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Perdón que interrumpa Opinión

El peronismo que se come por dentro y el recuerdo de un marzo lejano

Martin Rodríguez rojo Perdón que interrumpa

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A Pablo Semán

En “Dedicada a Verónica”, Gianfranco Pagliaro cantaba en primera persona haber conocido a una mujer en una librería de avenida Corrientes. La historia de tres minutos y pico toca todos los lugares comunes de la época previa al golpe del 76: su lírica erótica está hecha de la adjetivación política plana, habla de una mujer “peligrosamente bella”, de “cuerpo subversivo” y “boca roja y revolucionaria”. Ese recurso (tan chanta) paradójicamente le da aire a la canción: el tipo no se toma en serio la militancia de ella, finge interés pero luego conmoción. ¿Cómo hablar de los setenta sin ser solemne? “Si tomás un café conmigo, me afiliaré a tu partido”, le dice en el colmo de esa otra afiliación que patentó Dolina (y no en su mayor inspiración): los tipos que hacen todo por un polvo. La historia es obvia: van a tomar café, la deja en la puerta de la facultad y la llama al teléfono que ella le dio pero nunca nadie contestó. Gianfranco recita (porque no canta, recita) que nunca más la vio hasta que, años después, encontró su foto en una pancarta de desaparecidos. “En una parte del estribillo, si no me falla la memoria, decía ‘el pueblo unido jamás será vencido’”, recita Gianfranco, y menciona la música de los Inti Illimani, que uno imagina sonando en un dos ambientes del exilio interno: el volumen bajo para no incitar la botoneada de los vecinos. El pueblo desunido siempre fue vencido, es el reverso de la consigna. 

La unidad es incómoda en la cultura peronista. Se reclama, pero asfixia. Se pontifica, pero no es electoralmente imbatible. Se glorifica, pero si se la conduce. El Frente de Todos en esta actualidad pobre, como el Frejuli en la prehistoria, certifica que esa pasión peronista de unidad finalmente los tienta a comerse por dentro y a su vez los sirve en bandeja frente a “los otros”. Claro que no se puede comparar aquel bosque de sangre de Ezeiza con las cuitas internas (y democráticas) en las que a lo sumo hoy se enfrentan con cartas, tweets, videos, zamarreos sobre lo que se tuiteó o no y posteos entre un cristinismo que parece abroquelado a un apotegma izquierdista (“lo que no conduzco lo rompo”, y que alimenta su réplica: “les importa más un vidrio roto que un país roto”) y un Alberto que no encuentra su signo de los tiempos y cuya procrastinación a construir un liderazgo es desafiada por su propio vacío. Pero el “cuanto peor mejor” de los diputados que votaron contra su propio gobierno, esa ideología de elite, expone uno de los problemas con los que gana cuerpo la palabra “casta”: ¿quién no olfatea que el acuerdo es mejor que ningún acuerdo? Desde el secretario general de un sindicato de maleteros hasta el gobernador de una provincia que transpira soja prefieren que haya un acuerdo a un salto al vacío, aún cuando no haya una sola referencia con final feliz de un acuerdo con el FMI y cada tres meses todo el mundo cruce los dedos. 

El Frente de Todos, primero, hizo fácil lo difícil: volver a unirse para ganarle al macrismo. Ahora,  en esta escena final, hace uso de lo que parecía imposible (solicitarle al macrismo y el arco opositor un salvoconducto de responsabilidad para sortear su propia ingobernabilidad): contra la parte del Frente que transforma su oficialismo en oposición del oficialismo. De un lado, dirán “son oposición con goce de sueldo” (esa política del yo). Del otro lado, dirán “nos engañaron”. Y en el medio hizo un poquitito de agua la postal que ama la politología: la de las coaliciones.   

El peronismo se ¿desea? unido pero la historia concede duda a esta eficacia. El peronismo al final siempre es una versión del peronismo. La unidad es más la excepción que la regla. Así, paradójicamente pasó con Menem, con Duhalde y con los Kirchner en sus tiempos virtuosos. La clave del éxito fue, parece, una creatividad capaz de unir la estructura de poder con el signo de los tiempos, la “versión” más que la “unidad”, y lo demás viene solo. Una reescritura infinita. Aunque haya en el pasado referencias que acortan el rango de lo re-interpretable. Para el caso, la discusión sobre Kirchner y su política de desendeudamiento. Kirchner pagó y la deuda que pagó no era lo que el Estado le debía a Cáritas, tenía revisiones trimestrales y estaba a tiro de declararse tan “fraudulenta” como esto mismo que se votó. El peronismo se enfrenta a una metáfora de su repertorio favorito: la metáfora fértil (“no se están peleando, se están reproduciendo”) hoy se refleja con imágenes tan crudas que ponen en duda ese “erotismo”. 

