obligaciones, incluyendo el respeto de los derechos humanos –con rango constitucional en la Argentina-. Llamativamente, se habla del Estado de derecho, pero se omiten casi todos ellos. 

La deuda se pone así por fuera de la democracia, condicionándola al promover reformas en favor de los acreedores y el poder económico local. La exigencia de pagos, que esmerilan la caja fiscal y los recursos externos disponibles, termina induciendo a crisis recurrentes. Así ocurre en toda la periferia mundial, así ha ocurrido en la historia argentina reciente. 

Y ocurre a expensas de nuestras vidas. A 40 años de democracia, parece que algunas determinaciones se mantuvieron en el plano de lo indebatible. Tal vez sea hora de probar otra receta.

El autor es Licenciado en Economía (UNS-Argentina), Maestro en Ciencias Sociales (FLACSO-México) e investigador del CONICET