la muerte de luis “el negro” uriondo

Al rescate de las memorias del último Uturunco

No le costó mucho esfuerzo, a sus diecisiete años, robarse un camión. Unas horas antes de la Nochebuena de 1959, las familias cenaban en sus casas: las calles de la ciudad de La Banda, en Santiago del Estero, estaban oscuras y vacías. En el taller de Obras Sanitarias habían fichado un Ford celeste con una caja de carga de hierro y madera, lo suficientemente grande para llevar las armas. Había un solo sereno. Luis Uriondo – por entonces un adolescente huesudo y de ojos grandes y tristes, como de perro batata – apareció entre las sombras y ató al guardia. No hubo resistencia. Lo dejó a un costado del taller mientras escapaba con el vehículo junto a un compañero cuatro años mayor que él. 

A Luis le decían El Negro. Pero su nombre de guerra, esa noche, era Facundo. Félix Serravalle, el líder del grupo santiagueño, iba como Comandante Puma. Empleado de Vialidad de la Nación, se había criado en una familia de anarquistas y su padre había sido dirigente gremial ferroviario. En 1959 tenía 34 años y hacía tres que se había integrado al Comando 17 de Octubre, fundado por la resistencia peronista en Tucumán. En Santiago, Serravalle había reunido un grupo pequeñísimo: eran seis audaces que llevaban dos meses entrenando técnicas de supervivencia en el monte y combate con cuchillos a orillas del Río Dulce. Todos venían de familias humildes, menos el Negro. 

El 24 de diciembre se reunieron en La Banda con una columna de quince tucumanos que venían bajo el mando de Genaro Carabajal, que aquella noche iba como comandante Alhaja

En enero de ese mismo año, el Che había entrado triunfante en La Habana después de pasar tres años en Sierra Maestra. Inspirados en los revolucionarios cubanos, el grupo de los Uturuncos – uturunco significa hombre-puma en quichua –estaba decidido a armar un campamento guerrillero en los cerros tucumanos para conseguir tres objetivos: reclamar el regreso de Perón, la reforma agraria y convocar a la lucha armada en defensa del patrimonio nacional.

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Lo vi una sola vez: la tarde del 7 de octubre de 2021. Y me enteré de su muerte el martes 19 de abril de 2022, menos de seis meses después de aquel encuentro. Él vivía hacía mucho en Buenos Aires y en Santiago era casi una leyenda. Todos conocían al Negro Uriondo. Al menos de nombre y cada quién, más o menos, algunas de sus historias rocambolescas. Yo las había escuchado durante años: que había sido el integrante más joven del primer grupo guerrillero argentino, que fue el principal hombre de confianza de Carlos Juárez en los setenta, que se iba al campo haciéndose pasar por Abal Medina y leía cartas falsas de Perón para ganar adeptos al juarismo, y que después de unos años replegado, había atravesado las presidencias de Menem, De La Rúa y Kirchner como hombre fuerte de los servicios de inteligencia de Argentina. 

El día que aceptó que lo entrevistara, nos encontramos en avenida Corrientes al 3200. Hablaba como porteño, con voz arenosa y potente. Se vestía como estanciero: campera de carpincho, jean y pañuelo de seda al cuello. El bigote gris le bajaba por las mejillas: un bigote de tipo duro. Los mismos ojos de perro batata que había visto en las fotos de juventud. Casi un metro noventa. Entró al café saludando a los mozos por su nombre, metiendo panza y sacando pecho. Lo seguí hasta que llegamos a una mesa del fondo, desde donde podía verse todo el bar y no le dábamos la espalda a nadie. En un bar o en cualquier lugar, había que tener la retaguardia cubierta y buen panorama. Ahí el Negro Uriondo me dijo que estaba contento porque en enero iba a cumplir ochenta. Durante cuatro horas, mientras afuera bajaba el sol, escuché en primera persona las historias que, con matices, tanto había oído antes. 

Me dijo que podría haberse hecho peronista por herencia familiar: su padre había sido ministro durante el primer gobierno de Carlos Juárez, y su tío, el teniente Oscar Uriondo, había sido uno de los fundadores del GOU y amigo personal de Perón. Pero no. El Negro Uriondo se hizo peronista por la crueldad de los gorilas. 