Agua

Volemos a un viejo marzo y una olvidada postal de aquella vieja unidad frustrada del 73: una fecha y una foto pegada con chinche en la plancha de corcho que vive cayéndose. El llamado “Festival del Triunfo Peronista” del 31 marzo de 1973 cruzó dos líneas paralelas: la militancia y el rock. Cuando la unidad se escurría entre las manos. 

De las palabras que originan el mito del rock argentino quizás la más importante sea naufragio (Los Náufragos, La Balsa). Eso que está en el comienzo de la historia que le contó a generaciones Miguel Grinberg. Las canciones pisaban el agua, se hundían en ella, traían el inicio, el bautismo, porque el agua (además, también) es un tema de las canciones. Vox Dei en su bellísima “Moisés” de La Biblia (que es también la gran canción de un disco con el que nace el rock) arranca al pie de la letra: “niño que flotas en las aguas”. El agua nombra la sed. Color Humano graba en su primer disco y en la primera voz (inmortal) de Gabriela: “Padre sol, madre sal”. Canciones de las aguas que bajan turbias. El rock alumbra su nacimiento remoto, ocurre entre jóvenes que compartían la misma sociología generacional, pares de los que se fueron al Monte, a la proletarización, a la guerra de guerrillas, hermanos menores, Almendra o Manal se fundan en los mismos años que Montoneros y ERP. El rock fue el mismo cuarto de esa “casa del sol naciente” de una generación.

Pero el rock pareció hacerse justamente a base de lo que la militancia oficialmente desecha, ahí se apunta su gesto de disidencia. La sexualidad, la droga, el terror, la fuga al campo, la vida en comunidad, no luchar contra su Clase. Más bien huir de ella, el conocimiento interior. Y mirar con extrañamiento la violencia que la militancia naturalizó. El Bolsón para unos, el monte tucumano para otros. Persistamos en la escucha del “Blues del terror azul” que graba Claudio Gabis con La Pesada en 1974: “¡Cuánto hace que no salgo ni siquiera a caminar / Que no veo a mis amigos en un bar para tomar!”, así arranca y la cadencia es lenta como el paso de hormiga de un patrullero, la canción grita (grita Alejandro Medina). Balada del prisionero en el terror azul nombrado a secas, un terror desnudo: con la víctima despojada de toda creencia. Si el folclore de playón universitario cantó al coraje de los que iban al muere, el rock de garaje cantó al miedo de los que no quieren morir. El blues de Gabis dialoga con las “Confesiones de invierno” de García. “Las heridas son del oficial”, canta un suave Charly después de que la fianza la pagó un amigo. El público cada vez que suena en vivo aplaude ahí, ahí, en la herida. El rock no pone la otra mejilla: pone la otra canción. Sergio Pujol dedicó un libro completo al 73, al que llamó El año de Artaud y en el que desmenuza, mes a mes, cuántos años hubo adentro de ese año en el que todo parecía jugarse así, como reza el subtítulo: rock y política. Escribe Pujol: “Es nuestro 63 y nuestro 68 juntos. La revolución de lo cotidiano hermanada a la revolución de lo político”. 

Un militante era una persona de memoria obsesiva: llena de nombres, nombres de guerras, reales, legales, citas, bares, circuitos, contraseñas, llamadas de control. El militante recuerda. No anota porque no puede anotar. Tiene memoria. Esa es su cruz y su arma incluso en la sala de tortura. Memoria. Dar un dato, cambiar un dato, tirar un dato preciso, un dato impreciso; sobre la memoria de los militantes se escribieron montañas de libros. “La voluntad”, por ejemplo y sus tres tomos que cuentan la “historia coral”: ¡Rashomon! El punto de vista del montonero, del radical, del comunista, del guerrillero, de la prisionera. Todos los pubis juntos. 

