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Opinión

Subí al taxi, nena

Rolando Rivas

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“¡Qué maravillosamente atorranta es por la noche la calle Corrientes!”. Así escribía Roberto Arlt en sus Aguafuertes porteñas. Lo que nunca hubiera imaginado Arlt es ver en alguna esquina de la avenida a chicos y chicas con el cogote mirando para abajo una pantalla luminosa que les avisa cuándo un coche los pasa a buscar. Salir del médico, del café, del teatro, de la cita, del apuro. Una calle como Corrientes, un semáforo cualquiera, la mano levantada en busca del “libre”… y nada. Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Pero los taxis no. Quizá esa sea la imagen de la memoria futura de estos meses, del empaste en la ¿salida? de la Pandemia –el “todo cambia” que no nombramos–. Volvimos a la ciudad, volvieron las actividades en colegios, fábricas, bancos, boliches, oficinas, negocios y hasta legaron las cenas de fin de año. No sabíamos que nos habíamos quedado sin taxis.

Hablás con taxistas y hay coincidencia en la situación (“hay más trabajo porque es la misma actividad de antes pero con menos autos”). Las explicaciones del “faltan taxis” se superponen. Con la pandemia muchos taxistas –sobre todo, los más grandes– se jubilaron, se quedaron en la casa y no salieron más –aunque las licencias, que eran un resguardo de salida, se pulverizaron–. Las restricciones afectaron la rentabilidad. Hoy quienes manejan son en su mayoría dueños. Ser peón ya no es negocio. “El alquiler de un auto está alrededor de 3.500 pesos por día, más llenarle el tanque, más morfi, así que para estar en cero son muchísimas horas de laburo y la diferencia que queda para el que conduce es muy poca”, explican. “Con esa cuenta conviene pagar la cuota de un auto usado y bajar la aplicación”. El horario nocturno, históricamente, era el más cubierto por peones: por eso, en parte, todavía es más difícil que de día conseguir un taxi. Los precios del alquiler tampoco pueden bajar tanto más porque con la inflación el mantenimiento tiene costos altos. “Lo que desaparecen entonces son las mandatarias: tienen cadáveres del año pasado en los que no se sube nadie”. Pero el gran vértice del problema son las aplicaciones. Un conductor lo redondea así: “La modernidad echó a los taxistas”. Cuando las aplicaciones llegaron a partir de 2016 al país, la gente que siguió tomando exclusivamente taxi fue gente grande, o fiel al taxi de toda la vida. “Primero las aplicaciones destruyeron al taxi y ahora, como funcionan por oferta y demanda, un viaje corto de noche puede costar el triple”. 

La historia del transporte es la historia de las ciudades. El capitalismo viaja en taxi. El origen se remota al siglo XIX, con la primera ley de patentes para los carruajes de alquiler, después recordados como “mateos” por la popularidad de la obra de Discépolo. Leandro N. Alem, el padre del radicalismo, se suicidó arriba de un carruaje camino al Club del Progreso. La llegada del tranvía primero y del colectivo después transformaron la circulación. En las primeras décadas del siglo XX, el “yiro” nace como la forma de nombrar las clásicas vueltas para levantar pasajeros. Eva Perón fundó el Sindicato de Taxistas Argentinos en 1950. El perfume urbano se transpira en el taxi: Nueva York tiene los suyos, Londres, México, y así. En 1966 una ordenanza instauró el clásico negro y amarillo que distingue desde entonces la carrocería porteña. Esos colores viajan en las fotos “turísticas”. Los años setenta son también los años del taxi común. El modelo Siam Di Tella o el Ford Falcon. La época de la clásica telenovela Rolando Rivas, taxista

La diferencia entre el costo del transporte público y el del taxi es tan alta que algo del sentarse en un carruaje un poco persistió cuando alguien se echa en el asiento del fondo –justificado por la lluvia, la hora, alguna vez en la vida la “fiaca” arltiana–. Para quien maneja tenía su cosa de rey –aunque en las épocas de crisis fuera de bastos–, se bajaba a comer, era servido, su cafecito, el precio diferencial para lavar el auto; esas atenciones. La ciudad que conocíamos era la de los porteros y de los taxistas. Sus amos negros. Guardaban sus secretos. Ejercían esas relaciones de poder. Un conductor dice “manejo un taxi pero no soy taxista”. Una ancha avenida del medio: quienes ganan un ingreso como trabajadores independientes, quienes con las crisis colgaron el título para salir a laburar. Argentina tenía ese margen: te echan, agarrás el taxi. Ese resorte o ese reinado. Quizá por eso la política tiene su filial en el taxi, en esa labia. Cada auto es un Ministerio de Economía. Un chofer explica: “Reconocí todas las etapas del kirchnerismo por la cantidad de cajas de aires acondicionados que veía en la calle al lado de la basura, así sabés cuándo hay plata y cuándo no”. 

