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Opinión

La Selección campeona, la tierra santa y la Argentina federal

El aviso de la "selección federal" en la TV Pública.

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Se suman de a poco. Aparecen primero los de Buenos Aires y sobre las camisetas albicelestes, un cartel con el nombre de cada uno y su ciudad. Mientras se suceden una docena de jugadores, de la pampa rica al conurbano empobrecido, suena Trueno: Si preguntan quién soy, qué llevo, a dónde voy, soy de tierra santa. Después de un chispazo, aparece un porteño. Soy de donde nací, donde voy a morir, mi tierra santa. Llegan entonces los cinco santafecinos, de Rosario, Casilda y Pujato. Luego los cuatro de Córdoba, de Embalse, de Laguna Larga, de Calchín y vuelve a comenzar la canción. Si preguntan quién soy...es el turno de un jugador de Tucumán, de otro de La Pampa y uno más de Neuquén para que sonría al final Lisandro Martínez de Entre Ríos... de tierra santa. Como fondo, van apareciendo con letras mayúsculas las provincias y detrás de ellas se adivina el campo de juego, las gradas de un estadio repleto, la luz de los reflectores. Al final ya están todos, de cuerpo entero, barbudos y lampiños, marrones y pelirrojos, adolescentes y maduros, con Messi y Scaloni apenas más adelante. Y suenan con fuerza los bombos, para que la televisión pública se dé el gusto de subrayar que la Selección Federal está en el canal más federal. Una publicidad del mundial. Una postal argentina. 

La conmoción sigue en las calles y en la canción de Trueno: A veces pierdo, a veces gano. Pero no es en vano morirme por la tierra que amo. En estos días de alegría, la tierra santa es la familia que espera, las ciudades que celebran, los amigos de la infancia, el asado, el mate y el dulce de leche, la forma de pronunciar la “ye”, el perfume de los jazmines, las “s” perdidas por ahí. La tierra argentina es ese mosaico de paisajes que se llenarán de turistas las próximas semanas, orgullosos de un país con todos los climas y colores. La tierra en clave federal viene de lejos y perdura como una comunidad de rituales y sentimientos, como una promesa intacta.

Pero la Argentina federal también es, de tanto en tanto, una fractura expuesta. Lo ha sido esta semana, con la resolución de la Corte Suprema de Justicia de laudar a favor de la ciudad capital en su reclamo por el recorte de la coparticipación. Como si ese fuera el significante complementario del federalismo, como si las pasiones mundialistas yacieran sobre una estructura de cristal de la que dependen todos los poderes del Estado. El de la Justicia y el Ejecutivo, el del Congreso, el de las provincias del Norte grande frente a las del cinturón sojero, el de las patagónicas frente a la potencia demográfica de Buenos Aires, el de la ciudad capital, autónoma y a la vez “de todos los argentinos”. Hace rato que el federalismo gira en torno del tesoro y que los ajustes en la coparticipación son el triángulo de las Bermudas de toda reforma institucional ambiciosa. Como el Aleph, la distribución de los recursos se erige como el principio vital de la nación.

La vicepresidenta también contribuyó en estos días a evidenciar las fracturas federales y las amenazas que conllevan para el pluralismo democrático. Con su decisión de abstenerse de disputar cualquier cargo electivo en 2023, Cristina Fernández de Kirchner no solo abrió el juego para quienes buscan sucederla, en un mismo movimiento puso de manifiesto que existen poderes inexpugnables en la Argentina reciente. Desde la experiencia metropolitana, creemos ver en la grieta la continuidad del bipartidismo. Desde las provincias, la crisis del radicalismo y el peronismo se hace más clara y las coaliciones se arman con socios cambiantes. Claro que el juego es allí mucho menos abierto y dinámico. Mientras algunas provincias como Corrientes, Entre Ríos, Mendoza, Santa Fe y Tucumán prohíben la reelección inmediata de sus gobernadores, en otras, la perpetuación es la norma. En Catamarca, Formosa, San Luis y Salta se observan autoridades con cinco mandatos, al tiempo que en San Juan, La Pampa y Neuquén se detentaron cuatro. Ante semejante reproducción, algunos argumentan con Edward Gibson que existen “autoritarismos subnacionales en países democráticos”. Otros subrayan que, con una dinámica política nacional impredecible, es lógico que muchos gobernadores separen su calendario electoral del de la nación para blindarse en los territorios que controlan. 

