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Tie Break: el desempate en la política

La reacción desbordada de una mujer popular y de origen plebeyo contra un fallo de la justicia

Tras su pelea con el árbitro, Serena Williams perdió la final del US Open 2108

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Tras el desaire del fallo, la justicia fue acusada de patriarcal, sesgada e hipócrita. Principalmente, fue acusada por ella, quien calificó de mentirosa a la autoridad arbitral. Su reacción volcánica derivó en un reparto de opiniones prescrito: los que la aman y la consideran una leyenda viviente, la reivindicaron una vez más. Para su núcleo duro, la decisión arbitral evidenció que existe una persecución en su contra. ¿Por qué la justicia la perseguiría? No le perdonan que sea una mujer comprometida, popular y de origen plebeyo que milita para dar vuelta el statu quo. Sus detractores, previsiblemente, se hicieron un festín a partir de su performance bajo emoción violenta. La trataron veladamente de loca y de autoritaria. Y señalaron su tendencia a jugar el papel de víctima en beneficio propio. 

Ante ese paisaje de pasiones estáticas, el carácter técnico del fallo quedó en un quinto plano: la decisión judicial entró en el pantano de la política, donde todo se vuelve opinable y subjetivo. El desborde no ocurrió la semana pasada en la Argentina, con la primera línea del gobierno y la Corte Suprema como protagonistas. Se escenificó en la final del US Open de 2018. Serena Williams llamó ladrón y mentiroso al árbitro portugués Carlos Ramos. ¿Qué pasó en ese match contra la jovencita Naomi Osaka?

Ramos detectó que Serena recibía instrucciones con señas por parte de su técnico, algo que está prohibido. “Lo hice, pero lo hacemos todos”, admitiría después el coach de Serena. El juez la sancionó, y ella se enfureció, al punto de insultarlo. Entonces Ramos la penalizó con dos sanciones más por romper la raqueta y reincidir en los agravios. Williams se sacó y perdió con Osaka, en contra de todos los pronósticos. La final quedó empañada por ese cruce extradeportivo.

Con el resultado puesto y ya más fría, la tenista estadounidense no se retractó. Por el contrario, reafirmó su actitud ante los periodistas. Vinculó el injusto fallo arbitral con su condición de mujer afroamericana que lucha en defensa de las causas sociales. También conectó la decisión de Ramos con su reciente estatus de mamá. Su hija Alexis Olympia había cumplido un año apenas una semana antes de aquella final. “Nunca le quitó un juego a un hombre por decirle ladrón”, retrucó. “No soy el tipo de persona que haga trampa, porque antes prefiero perder”, se jactó. Ninguno de sus argumentos modificó la dolorosa derrota. A Cristina Kirchner tampoco le funcionó el recurso de denunciar golpismo para revertir el fallo de la Corte Suprema en favor del gobierno porteño.

Serena Williams genera una electricidad única. A sus 39 años, es bastante más que una de las mejores tenistas de la historia, gracias a su potencia física, fortaleza mental y golpes demoledores. El cineasta Spike Lee integra la lista de sus fans. El director es habitué de sus batallas en el US Open, el torneo de Grand Slam que empieza en la última semana de agosto en el parque de Flushing Meadows, en el barrio neoyorquino de Queens. Ahí, ante los ojos admirados de Spike Lee, Serena se coronó como singlista en seis oportunidades. Con un récord de 23 trofeos de Grand Slam ganados, acumula 23 títulos. Y sólo la supera (por ahora) la tenista australiana Margaret Court. 

Cuando Spike Lee la ve jugar a Serena, recuerda de inmediato al boxeador Muhammad Ali. Se trata de un acto reflejo cargado de ideología. A Alí le quitaron el título mundial y la licencia de boxeador por negarse a servir en el ejército norteamericano durante la guerra de Vietnam. La comparación quizás suene extemporánea y algo forzada, pero a Serena le resulta un elogio encantador. “Ali hizo muchísimo por el deporte y muchísimo por el mundo, por todos. Es lo que yo quiero hacer y como quiero que se me recuerde”, afirmó la menor de las hermanas Williams.

Tanto Serena como Venus, en realidad, tenían una media hermana mayor: Yetunde Price. Ella trabajaba como enfermera, administraba un salón de belleza y ayudaba a las hermanas tenistas a organizar sus agendas. Hasta que el 14 de septiembre del 2003 fue asesinada. El crimen ocurrió en medio de un conflicto de pandillas narco. Yetunde estaba junto a un amigo paseando por el área de Compton, un suburbio de Los Ángeles donde crecieron las Williams.

En la final de 2018, Serena podría no haber perdido el control. O podría haberlo perdido momentáneamente, y luego recuperarse, para dar un vuelco y ganar el partido. Incluso podría haber caído derrotada, como sucedió, y después mostrarse arrepentida y humilde por su berrinche. Esas opciones no parecen cuajar con el temperamento de Serena, ni con las marcas de una biografía cruzada por el esfuerzo y la desigualdad. Tampoco empalman con el personaje que la tenista construyó, en un relato antisistema que se repite a sí misma y a los demás. 

Serena optó por pelear con el árbitro, arrastrando a sus seguidores, a su coach y colegas hacia un denuncismo impotente. Un pataleo testimonial calcado al que encarnó Alberto Fernández el miércoles pasado, en un acto compartido con Cristina Kirchner, Sergio Massa y Axel Kicillof. Ahí el presidente se lamentó por la “decrepitud del derecho convertido en sentencia”.

Los fallos de la justicia nunca se dan en el vacío de la historia. No lo hacen los de la Corte Suprema argentina, ni los de un umpire en un partido de tenis profesional. Y ni siquiera son neutros cuando son justos. A Serena, sin embargo, al igual que a Cristina Kirchner, hasta ahora no le fue nada mal en su estrategia a dos tiempos: la de someterse a las reglas de juego y discutirlas a la misma vez.

AF

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