Recordaba dos visiones de la infancia. Una: en septiembre de 1955, cuando derrocaron a Perón, vio pasar por la vereda de su casa en el centro santiagueño una camioneta llena de gente que arrastraba por la calle la cabeza de piedra de una mujer atada a una cadena. Era un busto de Evita, y desde la caja de la camioneta, uno que conocía a Luis y a su familia gritó señalándolo con el dedo: 

-¡Un pichón de peronista!¡Hay que matarlo!

Santiago era una ciudad pequeñísima y todos se conocían. Sabían de la familia del Negro. Y aunque la camioneta siguió de largo, él sintió un miedo que le duró toda la vida. 

La otra visión, de unos años después, sí incluyó una muerte. Uno de sus compañeros de escuela era Pancho González, hijo de don Francisco Javier González, dirigente sindical bancario que había sido gobernador entre 1953 y 1955, y que estaba preso desde que se había levantado la Libertadora. Luis y Pancho iban juntos a dejarle la vianda a don Francisco a la cárcel. Hasta que en noviembre del 57 fueron a la visita y se encontraron con el relato del dentista Guillermo Elman, compañero de celda: al papá de Pancho le había dado un ataque al corazón y aunque Elman se cansó de gritar y pedir ayuda, los guardias se hicieron los distraídos; nadie de la cárcel vino a responder al pedido de auxilio hasta que el ex gobernador estuvo bien muerto. 

En medio de las amenazas y el peligro de la época, a comienzos de su adolescencia el Negro Uriondo se acercó a los pocos peronistas sueltos que intentaban organizar la resistencia en una provincia lejana y sin influencia. Le decían Negrito. Lo usaban para los mandados y para darle manija a un mimeógrafo con el que imprimían volantes revoltosos en el estudio de Isaac Julián, un contador de ascendencia árabe que reunía en clandestinidad casi traviesa a los huérfanos santiagueños de Perón. En esas reuniones conoció a uno de los audaces que ya entrenaba con Serravalle en el río, y lo convencieron de pasar del mimeógrafo a las armas.

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Abajo soldados. Esa era la clave. Agazapados en la caja del camión, los veinte hombres tenían que esperar el grito del comandante Alhaja, que había entrado en soledad por la puerta principal de la comisaría de Frías, a 148 kilómetros de la capital santiagueña, y a 215 de la entrada a Tucumán. Habían pensado en robar la Jefatura de Policía de la capital, pero escapar de ahí iba a ser más difícil. Frías era un desvío a un objetivo más o menos tranquilo para acopiar las primeras armas que necesitaban para su plan. 

El único que conocía la comisaría – aunque solo desde afuera – era el Negro Uriondo, que había  viajado a Frías varias veces con su padre. Les había dibujado a sus compañeros uturuncos un muy rústico plano con un palo en la tierra. Les explicó que había un jardín en el frente, cuáles eran las entradas, y que había una planta baja y primer piso. Una rareza para un pueblo tan pequeño como Frías. 

Alhaja entró confiado en las instrucciones del más joven de los suyos, transpirando el uniforme militar que habían hecho coser a mano, y armado con una ametralladora de utilería, que sirvió para asustar a los pocos guardias que estaban en el lugar. Eran las cuatro y diez de la madrugada: 

-¡La revolución ha triunfado! ¡Abajo soldados! -gritó el comandante Alhaja, y saltaron todos a la carga. 

Los Uturuncos cortaron los cables de teléfono, rompieron a golpes la radio policial y se pertrecharon con las armas que había en el lugar: siete fusiles, dos revólveres 38, y una pistola 45. Con eso iban a hacer la revolución. El Negro Uriondo subió a la planta alta donde dormía el comisario. Lo despertó hincándolo en la panza con la punta de uno de los fusiles que se habían robado. Metieron a los policías en el calabozo y a los diez minutos ya estaban todos en el camión rumbo a la ruta otra vez. 