Y, en cambio: la memoria del rockero está rota. El rockero es como el adicto: olvida para perdonarse. Como dice ese poema del mal leído Bukowski: “A los borrachos no se les perdona nunca. / Pero los borrachos se perdonan a sí mismos / porque necesitan seguir bebiendo”. Es una memoria tóxica, lisérgica, lagunera. Por eso hay un hecho político, el Festival del Triunfo, que está muchas veces contado en retazos. De un lado, el elenco más importante del rock; del otro, las organizaciones de la juventud maravillosa. En el medio: Jorge Álvarez, un cerebro (un escenógrafo de los 70), que podía juntar a David Viñas con Sui Generis, una cabeza por la que podían pasar todas las diagonales, todas las “almas” sobre las que escribió Oscar Terán. Pero no hay memoria de eso. Viñas apenas lo contó al pasar. Y Charly y Nito no recuerdan prácticamente nada. Adrián Vila, atentísimo, y secretario de Cultura de Chivilcoy, hace pocos años lo arrinconó en una cena a Nito Mestre. “¿Te acordás de cuando visitaron a Viñas?”, le dijo. “Nada de nada”, dijo Nito y cerró con cierre relámpago cualquier atisbo de memoria. Entonces ese hecho, cuyos protagonistas estaban en la plana mayor del rock pasó, pero pasó “desapercibido”. 

La lluvia arruinó el Festival del Triunfo. Otra vez el agua y el rock. El estadio de Argentinos Juniors y el recuerdo borroso: Vicente Solano Lima habla, detrás de él, Diego Villanueva, Alejandro Marassi y Claudio Ravecca, que formaban La Banda del Oeste, parados como soldados. A los costados las Organizaciones de la Jotapé. Y abajo, sentados en el pasto, las caras conocidas de los rockeros (Nebbia, Del Guercio, Spinetta, García, Pappo, Gabriela, etc.). Solano Lima dijo: “Haremos esta transformación pacíficamente o por la fuerza de nuestras armas”. Un nubarrón atorrante trepó el cielo. La frase del vicepresidente electo esa tarde del 31 de marzo no puso las cosas negras: fueron las nubes que se hicieron eco de la nada que flotaba ahí. El ácido en la mente de los rockeros transformaba el timbre del viejo Vicente en qué. Y aunque el rock, como diría Miguel Grinberg, “no era furgón de cola de ninguna organización política”, el rock estaba ahí, atento a ver si la energía de la liberación también lo desataba. Spinetta y Grinberg, dos de los promotores de los encuentros en Parque Centenario, difundían ese manifiesto con que se presentó Artaud. Entre los últimos párrafos Spinetta cuela algo que podría rimarse como “el rockero argentino y la tradición”, donde dice: “Denuncio a los tildadores de lo extranjerizante, porque reprimen la información necesaria de músicas y actitudes creativas que se dan en otras partes del planeta, y porque consideran que los músicos argentinos no pueden identificarse con sentimientos hoy día universales. Además es de prever que si estos señores desconocen que la Argentina provee a su música nuevos contenidos nativos, ellos mismos están minimizando la riqueza de una creación local apenas florecida.” En ese palo había un poquito de leña también para la oficialidad militante. 

Billy Bond y Jorge Álvarez querían: eso. ¿Unidad? A ellos llegó el pedido de organizar un festival, Álvarez dirá que se lo pidió el mismo Perón, quizás exagerando. Para Bond también en el rock eran todos peronistas y como prueba ese chiste largo de la tapa de los compilados del sello Mandioca: la imagen de una gran pera… ¿Y qué es una gran pera? Un Perón. Lo que primero se sabe del Festival es que abrió La Pesada con una formación descomunal que incluía a Kubero Díaz, Jorge Pinchevsky, Alejandro Medina, Charly García en piano y que al subir al escenario La Banda del Oeste pidió el clásico minuto de silencio por “la compañera Evita”, y ahí nomás agarró el micrófono Solano Lima. Y los tironeos en el escenario eran evidentes. Los oídos de Billy Bond se recalentaron en pedidos de uno y otro: la interna peronista se jugaba en los detalles. Le comieron el Coco a Bondo que ya le había regalado a la violencia de la época su supuesto “¡Rompan todo!” y que ahora, sobre el escenario, los quería mandar a todos a la mierda. Que nombre a Evita, que nombre a Isabelita, que nombre a Cámpora, ¡no!, mejor que nombre sólo a Perón, y así la franela áspera de operar en vivo y hacer tartamudear al del micrófono. Pero cuando los del Oeste estaban afinando viola y bajo, y empezaban a tocar, se vino el temporal. Cada náufrago a su bote. 

A Alejandro Marassi (bajista de La Banda del Oeste) tardé años en convencerlo de esta charla. Por hache o por be me rehuía hasta que di en el clavo de su sensibilidad: “A veces es lindo que se imaginen que uno sea leyenda”, me dijo. Y escucharlo es atajar y ordenar su dispersión creativa. Vivió en Buenos Aires, en el sur, fue pionero de El Bolsón, armaron y desarmaron la banda, apenas grabaron algunas canciones, recaló en Francia, tuvo seis hijos. 

