HISTORIA

De trabajar para Michael Jordan a buscar a su amiga desparecida: las dos vidas de la diseñadora exiliada que fue un éxito en Canadá

La biblioteca de Martha Fernández Ontivero, de 70 años, ocupa una pared entera en su pequeño departamento de la zona de Congreso. Una mitad de los estantes está compuesta por libros como: El dictador, la biografía de Jorge Rafael Videla, escrita por la periodista María Seoane; Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez. Montoneros: la resistencia después del final, de Marisa Sadi. La política y la historia. “Toda mi familia es peronista”, dice Martha, sentada en su comedor, una tarde de verano. “Yo militaba en la Juventud Peronista cuando entré a estudiar Letras en la Facultad de Filosofía en los 70”, cuenta. En la otra mitad de su biblioteca no hay libros sobre política, ni historia. Están escritos en inglés. Uno es sobre la arquitectura de Toronto, la ciudad canadiense. Otro de marketing y diseño. También sobre el cauce de los ríos en Ottawa, la capital de Canadá. Esa diferencia en la biblioteca de Martha ─empleada de la Biblioteca del Congreso─ también marca su vida. Las dos que tuvo.

En una, la de los años ’70 y ’80, cuando se exilió en Canadá tras escapar de la dictadura, y en donde diseñó ropa para una marca de Michael Jordan, mientras otros vestidos suyos deslumbraban las pasarelas de alta costura del país del norte y eran portadas de las principales revistas de modas. En otra, la que intenta preservar hoy, Martha busca a Virginia Brizuela, su amiga de militancia peronista y compañera de trabajo de la Biblioteca del Congreso, desaparecida por la última dictadura militar en 1977. “Mi memoria se disoció entre lo que viví en Canadá y lo que pasaba en Argentina”, cuenta Martha. Por años, una vida bloqueó a la otra. La militancia clandestina en Buenos Aires quedó sesgada por el flash de las fotos en los desfiles y las entrevistas que le hacían. Hasta que un día, Martha recordó y ya no pudo olvidar.

El exilio

Martha entró a trabajar a la Biblioteca del Congreso en 1974. Tenía 21 años, militaba en el peronismo de base y estudiaba Letras en la Universidad de Buenos Aires. En la Biblioteca también trabajaba Virginia Brizuela, estudiante de letras igual que ella. “Virginia venía de una familia conservadora, pero simpatizaba con las causas populares”, cuenta Martha. Ambas se hicieron amigas ese mismo año y, por insistencia de Martha, Virginia comenzó a ir a las marchas y reuniones que organizaba el movimiento peronista. “Compartíamos mucho. Trabajo, facultad, militancia. Hasta conoció a su novio en uno de las reuniones del partido”, recuerda Fernández.

Dos años después, en 1976, tras el golpe de Estado por parte de la Junta Militar, la situación en la Biblioteca del Congreso, como en todos los organismos públicos, se volvió inaguantable. Si para Borges las bibliotecas eran una especie de paraíso, la del Congreso se transformó en un purgatorio. “Llegaron coroneles y sargentos como interventores y empezaron a investigar a todo el personal”, apunta Martha. “Nos encerraban en una oficina y nos hacían preguntas personales y políticas”, agrega Hugo Fasciolo, exempleado del Congreso en aquella época. “A muchos les dieron la baja y los echaban sin justificación”, suma. Otros, sin embargo, tendrían un destino diferente.

Mientras los interventores se ocupaban de investigar al personal y esconder material del tipo “subversivo” en la biblioteca, Martha y Virginia continuaban militando. “Notábamos que cada vez más compañeros pasaban a la clandestinidad”, cuenta Martha. Un día ella y su madre asistieron a una reunión en la Iglesia Santa Cruz, que durante la dictadura funcionó como punto de encuentro entre militantes. Allí, sola, entre los bancos largos, las esperaba la médica Sara Ponti, doctora de la obra social del personal de la Biblioteca e integrante de una organización de izquierda. En 1974, dos años antes, Ponti le había salvado la vida a Martha, tras detectarle un soplo en el corazón durante una consulta. Y en aquella reunión iba a volver a hacerlo. “Estás marcada, Martha”, le dijo la médica en la iglesia. “Te tienen en una lista. Tenes que irte”. Ambas hicieron silencio y se fueron entre balbuceos. No lo sabían, pero esa sería la última vez que hablarían con la médica.

“La doctora Ponti era una persona de confianza”, describe Martha. “Así que le hice caso y empecé a preparar mi exilio”. A los pocos días de aquella reunión, además, los interventores de la Biblioteca le comunicaron a Martha que había quedada cesanteada. Desempleada y con la amenaza latente de grupos de tareas con su nombre en una lista, Martha debía irse pronto. Un conocido suyo se iba para Canadá y decidió que lo acompañaría. La joven militante tuvo que ideárselas para juntar dinero y comprar su pasaje al exilio. Su mamá era modista y tenía una máquina semindustrial. Así que se puso a confeccionar ropa. “Hice 300 polleras escosesas para niñas y las vendí todas”, recuerda Martha. En 1977, con 25 años, aterrizó en la ciudad canadiense de Toronto. De su amiga Virginia Brizuela y la doctora Sara Ponti, no volvería a tener noticias hasta muchos años después.