El 25 de diciembre la noticia del asalto a la comisaría se conoció en todo el país y el ministro del interior del presidente Frondizi, Alfredo Vítolo, tuvo que dar detalles del caso. El gobierno de la Nación había empezado la cacería, mientras los veintiún uturuncos empezaban a subir a pie el cerro, dispuestos a crear su foco guerrillero siguiendo el ejemplo de los revolucionarios cubanos.

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-Yo no sé si soy bueno o soy malo. Lo que sí sé es que no soy cagador, ni soy traidor, ni soy zurdo. 

Sentado en el bar de avenida Corrientes, en septiembre de 2021, el Negro Uriondo elegía definirse por lo que no era. A pesar de que a sus diecisiete había intentado imitar al Che en nombre de Perón, se esforzó en remarcar que su camino había sido otro. Después del derrotero en los cerros tucumanos, fue el único uturunco que logró escapar. 

En 1961, el Negro Uriondo se fue a Buenos Aires en un avión de la compañía Transcontinental y se instaló en un hotel en El Bajo. Tocaba la guitarra y cantaba bastante bien. Así empezó a frecuentar bares y peñas y a rondar conciliábulos de organizaciones peronistas. Recordaba una reunión con Alberto Ezcurra, en la sede del Movimiento Tacuara, en Tucumán 141. Ahí le dijeron camarada y el respondió compañero, pensando que camaradas eran los comunistas, y conociendo las ínfulas fascistas de aquel movimiento nacionalista que se había formado en el 57. 

En junio de 1961, cuando Dardo Cabo y Edmundo Calabró lideraron un grupo que se separó de Ezcurra para formar el Movimiento Nueva Argentina, el Negro Uriondo se fue con ellos. Durante años participó de las reuniones que el grupo mantenía en una vieja casona en la esquina de French y el pasaje Bollini. Fue parte de los preparativos del Operativo Cóndor. El Negro Uriondo quedó fuera cuando se sortearon los nombres de quienes ocuparían los dieciocho puestos en el avión comercial que secuestrarían para volar a Malvinas y reclamar la soberanía, en septiembre del 66. 

Después del aterrizaje en las islas, que terminó con los militantes argentinos detenidos por la policía kelper y enviados en barco al continente para ser puestos a disposición de la justicia argentina, el Negro Uriondo se replegó. 

Aprovechó sus vínculos familiares y consiguió un empleo. El general Carlos Uriondo – hermano del tío Oscar del GOU y tan pariente del Negro como él – había sido compañero de caballería de Juan Carlos Onganía, que lo designó interventor militar en Santiago del Estero cuando se puso al frente del gobierno de facto en 1966. Allí el Negro Uriondo fue a parar en un puesto administrativo en la Casa de Santiago en Buenos Aires, enviado por su tío. 

Siguió frecuentando círculos del peronismo y al poco tiempo se hizo amigo del publicista Osvaldo Agosto, veinteañero como el, que en el 63 se había robado el sable de San Martín con la idea de mandárselo a Perón. En esa época había que tener una hazaña de esas en el prontuario. Agosto era, además, jefe de prensa de Rucci y a través de ellos, Uriondo se acercó a Jorge Paladino, referente del Movimiento Nacional Peronista y representante oficial de Perón en Argentina. En 1972, cuando era sabido que el líder y conductor llegaría al país para reunirse con la militancia, el Negro recibió la visita de un viejo conocido que se le presentó frente a su escritorio en la Casa de Santiago: 

-¿Vos sos el negrito Uriondo? -le preguntó el hombre: cincuentón, de traje impecable, bigote negro y pelo engominado. 

-Sí doctor -le dijo el Negro en seco, que lo escrutó con sus ojos de perro batata y lo reconoció de inmediato. 

Carlos Arturo Juárez, que había sido gobernador de Santiago entre 1949 y 1952, y senador nacional entre el 52 y el 55, estaba en el llano desde hacía más de quince años. Le sacó conversación: que tanto tiempo sin verlo, que cómo estaba su familia, que recordaba algún almuerzo en su casa cuando su padre había sido su ministro. Y después del circunloquio que no llegó a ser una conversación, le lanzó la pregunta que había ido a hacerle: 

-Me dijeron que vas a ir a verlo al General. ¿Es así?