Se suele decir que la Banda del Oeste pertenecía a la Juventud Peronista.

No, no pertenecía a la JP. Existíamos de antes, y no teníamos nada que ver con la política. Éramos una banda muy independiente, y teníamos nuestro público. El contexto de la época hacía que mis preocupaciones se limitaran a no ir preso. Tenía el pelo muy largo, siempre un instrumento en la mano, e iba conociendo la marihuana. Conocí el calabozo no por cuestiones de militancia, sino de vestimenta. Pero esos años fueron poderosos, se liberaba la prohibición de Perón, y había mucha ebullición. Y se nos acercó la Brigada Juventud Peronista, que eran jóvenes del barrio (Nota: pertenecían a Guardia de Hierro). Nosotros ensayábamos en La Paternal, y empezaron las charlas. Ellos traían el mensaje de Perón con unos hermosos documentales. Hablando cosas muy claras, era un hombre muy pacífico, conciliador, dulce. Estaba muy evolucionado en ese momento. Y nosotros hablábamos con los chicos de la Brigada, y nuestro problema real era caminar por las calles. Y tener todo el aparato estatal en contra del rock, porque no se metían con el tango o el folclore. Si ibas vestido de gaucho estaba todo bien, pero si tenías el pelo largo y una guitarra eras un puto y maricón y la policía te pegaba hasta dejarte sordo. 

¿Y qué te pasaba por la cabeza?

A mí lo que me interesaba era tocar, en mi cabeza había notas y sonidos y cosas por decir. La cuestión política no nos representaba del todo. Nosotros habíamos estado grabando un disco con Jorge Álvarez y Billy Bond, que en ese momento nos producían. Con el tema del Festival sí, nuestra banda con las Brigadas pensó la idea y lanzamos el diálogo con el rock que era más reacio con la política, era otra corriente. Después la logística ya no supe cómo fue. Llegué y por suerte tocamos un poco antes de que llueva. 

O sea que ustedes tiraron la idea.

Empezamos a hablar con algunos músicos y después se dio por diferentes caminos y hubo un encuentro en el San Martín, ahí en Corrientes, en el cuarto o quinto piso. Y me acuerdo que estaba Luis. Había muchísimos músicos de rock porque en ese momento era una cosa de acompañar a lo que estaba pasando. Estaba acabando la dictadura, se venía votar a Cámpora. Y estábamos podridos. No eran dictaduras tan genocidas como la última pero yo iba mucho en cana y me quedé paranoico. Todos esos años me hicieron una persona paranoica. 

Y al toque del Festival se separan…

Sí, en el año 73. Porque no se podía vivir en Buenos Aires, te mataba cualquiera. No sabías de dónde te venía una bala, en qué calabozo terminabas. Había mucha confusión, mucha porquería, mucha violencia, porque el rock era filoso con la letra y la actitud. Nos fuimos a la mierda. Diego había hecho una canción para las Brigadas. “Dependencia o liberación”, algo así. Un temazo que fuimos a grabarlo en forma de marcha, no entendíamos un carajo. Pero fue divertido. Costó mucho porque después estabas en la lista negra de no sé quién. 

Pero volvamos a marzo, casi 50 años atrás, ¿cómo lo recordás?

Pese a todo este Festival fue una cosa muy importante. A la noche estaba en todos los noticieros: 7, 9, 11 y 13. Y pasaron el Festival en blanco y negro. Me acuerdo de haber visto a La Banda del Oeste en ese único testimonio fílmico. De ese día me vuelve esto: cuando nosotros estábamos adentro, se había armado el escenario y estaban las tribunas de enfrente llenas pero había un espacio que era la cancha, que no había nada. Hippies, músicos y peronistas acomodamos... Pibes de la Brigada, músicos... Y me acuerdo que estaba un tal Palito, que era un pesado. Y estaban ahí todos los pesados queriendo tirar el alambrado. Entonces Diego, el batero de la banda, que era el más metido, se acerca, porque era el más rudo, el papá había sido peronista, y va ahí por el césped y les dice “¿qué pasa, che?”. De la tribuna le decían: “eh, ¿quiénes son ustedes que están ahí y nosotros acá? ¿Son oligarcas?”. Decían que éramos privilegiados. Entonces Diego les dijo: “tenés razón” y abrió ese alambrado y pasaron todos. Para mí en esa época nació el “césped” de los recitales por Diego Villanueva. Les abrió a todos los locos que querían estar más cerca del escenario. 

MR

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