¿Acaso no fue siempre así? Eso podría pensarse en esta Argentina del eterno retorno donde, tras los festejos y las tensiones, volveremos a un equilibrio federal sin mayores novedades. Los medios de comunicación de masas y las discusiones de café podrán reconcentrar su energía en torno de la Casa Rosada. El espectáculo metropolitano del oficialismo y la oposición no escatimará esfuerzos propinándose puñetazos en este cuadrilátero embarrado al que se asocia cada vez más a “la” clase política. 

Pero el federalismo argentino no fue siempre el mismo. Cuando se toma distancia, la erosión reciente de la nación se evidencia menos como falta de liderazgo que como una larga herencia neoliberal. La centralidad de la presidencia fue una tarea laboriosa de dirigentes como Roca, Yrigoyen o Perón, que priorizaron las potestades de la nación sobre el arbitrio de las provincias. Fueron ellos quienes ampliaron los servicios y las prestaciones del Estado nacional: del Ejército al sistema de salud y la educación pública, del Registro civil a las obras de transporte e infraestructura, de la expansión del Banco Nación a la universalización de la seguridad social, de las empresas nacionales de energía, aviación y telecomunicaciones a la regulación de muchos mercados. En contraposición, gobernadores e intendentes tenían menos funciones y poco poder. Si hacía falta, las intervenciones provinciales expresaban la capacidad disciplinadora del centro. 

Desde el derrocamiento de Perón en 1955, pero sobre todo a partir de 1976 y 1989, todo cambió. La privatización de las empresas públicas, la desregulación de los mercados y la descentralización de funciones estatales fragmentó el poder que ejercía la presidencia ante gobernadores con mayor autonomía. Desde entonces, las provincias gestionan la educación, la salud y la asistencia pública de sus ciudadanos. La reforma de la Constitución en 1994 las hizo, además, árbitros de la explotación de sus recursos naturales. Difícil saber cuánto las esperanzas de una mayor sensibilidad regional se honraron en este pasaje. Sin financiamiento previsible, apuntalamiento técnico ni interés y control de otros argentinos, cada elite provincial pudo decidir más al tiempo que sus habitantes quedaban más librados a su suerte. 

Esta nueva división del trabajo entre nación y provincias apenas se revirtió en los primeros tres lustros del siglo XXI con un Ejecutivo Nacional acaudalado y generoso. También con la voluntad de establecer criterios comunes y organizar “consejos federales” para consensuarlos. La Casa Rosada sigue reteniendo claro la potestad de intervenir sobre la orientación macroeconómica, de emitir moneda y endeudar a la nación. Sin eficacia ni recursos, su conducción se desacredita y se vuelve más limitada. 

Cuando se acallen los festejos y se restablezcan los acuerdos, una vieja complicidad seguirá sedimentando. De un lado, un poder central hipervisible pero devaluado que se desentiende de ciertas potestades y las descentraliza a los niveles intermedios. Del otro, distintos poderes institucionales que pujan por apropiarse de recursos, para hacer luego con ellos según su juicio y conveniencia. En este acuerdo tácito, la presidencia puede contentarse con una notoriedad cada vez más vacía; las provincias, con el ejercicio de poderes discretos, perimetrados, protegidos y por eso, más fuertes y discrecionales.

La selección argentina pudo ser federal por una alquimia de pasiones populares, escuelas y clubes de barrio, cazadores de talentos, negocios millonarios y liderazgo. Sin ellos, la Scaloneta no hubiera sido posible. Como esas condiciones escasean, la Argentina federal es cada vez más una yuxtaposición de provincias. Hoy cada universidad, cada ministerio provincial, cada fuerza de seguridad, cada tribunal juega su juego como si la ciencia, el alfabeto, la pobreza, el crimen pudieran enfrentarse de manera descentralizada y con particularidades regionales irreductibles. A menos que se desplacen a la capital, los pampeanos no pueden competir con los cordobeses ni los santafesinos con los tucumanos. Y sobre todo, son pocas las oportunidades para encontrarse en un espacio que comprenda la especificidad de sus destrezas, que los congregue, los coordine, les permita desplegar todo lo que son capaces de dar. Con esta trama institucional, tal vez haya una Argentina federal. Más allá de los sentimientos y rituales, se vuelve cada vez más ilusoria la idea misma de nación. Si en el fútbol ocurriera lo mismo, Marcos Acuña seguiría jugando en un potrero de Zapala y Julián Álvarez seguiría siendo solo el nombre de una calle de la capital.

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