-Sí -le contestó el Negro. Ya sin el doctor, y levantando la guardia. 

-Te tengo que pedir un favor. Si podés, en algún momento, entregale esta carta_-le dijo Juárez extendiéndole un sobre. 

-Sí, doctor -le contestó el Negro, otra vez impostando el clima de la charla. 

Juárez era mala palabra para Perón y el Negro Uriondo lo sabía. Habían tenido diferencias hacia el final de su gobernación y, para peor, en los 60, Juárez  había trabado amistad íntima con el Lobo Vandor, apoyando el grupo que promovía el peronismo sin Perón. Por eso, el Negro dijo si doctor, pero cuando vio salir a Juárez por la puerta se guardó la carta. Más tarde la abrió y la leyó. Juárez le relataba a Perón como estaba el movimiento en Santiago, condenaba al Puka Abdulajad, que lideraba la izquierda peronista en la provincia, y se ponía él mismo a disposición para el futuro. El Negro se rió y rompió la carta.

Habían dejado el camión al pie del cerro y empezaron a subir a pie. Los montes tucumanos alcanzaban 3.500 metros de altura y ellos iban a meterse entre las yungas, el barro y las espinas hasta encontrar un lugar donde hacer el campamento. El plan incluía otra parte fundamental. Algunos meses antes, Serravalle había participado en una reunión en casa de Arturo Jauretche en Buenos Aires, donde el coronel Miguel Ángel Iñiguez – hombre de la resistencia, que había conspirado junto a los generales Valle y Tanco para el levantamiento del 56 – había prometido acompañar con una sublevación militar en Buenos Aires y en la Patagonia una vez que ellos armaran el foco guerrillero en Tucumán. Los Uturuncos deambularon por el cerro durante varios días. Escondidos. Sabían que los estaban buscando porque llevaban un radio receptor con el que podían captar la señal de las emisoras de la zona. También llevaban una radio de punto a punto con la que esperaban hacer contacto con Iñiguez. Pero el contacto nunca llegó. Mientras que en LV12, extrañamente, relataban enfrentamientos entre la policía y los guerrilleros – ellos, ellos eran los guerrilleros – que no habían ocurrido. En la radio decían, incluso, que ya había muertos.

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-¿Usted qué es del Negro Uriondo?

Al general Oscar Uriondo le decían igual que a su sobrino Luis. Y el General Perón, cuando le presentaron al joven santiagueño en la residencia de Gaspar Campos, donde estaba recibiendo a la militancia desde que había aterrizado en Buenos Aires el 17 de noviembre del 72, lo asoció directamente con su viejo amigo del GOU. El más joven de los Uturuncos – que ya no hacía tanta gala de su pasado guerrillero – iba de traje, acompañando una delegación de once dirigentes del peronismo que se sentaron junto al general alrededor de una mesa ratona. Le contestó que él era el Negro Uriondo. Que a su tío le decían igual. Cuarenta años después de aquel encuentro, sentado en el bar de avenida Corrientes, Uriondo no recordaba mucho de qué hablaron. En cambio, recordó que Perón los escuchaba, distraído con la ventana, donde podía ver cómo iban y venían su esposa Isabel, el secretario López Rega, y el jefe de la custodia, Juan Esquer. Y cuando los tres estuvieron lo suficientemente lejos, Perón interrumpió la conversación y preguntó: 

-¿Alguno de ustedes fuma?

Perón tenía prohibido fumar. El Negro Uriondo no lo sabía y rapidísimo sacó un paquete que tenía en el bolsillo del saco y le extendió la mano. Perón agarró un cigarrillo, que algún otro le prendió solícito con un fósforo. El General apuró dos pitadas rápidas cerrando los ojos. Después repartió: 

-Tomen muchachos, tomen… fumen ustedes -dijo ofreciendo el cigarro humeante con dos dedos mientras volvía a pispear la ventana -Así no piensen que el del olor soy yo. 

