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OPINIÓN

Estado versus Mercado, la ¿otra? grieta

Alexis de Tocqueville

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Muchas sobremesas y grupos de WhatsApp se recalentarán este año electoral en la Argentina con la vieja oposición entre Mercado y Estado. Unos subrayarán las virtudes de la economía capitalista, la fuerza innovadora de los negocios, los efectos virtuosos de la competencia, para terminar exaltando a la libertad como bien supremo de la civilización. Otros, en cambio, destacarán la importancia de la intervención estatal, la necesidad de que las acciones privadas sean controladas y orientadas, la capacidad transformadora de las políticas públicas, para concluir que no puede haber humanidad sin una mínima igualdad entre las personas. Alexis de Tocqueville planteaba ya en 1856 que las aspiraciones de la Revolución Francesa se contradicen y tienden a desgarrarse en fuerzas políticas que las oponen.

¿Qué ideales de Mercado y Estado respaldan estos antagonismos? El primero suele referir al espacio donde se produce y circula la riqueza, aquel donde trabajadores, empresarios, comerciantes, financistas, consumidores, guiados por su interés, establecen negociaciones entre sí y, aún sin conocerse, logran ponerse de acuerdo en el precio y los términos del intercambio. Para sus adeptos, el Mercado alienta los esfuerzos individuales y ofrece una coordinación automática -la famosa “mano invisible”- que garantiza a la vez eficiencia y bienestar general. El Estado, por su parte, suele remitir a una comunidad política que se congrega bajo el dominio de ciertos derechos y responsabilidades compartidas, justificadas por el bien común y respaldadas por la autoridad pública. Para sus defensores, solo el Estado puede combatir las arbitrariedades, ofrecer un orden que integre y pacifique a las mayorías, ejercer un poder legítimo respaldado en la superioridad moral y material que le otorga la ley. Dos gigantes que miden sus fuerzas. Dos conjuntos de valores y propósitos que se oponen. Dos preferencias que se reproducen puras, vigorosas, ajenas a la historia.

En algunos momentos críticos, el Mercado parece correr con ventaja. Una de ellas es el respaldo de la ciencia económica dominante. Frente a la incertidumbre y a la hora de disputar razón, las ciencias ocupan una posición singularísima. Sus afirmaciones reclaman una imparcialidad que se niega a otros productos de la cultura. A la vez, esta independencia no les impide participar de la construcción de dispositivos técnicos (desde las vacunas a los planes económicos o las bombas nucleares) que intervienen sobre nosotros, organizan y transforman nuestro mundo. Desde los años setenta, algunas vertientes de la ciencia económica empezaron a afirmar que las sociedades capitalistas pueden funcionar como mercados de competencia perfecta, que para actuar con eficacia los agentes económicos necesitan liberarse de la injerencia pública, que el cálculo, la oferta y la demanda pueden expandirse más allá de las fronteras hasta entonces atribuidas a la economía (de las finanzas a la educación, de las cuotas de contaminación a los vientres subrogados).

La segunda ventaja es que muchas frustraciones no logran encontrar otras alternativas. Como en el desmoronamiento del bloque soviético, muchos terminan resignándose al avance de los mercados, desilusionados por el “Estado realmente existente”. Si no se logra controlar el valor de los alimentos, difícil que se pueda erradicar el hambre y la pobreza; si no hay propiedades que se ofrezcan a los inquilinos ni créditos inmobiliarios a tasas razonables, imposible garantizar el acceso a la vivienda; si los hospitales y las escuelas públicas están de paro o desfinanciadas, se complica ofrecer servicios de calidad; si el propio Estado brinda empleos precarios y no tiene inspectores, las protecciones laborales solo son respetadas cuando hay sindicatos que las defienden. Así, quienes confiaban en los bienes y la intervención pública, defraudados por su ineficacia y persuadidos de su incorregibilidad, concluyen que no hay más opción que moderar los anhelos, reducir las regulaciones y agencias públicas, resistir todo lo que se pueda, a la espera de no se sabe bien qué.

El Estado, ¿frustra? El Mercado, ¿cumple?

Pero si el Estado realmente existente frustra, ¿puede decirse, en cambio, que el Mercado cumple? Por empezar, como recuerdan muchos historiadores y sociólogos económicos, no siempre capitalismo es sinónimo de economía de mercado y menos aún de competencia perfecta. Aunque en los comienzos de una actividad (el diseño de aplicaciones digitales, por caso) haya una diversidad de oferentes, la mayoría de los mercados tiende a la concentración. Sin una intervención estatal que las promueva y las proteja, la relativa libertad e igualdad entre los participantes y la competencia abierta son apenas una etapa, efervescente y creativa tal vez, pero transitoria. Quienes observan actividades -como las finanzas- que se ajustan mejor a estas condiciones concluyen que muchas veces son destructivas e inestables. En su avance, el mercado instrumentaliza al mundo. Sin control, la naturaleza, los trabajadores, los consumidores son solo recursos para obtener ganancias. Solo importan las necesidades si son solventes, sino quedan libradas a su suerte. El desarrollo de ciertas actividades solo se justifica si puede se rentable. Si estas condiciones no existen o las fuerzas del mercado se sacian, fluirán hacia mejores horizontes, desentendiéndose de las consecuencias. Así, incluso permitiendo que las fuerzas del mercado se liberen, y la Argentina de los noventa puede dar cabal prueba de ello, ni el crecimiento, ni el bienestar general están garantizados.

No sorprende entonces que la oposición entre Estado y Mercado se revele incapaz de ofrecer soluciones a los problemas que nos aquejan. Mientras la discusión se estanca encandilada por ideales abstractos, ninguno de los polos se pregunta por el modo específico en que se presenta hoy en la vida de los argentinos. Se atribuye a Adolfo Sturzenegger (el padre de Federico) una frase que preserva todo su valor: “La Argentina es un socialismo sin plan y un capitalismo sin mercado”. Para estimular a las coaliciones que se enfrentarán este año, se abren las grandes preguntas, aquellas que articulan los ideales con proyectos superadores y viables. ¿Con qué Estado, qué plan, qué recursos pueden recomponerse quienes defienden la intervención pública? ¿Con qué actividades económicas, qué capitales y a qué costos están dispuestos a avanzar quienes promueven la economía de mercado?

En su abstracción, la discusión polarizada soslaya que los Estados y capitalismos realmente existentes se complementan y están entretejidos de complicidades. Todos los grandes problemas que nos preocupan, desde la inflación a la sequía, pasando por la violencia del narcotráfico y la deuda enlazan capacidades e impotencias estatales y privadas. No puede haber precios estables sin una moneda confiable; no puede haber autoridad política sin exportaciones sostenidas, no puede haber paz en Rosario sin fuerzas de seguridad eficaces, no pude haber solidez fiscal sin empresas que blanqueen su facturación y paguen impuestos. Parece difícil que un futuro mejor pueda forjarse si todos los actores públicos y privados argentinos están enfrentados y suspendidos en el corto plazo. Las ciencias sociales nos enseñan que no hay Estados sólidos sin economías fuertes, tampoco mercados sin leyes e instituciones estatales que las respalden.

Es cierto que es un año electoral, que los ideales movilizan sentimientos y votantes. El riesgo es que estas banderas se convierten en cáscaras vacías o patrullas perdidas, repetidas sin más correlato en la vida de los argentinos que la catarsis y la resignación.

MH

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