“Yo siempre sé”

Martha se adaptó rápido al país del norte. Unos amigos que ya estaban allá le hicieron el contacto con una boutique de ropa en una zona exclusiva de Toronto. Su inglés fluido, además, le permitió desenvolverse. Uno de sus primeros trabajos fue el diseño de pantalones de yoga. “Se usaban mucho en los años ’70, la meditación estaba muy de moda”, cuenta ella.

Luego de unos meses, sus prendas, sin que ella lo supiera, empezaron a usarse cada vez más en diferentes desfiles. “De repente me vi trabajando con las marcas de ropa más importantes del país ”, relata Martha, quien empezó a usar su apellido materno para presentarse como diseñadora. “Fernández no encajaba en el mundo de la moda”, explica. Danier, The Leather Ranch, Royal Leather, Haines Canadá, son algunas de las marcas de alta costura que lucieron los diseños de, por aquel entonces, Martha Ontivero.

“Me desconecté de todo lo que estaba pasando en Argentina”, cuenta ella. “Solo me dediqué a diseñar y producir sin pausa”. Una joven sudamericana que llega prácticamente sola a Canadá empieza a marcar tendencia en el mundo de la moda. Fue una noticia que los medios locales no pudieron ignorar. “Spunky Latin Lady” (“Dama latina valiente”, en español), tituló en 1978 la sección de moda de la revista Toronto Life, una de las publicaciones más consumidas de la época. “Don't distress her” (“Nada la angustia a ella”), la presentó la revista Toronto Fashion el mismo año. Ante cada reportaje, las preguntas eran las mismas: ¿cómo sabía ella qué prenda estaría de moda el próximo año? “Yo siempre sabía”, responde Martha. Siempre.

Las modelos le tocaban la puerta de su casa en Toronto para pedirle ropa prestada. Las marcas de maquillaje publicitaban sus desfiles con sus nuevos diseños. Buenos Aires y la militancia clandestina habían quedado atrás.

Fue a mediados de los años '80 que Martha lanzó uno de sus diseños más memorables. El basquetbolista Michael Jordan, por aquel momento máximo ídolo de ese deporte en los Estados Unidos, había lanzado su propia línea de ropa interior. Para instalar la marca en Canadá, los dueños de la marca eligieron a Martha para impulsar su producción. “Tuvimos problemas porque la tela venía de un país asiático que estaba en guerra y no podían exportarla”, recuerda. “Pero lo resolvimos y se vendió muy bien”.

Martha guardó cada recorte en donde una prenda suya salía promocionada. También las entrevistas. Lo tiene en una carpeta negra y vetusta con folios. Pero entre los recortes hay títulos que escapan al mundo de la moda. “Los huérfanos del terror”, tituló el diario Toronto Star en 1998, en una entrevista a hijos de desaparecidos durante la dictadura argentina. “Argentina: los fantasmas de la guerra sucia”, se lee en un recorte del Toronto Sun, dedicado a la historia de un centro clandestino de detención en Buenos Aires. El pasado asaltaba a Martha, aunque ella se empecinara en olvidarlo.

Fue recién en el 2008 que Martha volvió a conectar con sus raíces militantes. Con la llegada de internet, y desde Canadá, intentó buscar a sus amigos de Buenos Aires. Escribió un nombre en el buscador: Virginia Brizuela. Allí se enteró que su amiga y excompañera de trabajo había sido secuestrada y desaparecida en 1976, el mismo año de su exilio. Algo se había destrabado en su memoria. “Esa noticia me hizo como un clic en la cabeza”, cuenta Martha.

En 2015, tras alejarse del mundo de la moda por razones laborales, regresó finalmente al país y se instaló en Buenos Aires. Ese mismo año, fue invitada por la Asociación del Personal Legislativo (APL) a un acto donde se rendía homenaje a los nueve empleados desaparecidos que sufrió el Congreso de la Nación. Entre ellos, Virginia Brizuela y Sara Ponti. De esta última, Martha no recordaba nada. Ni la detección de su enfermedad cardíaca, ni el aviso de que figuraba en una lista de subversivos. En ese acto, sin embargo, sí recordó. “Sara me había salvó la vida dos veces. Me puse a llorar cuando me pude acordar”, confiesa.

Martha continúa trabajando hoy en la Biblioteca del Congreso, mientras busca a su amiga desaparecida. “Le escribí una carta a la familia contándole que me gustaría saber cuál fue el destino de ella, pero no tuve respuesta”, explica. “Pero voy a seguir buscando”, dice. El paradero de Brizuela es desconocido y figura como una de las 30 mil desaparecidas. Sin embargo, en la memoria de Martha ya no hay dos vidas separadas. Solo una. La que ella mantiene viva. La que no puede olvidar.

FLC/DTC