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Pasaron seis días y seis noches dando vueltas en tirabuzón por la montaña. Iban ya con los uniformes pegajosos y el tranco cada vez más pesado. Ya casi no hablaban entre ellos. El chillido de los pájaros y los insectos era lo único que escuchaban en medio de la yunga. No había señales de Iñiguez. Y la estrategia de la policía funcionó. Las falsas noticias de los enfrentamientos empujaron a familiares y amigos en Santiago y Tucumán a dar nombres y detalles de lo que sabían que estaban haciendo los uturuncos. Sus seres queridos temían por sus vidas. LV12 empezó a poner al aire los mensajes de padres y madres pidiéndoles que se entreguen. El comandante Puma y el comandante Utrurungo estaban desorientados y la tropa desanimada. El Negro Uriondo pidió bajar. Confiaron en que antes que los atraparan – o que, incluso, quisieran matarlos – era mejor dispersarse y volver camuflados a Santiago y Tucumán. Pero no iba a ser tan fácil como eso.

Una bomba en un transformador alcanzó para dejar ocho manzanas del centro santiagueño sin luz, la calurosa noche del verano de 1972 en que Héctor Cámpora había llegado a Santiago para apoyar la candidatura de Francisco López Bustos para gobernador de la provincia. Carlos Juárez los enfrentaba en una lista aparte, con el sello del Frente Justicialista de Liberación Nacional. La proclamación de la fórmula de López Bustos sería en el Club Estudiantes, una pequeña cancha de básquet donde Cámpora, Abal Medina y Lorenzo Miguel se reunieron para realizar un acto que quedó a oscuras. 

El mitin debió trasladarse a las escaleras del Gran Hotel, en la esquina de Independencia y Avellaneda, frente a la plaza central de la ciudad. El Negro Uriondo, que había puesto la bomba en el transformador con la ayuda de otros dos jóvenes militantes juaristas, se escabulló entre la multitud que empezó a apiñarse alrededor de las escaleras del hotel. Bien entrada la noche, Cámpora y López Bustos salieron a hablar, flanqueados por Lorenzo Miguel y Juan Abal Medina. El Negro Uriondo cargaba un racimo de bombas de estruendo envueltas en papel de diario que dejó al borde del cordón de la vereda. Uno de los suyos prendió el papel de diario y sigilosos se alejaron. 

Un instante después, el estallido de las bombas interrumpió el discurso. 

En medio de la confusión, Cámpora se deslizó al interior del hotel, la multitud se abrió y corrió despavorida hacia la plaza. Las bombas de estruendo podían ser otras bombas, o balas. No había mucho para pensar. Entre la humareda gris y el olor a pólvora, la reunión había terminado. 

Los visitantes se volvieron a Buenos Aires sin poder terminar el acto y en las elecciones del 11 de marzo hubo empate entre Juárez y López Bustos, que debieron ir a una segunda vuelta esperada para septiembre. Juárez, que debió rearmarse de cero y sin el respaldo del peronismo nacional, se apoyó en el Negro Uriondo y sus vínculos en Santiago. Él creía que la carta a Perón había llegado y que el general lo había ninguneado. El Negro, que con la apertura democrática quería hacerse un lugar, se apoyó en Juárez porque, según él, “el sector de López Bustos estaba lleno de zurdos”. 

Durante los seis meses entre la primera y la segunda vuelta electoral, Santiago continuó con movilizaciones y enfrentamientos entre los dos sectores. Tanto que llegó a la provincia la televisión de Buenos Aires. El periodista César Massetti entrevistó a los protagonistas. La acusación del peronismo oficial era que el sector juarista compraba a los manifestantes con vino. El que habló en nombre de Juárez – que no daba la cara a la prensa – fue el propio Uriondo. A sus 31 años, enfundado en una campera negra, con un brazalete de la JP y con los bigotes de tipo duro más amenazantes que nunca, le contestó desafiante al periodista que no necesitaban estimulantes alcohólicos, porque estaban luchando por una ideología. El video de aquella entrevista todavía puede verse en Youtube. 

