Hablar de estudios trans y LGTBIQ es hablar de Susan Stryker. La historiadora y teórica estadounidense (Fort Sill, Oklahoma, 1961) salió del armario como mujer trans cuando ya había obtenido su doctorado en Historia por la Universidad californiana de Berkley, lo que le dio la posibilidad casi única de “pensar con el cuerpo”. Convertida en una referente del movimiento y una pionera de las investigaciones sobre las personas trans, Stryker acaba casi de llegar de San Francisco, donde vive, cuando atiende a elDiario.es.
La teórica, profesora emérita de Estudios de Género y de la Mujer y exdirectora del Instituto de Estudios LGTBI de la Universidad de Arizona, visitó España para presentar la edición en español de Cuando hablan los monstruos, que acaba de lanzar la editorial Bellaterra en nuestro país. El libro reúne algunos de sus textos más esenciales y otros difíciles de encontrar hasta ahora escritos a lo largo de tres décadas. En unos días volverá a su Estados Unidos natal, al país dirigido por un presidente, Donald Trump, que al día de hoy marca el paso a la ola global que tiene a las personas como ella en el punto de mira.
Los textos incluidos en Cuando los monstruos hablan combinan elementos políticos y personales –si es que en su caso hay alguna diferencia–. ¿Cómo influyó su experiencia individual como persona trans en su práctica académica?
Yo diría que fue al revés. Ya había estudiado historia y teoría cultural cuando salí del armario como persona trans. Precisamente por eso tenía pocas probabilidades de lograr un empleo, así que lo que había aprendido en la Universidad lo apliqué a lo que supone ser trans. Así que en muchos sentidos siempre he interpretado mi experiencia de ser trans a través de lo personal pero también a través de una lente intelectual histórica y filosófica. Mi punto de vista es en primera persona, pero también es una perspectiva crítica y teórica.
En el texto Renacimiento y Apocalipsis, publicado originalmente en 1994, aseguraba que las personas trans comenzaban a hablar de sus experiencias y que las personas cis empezaban a escucharlas. ¿Y 30 años después?
Diría que sí. En los últimos 30 años hemos hablado de nuestra experiencia y de lo que es estar en el mundo de esta manera. Para muchos de nosotros hubo un gran progreso durante este tiempo, pero en los últimos años nos hemos convertido en un foco de atención negativa. Antes la mayor parte de la opresión o el estigma tenía que ver con la invisibilidad, pero la derecha reaccionaria populista ha descubierto que nuestra vida puede ser utilizada con fines políticos. A veces pienso que es como una película de zombies: nos ignoraron durante mucho tiempo, pero empezamos a hacer ruido y ahora pueden oírnos, saben dónde estamos y empiezan a venir a por nosotros. Sigue siendo un imperativo político hablar, pero ahora es mucho más peligroso que antes.
El pasado mes de abril el Tribunal Supremo de Reino Unido excluyó a las mujeres trans de la definición legal de 'mujer', un cambio impulsado por una parte del movimiento feminista. ¿Las políticas inclusivas con las mujeres trans perjudican a las que no lo son?
No hay nada en ser trans que sea un peligro para otras personas. Las leyes que tratan de segregar a las mujeres trans en diferentes espacios son una forma de criminalizar a toda una categoría de personas. Es la misma lógica que se aplica al racismo: si eres de esta raza eres un peligro para las mujeres. De esta forma se penaliza a todo un colectivo por miedo en lugar de simplemente castigar a quienes cometan actos de violencia contra las mujeres. Expandir el miedo a las personas trans forma parte de una política muy reaccionaria.
¿En qué sentido?
Para mí la medida que define si los feminismos son progresistas es, entre otras cosas, hasta qué punto dan cabida a las perspectivas trans en lugar de a posiciones biológicamente esencialistas, que es lo que defienden estos sectores. Hay quienes dicen que estos no son feministas, pero yo creo que sí lo son. La cuestión es que el feminismo no es siempre y necesariamente un movimiento progresista. De hecho, hay feminismos bastante conservadores que llegan a estar alineados con las políticas que defienden hoy los actores más reaccionarios en vez de basarse en ideas liberadoras opuestas a la violencia estructural que sufren las minorías.
Ha hablado antes de la ola anti derechos LGTBIQ que está en auge a nivel global, un movimiento en el que Estados Unidos es punta de lanza. ¿Hasta dónde va a llegar Donald Trump?
Es muy difícil de predecir. Sin duda es un momento muy peligroso. Estamos viendo negación de asistencia sanitaria y legal, restricciones a los cambios en la documentación o el fin de medidas contra la discriminación en el empleo o la vivienda, por ejemplo. Si no nos movilizamos entre nosotros, nos quitarán cosas y empeorarán mucho nuestras vidas. Hay gente en Estados Unidos hablando abiertamente de eliminar a las personas trans de la vida pública, de hacer imposible ser trans, de criminalizar nuestras vidas... Si no nos resistimos tendremos un futuro muy sombrío por delante.
Esta ofensiva no es un caso excepcional: en varios países de Europa sectores ultra y de extrema derecha presionan para lograr un retroceso de derechos. En algunos de ellos incluso han llegado al poder o tienen amplia representación política. ¿Por qué los derechos LGTBIQ son uno de sus principales objetivos?
Porque representamos la capacidad de vivir más allá de lo que las fuerzas culturales conservadoras aceptan. Hay un paralelismo con los derechos sexuales y reproductivos y el aborto. Estamos diciendo que nuestros cuerpos nos pertenecen a nosotras y a nadie más y que nadie debería ser oprimido por el cuerpo en el que ha nacido o por cómo elige vivir en él.
¿Cómo se desarrolla ese paralelismo al que se refiere?
Para mí la postura trans y feminista tiene mucho que ver con la autonomía corporal y la libertad de expresión: no se trata de negar la biología, pero nosotras, que somos parte de una cultura viva, podemos definir lo que significan nuestros cuerpos. Los derechos LGTBI son parte de un movimiento más amplio por la libertad y la autodeterminación y contra el control del cuerpo por razones económicas o religiosas.
Sus investigaciones han sido claves para rescatar del olvido la revuelta ocurrida en 1966 en la cafetería Compton's de Tenderloin (San Francisco). Fue una movilización pionera contra el acoso policial constante contra las personas trans que tuvo lugar tres años antes de Stonewall. ¿Por qué este último se convirtió en el inicio del movimiento de liberación LGTBIQ?
Por varios motivos. Fue el mismo tipo de revuelta pero Stonewall fue mucho más grande y también porque ocurrió en Nueva York, una ciudad de once millones de personas que está en el centro del arte, la cultura, la política y las finanzas. Atrajo mucha más atención. Además, se mitificó casi de inmediato y a los pocos días quienes participaron en los disturbios eligieron utilizarlo como símbolo de la liberación LGTBQ y su aniversario dio origen al Orgullo.
A una y otra revuelta solo las separan tres años pero ¿había cambiado el caldo de cultivo?
Los disturbios de Compton ocurrieron al principio de una década de cambios en Estados Unidos. Era el momento en el que el movimiento hippie y la contracultura juvenil o el pacifismo estaban despegando mientras que el año de la revuelta, 1966, se fundaron los Panteras Negras. Muchos de los gays y las lesbianas blancas que participaron en Stonewall habían sido inspiradas por los movimientos contra el racismo y precisamente por eso ya en 1969 había mucha más gente que estaba politizada y lista para una política revolucionaria propia. La revuelta de Compton fue una chispa, pero no había todavía suficiente material para que el fuego prendiese.