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Los que manejan se junan entre sí: los más familieros que no se quieren meter en ninguna, los que no usan GPS –el gran cambio ante el viejo reclamo “me estás paseando”–. Todavía circulan taxistas míticos que escarbás un cachito y son conocidos por sus historias. Las diferencias del día –el tráfico, las encerradas, los bocinazos– con las de la noche –más inseguridad–. “Se subió una pareja con un bebé en un hospital y al final me desvalijaron, no tuve ni para el peaje de la vuelta”. “La inseguridad en el taxi es brava. La última vez que me robaron, hace veinte días, no sé ni cómo llegué a casa, moqueando, no veía y golpeaba con los puños al volante”. “Cuando te pasa, al otro día no sabés a quién levantar”. El taxi activa ese lodo: el relojeo, el cálculo. También de quienes paran. Avisame cuando llegues. Los episodios de violencia tienen una dimensión específica: la violencia de género. Después, la pregunta: ¿hay mujeres taxistas? Que las hay, las hay. Como Mercedes Morán, en Gasoleros. Las mujeres al volante son la otra realeza. “Cuando ven que soy mina, me indican el camino como si no conociera la ciudad”. “Varias veces se desubicaron o la pasé mal y me hice la que me llamaba a mi marido por teléfono”. “Salgo de noche, nadie me jode en mi casa, acá puedo poner la música que quiero”. 

Más charletas, más a regañadientes –con el pudor de “lo que pasa en el taxi, queda en el taxi”– pero las anécdotas se apilan. “Tengo bizarras, risueñas, jodidas, todas”, dicen. “Me contrata un extranjero, voy al mecánico de la mandataria para quedarme tranquilo y cuando estamos paseando en Luján se corta el embriague, era eléctrico mariposa, no tenía reacción. Decido no cobrarle, perder todo el día, y le llamo un remís. Cuando se está por ir, me quiere pagar, no se lo acepto, me lo da igual, y cuando me fijo era el doble. Así que le dejé un champán en el hotel”. “Llevé sin cobrarle a una mujer con su bebé enfermo y al otro día de casualidad la vi de vuelta con el bebé recuperado”. Borracheras que terminan con vómito en el vidrio, el cuento del tío del que fue a buscar la plata y no volvió, participar de cortejos fúnebres de prepo, no saber que se estaba llevando a comprar a un “circuito”. Alguien arriesga que el tiempo de los celulares viene con menos anécdotas, menos misterio. 

Aunque las décadas de cubículo de desconocidos pesan. La fugacidad, el azar, el encuentro, la adrenalina. La sexualidad se subía encima. Escenas de un matrimonio: dime cómo te llevas arriba de un taxi y te diré cómo están. “Una vez levanté una pareja y vi que ella atrás le empezó a hacer sexo oral furiosamente. Desconcertadísimo, seguí manejando. Con disimulo, se quiso agarrar del asiento de adelante mientras seguía y ahí me tocó el hombro, me empieza a acariciar y cuando llegamos me dice ‘¿no querés participar?’”. “Un señor me ofreció pagarme para que me baje y me pasee desnudo por su casa”. “Indirectas de varones, miles”. “Una señora mayor me preguntó qué es el amor, y me quedé hablando cuarenta minutos”. 

Sobre el final de la conversación, un chofer dice: “Hoy en día, con una vuelta a la actividad casi normal en todos los rubros, la gente se pregunta por qué no hay taxis mientras yo me pregunto, entre la abrumadora mayoría de personas que me desean un buen día mezcladas con algunos amigos de lo ajeno, cómo es que sigo manejando un taxi”. Otro taxista remata: “Pasan cosas lindas arriba del coche todavía”. Todos tenemos una historia arriba del taxi. A veces, una historia mínima. Pero cuando hay dos personas arriba de un auto… se enciende un mundo. Así también se encendía una ciudad que, un poquito, se nos está escurriendo entre las manos.

FA

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