Cuarenta años después, en el bar de Corrientes, el Negro Uriondo rememoraba aquel episodio sosteniendo el vaso con dos hielos en el que el mozo le servía la tercera medida de whisky de la tarde: 

-Serví como la gente, hermano, que yo soy cliente de toda la vida. No le pijotees. 

Recordaba entonces que después de que Juárez ganó la segunda vuelta, decidió no asistir al acto de asunción, decepcionado. Esperaba que lo designaran en alguna secretaría o ministerio, y no ligó nada. Terminó otra vez en Buenos Aires, como administrativo de la Corporación del Río Dulce, en una oficina que el ente provincial tenía en la capital. Hábil para hacer amigos y tejer redes, desde allí empezó a construir los vínculos con el peronismo que después lo ubicarían en otro nivel de la red de poder político en la Argentina.

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Ningún cristiano había bajado nunca por aquí. Eso les dijo, asombrado, el padre de la familia que vivía en el único rancho aislado en medio de aquel rincón insondable de la espesura del cerro. El Negro Uriondo y los otros cuatro santiagueños que habían bajado en uno de los grupos en los que se dispersaron los Uturuncos, pidieron alojamiento y comida a punta de pistola. El Puma Serravalle se había quedado arriba. A los cinco fugitivos, la familia del rancho les dieron sopa y una cabeza de chancho. En aquel lugar dejaron las insignias de los uniformes. Dejaron las armas. Y siguieron bajando. Pensaban en hacerse los tontos. Si los encontraban, podían decir que estaban haciendo otra cosa. Eso creían ellos. No sirvió de nada. Ya los estaban buscando y los tenían identificados con foto, nombre y apellido. Siguieron andando hasta la orilla del río Las Pavas, cerca de Catamarca. Cuando se aprestaban para cruzar el agua, los rodeó una patrulla rural.

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“El civil que dirige a los militares”, decía el título de una larga nota publicada en el diario Clarín en 2004 sobre el Negro Uriondo. Hacía hincapié en que era la primera vez que un civil ocupaba el cargo de la Dirección Nacional de Inteligencia Estratégica Militar. Uriondo tenía 62 años. ¿Cómo había llegado hasta ahí?

Los vínculos sanguíneos con los militares lo habían ayudado al Negro a pasar desapercibido después del golpe del 76. Se dedicó a trabajar en una empresa privada en Santiago durante esos años y, con el regreso de la democracia volvió a militar en el peronismo local. En el 83 coqueteó otra vez con Carlos Juárez pero militó en un grupo que lo enfrentó, sin éxito, en las internas de ese año. A finales de la década hizo la movida que le trajo suerte: en medio de la interna peronista para las presidenciales del 89, en que la provincia se referenciaba en Cafiero – que era amigo de Carlos Juárez – Uriondo trajo a Santiago a Carlos Menem y le armó un imponente acto de recepción. Al riojano, Juárez lo había hecho declarar “persona no grata”, en un congreso nacional del PJ que se había hecho poco antes en Las Termas de Río Hondo. 

Aquella puerta abierta al menemismo le valió al Negro Uriondo una banca como diputado nacional a partir de 1989, cuando en Santiago ya la gobernaba César Iturre, ex ministro de Juárez, que se había despegado del liderazgo del caudillo. En el Congreso, Uriondo se hizo amigo de Miguel Angel Toma, con quien participó en la redacción de la Ley de Inteligencia y la Ley de Seguridad Interior. Cuando Toma fue designado secretario de la SIDE en 2000, Uriondo fue como integrante del Consejo de Seguridad Interior, ocupando un asiento en la comunidad de inteligencia. Ya gobernaba la Alianza. Cuando De La Rúa lo designó en el cargo, un periodista le preguntó si había sido una nominación consultada con el Partido Justicialista: 

-No -contestó De la Rúa -Con él no más. Personalmente, pienso que puede prestar un buen servicio al país.

En aquel momento – otra de las veces en que apareció fugazmente en la prensa – el diario La Nación trazó un perfil cortísimo de Uriondo: “Es justicialista. Fue diputado nacional por Santiago del Estero y se lo considera un hombre lúcido, de buen trato e, incluso, de un excelente humor, que lo convertía en uno de los visitantes más requeridos en la sala de periodistas del Palacio Legislativo”. Ni una línea del pasado guerrillero. 

Veinte años después, en el bar de avenida Corrientes, Uriondo recordaba: 

-Éramos muy amigos con Fernando. Había estado en el Congreso la misma época que yo. Inés, la esposa, era amiga de mi mujer. Y cuando me llama para el Consejo de Seguridad es porque él sabía que yo andaba en esas cosas. 

Ocupó el cargo con un perfil bajísimo y siguió durante todo el gobierno de Duhalde. Cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia designó a Pampuro en el ministerio de Defensa. Pampuro era uno de esos amigos íntimos que Uriondo había cosechado en el Congreso, y lo convocó para la Dirección de Inteligencia Militar:

-Mirá que yo no tengo nada que ver con Kirchner -le advirtió Uriondo a Pampuro. -Yo no soy zurdo -le remarcó, como si tuviera que aclararlo siempre.

-No importa -le insistió Pampuro. -Vos vas a ser colaborador mío, no de Kirchner. 

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-Irresponsable -le murmuró entre dientes Eduardo Miguel, el gobernador de Santiago del Estero: un árabe grandote, de cabeza completamente calva, mirada severa y mentón de boxeador -¿Quién te manda a hacer estas cosas? Tus padres están desesperados. 

En la comisaría de Concepción de Tucumán, la más cercana al lugar a donde los habían atrapado, el Negro Uriondo recibió el reto casi paternal del gobernador. En la sala estaban los otros cuatro uturuncos santiagueños, el gobernador de Tucumán, Celestino Gelsi y el comisario panzón de Frías, al que el Negro había despertado con la punta del fusil una semana antes. Les dieron un sermón y al rato se le acercó un militar, que lo llevó a un costado: 

-Así que vos sos Uriondo. 

-Sí -contestó el Negro. 

-Bueno, yo soy el Mayor Díaz Sánchez Toranzo. Soy tu pariente. Estoy a cargo de la operación. Ahora van a ir todos a la cárcel de Villa Urquiza. Vos vas a estar unos días, pero como sos menor, vamos a arreglar para que te manden a tu casa. 

Recordó el negro Uriondo, sentado en el bar de Corrientes, que escuchó las sirenas de Año Nuevo en el momento en que se abrían las compuertas del Penal de Villa Urquiza, en la capital tucumana, y entraban los cinco detenidos. 

Cuando lo llevaron de vuelta a Santiago, el resto de los Uturuncos seguía preso, o todavía deambulando por el cerro. 

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En los días posteriores a su muerte varios recordaron al Negro Uriondo. Su nombre salió del perfil bajo que habitaba. En Twitter le dedicaron despedidas sentidas sus amigos Jorge Asis, el Tata Yoffre, y el Círculo de Legisladores, una institución donde trabajó en sus últimos años. Durante la pandemia se había dedicado a cantar y tocar la guitarra y el bombo por Youtube. Hay decenas de videos de tangos y chacareras del Negro Uriondo en internet. Pero seguía rosqueando en política: 

-Estuvimos ayer en una reunión para lanzar un partido del Peronismo Republicano, queremos proyectarlo a Miguel Pichetto -me contó aquella tarde en el bar. 

-Pero Pichetto estaba con Cambiemos -le recriminé, como si ya fuéramos amigos, después de las horas de charla. Era el efecto que causaba el hombre.

-Pero los partidos están destruidos -me contestó. -Hay que recuperar el peronismo. 

-¿Y el peronismo qué es para usted?

Silencio. Pensó un instante. 

Con la mirada de perro batata perdida en el tiempo, volvió a Perón. Regresó a la residencia de Gaspar Campos, en aquel encuentro en que vio por única vez al General: 

-Cuando nos despedimos para irnos de aquella reunión, yo agarré el pucho que había fumado Perón. Me lo llevé. Y lo tuve años en un sobre, como un amuleto. Hace poco, cuando tuve un infarto y me internaron, estuve un tiempo afuera de casa. Alguien entró a  limpiar y lo tiraron. Los quería matar. 

EP/CC