Un pueblo de unos 700 habitantes del norte de España ganó el Gordo de Navidad y, sin embargo, no supo cómo cobrarlo. En Villamanín, una localidad de montaña de la provincia de León, la comisión de fiestas que había vendido participaciones del número premiado reconoció un error: había más papeletas en circulación que décimos reales que las respaldaran (el décimo es el billete oficial de la Lotería de Navidad; vender participaciones no es ilegal ni constituye fraude en España). El resultado fue un acuerdo frágil, una quita del premio y un conflicto que puso en tensión vínculos personales, expectativas económicas y la idea misma de justicia. El episodio, que podría leerse como una anécdota local, funciona en realidad como una endija por la que se ve algo mucho más grande: el Gordo de Navidad como fenómeno social, económico y laboral único en el mundo.
Para entender por qué un sorteo puede generar semejante conmoción —y por qué, al mismo tiempo, logra unir cada año a toda España— conviene explicar primero qué es, exactamente, el Gordo de Navidad. Se trata del principal premio del sorteo anual de la Lotería de Navidad, que reparte miles de millones de euros y se celebra cada 22 de diciembre. El premio mayor es de 4 millones de euros y el Estado paga 400.000 euros por cada décimo del billete cuyo número haya salido sorteado (que en pesos argentinos, al tipo vendedor del euro de la pizarra del Banco Nación de este viernes son unos 700 millones) es decir, por cada décimo oficial de 20 euros. Cuando se dice que “un número ganó el Gordo”, lo que en realidad ocurrió es que cada décimo de ese número obtiene esa suma, que luego se reparte entre quienes lo comparten a través de participaciones. De ahí que un mismo número pueda “caer” en un barrio, una empresa o sólo entre los empleados de su área de ventas o su área de Recursos Humanos, un pueblo entero o cualquier institución pública o privada completa, multiplicando el impacto social del premio.
La dimensión del fenómeno se entiende mejor con un dato básico. España tiene alrededor de 48 millones de habitantes, una población muy similar a la de la Argentina, que ronda los 46 millones. Cada año, decenas de millones de personas participan del sorteo, ya sea comprando un décimo completo o alguna participación compartida. El Gordo atraviesa a la mayor parte de la población adulta y se integra a la vida cotidiana del país.
Como no todo el mundo puede o quiere gastar 20 euros (unos 35.000 pesos argentinos) en un décimo del billete, desde hace décadas existe una práctica informal pero masiva: las participaciones. Son fracciones de un décimo que venden asociaciones, sindicatos, comercios de barrio, escuelas o comisiones de fiestas (grupos de vecinos voluntarios, normalmente del pueblo, que se organizan para armar y financiar las fiestas patronales o de verano). El comprador juega, por ejemplo, cuatro euros al número y deja uno para financiar una actividad colectiva. Legalmente, la participación es un acuerdo privado entre personas: vale solo si detrás hay un décimo real que la respalde. No es un título oficial ni un instrumento financiero, sino una forma socialmente aceptada de repartir un premio potencial.
Ese sistema, basado en la confianza y en la escala pequeña, funciona casi siempre. Funciona porque las participaciones no circulan en abstracto, sino en espacios muy concretos del mundo del trabajo y de la vida cotidiana. Se venden en oficinas de empresas multinacionales —a veces por áreas o divisiones internas—, en pymes donde juegan todos los empleados, en talleres, en fábricas, en hospitales, en escuelas, en sindicatos. También en una farmacia de barrio, en un almacén, en un bar donde el dueño ofrece “el número de la casa” a los clientes habituales. Alguien pasa con una lista, anota nombres, junta el dinero, guarda el décimo en un cajón o en una caja fuerte improvisada. Se discute si el que entró hace poco “entra” o no entra. Se aclara que, si alguien deja el trabajo antes del sorteo, se le devuelve lo que puso o se acuerda que sigue participando igual. Todo eso ocurre en charlas de pasillo, en una pausa para el café, alrededor de una infusión caliente en pleno invierno o, a veces, al final de la jornada, compartiendo un albariño, un rioja o un cava. El Gordo se juega, ante todo, en el trabajo.
Por eso el problema de Villamanín no fue que existieran participaciones —eso es normal— sino que se vendieran más de las que podían respaldarse. El error pasó inadvertido mientras el número no salía premiado. El conflicto apareció cuando apareció el dinero. Y cuando apareció, lo que había que discutir ya no era una ilusión, sino un ingreso concreto.
Ahí el lenguaje cambia. Ya no se habla de suerte, sino de reparto. De quita. De acuerdo. De evitar juicios. De “perder todos un poco”. El conflicto se resolvió —al menos provisoriamente— como se resuelven muchos conflictos laborales: con negociación informal, presión comunitaria y sin acudir a los tribunales, con la idea de que es mejor cobrar menos que no cobrar nada.
Conviene, sin embargo, poner en contexto económico ese conflicto. La quita acordada fue, según los propios términos del arreglo, de entre el 2 y el 3% del premio que correspondía a cada ganador. No es un recorte insignificante, pero tampoco implica que el Gordo haya dejado de cumplir su función: quienes compraron de buena fe su participación o su décimo igual cobrarían y obtendrían ese ingreso extrasalarial que da sentido al ritual. El problema fue menos el monto perdido que el golpe simbólico a la confianza, amplificado por la escala mínima de un pueblo donde todos se conocen y donde cualquier conflicto se vuelve inevitablemente personal.
Ese punto es clave para entender por qué el Gordo importa tanto en el mundo del trabajo. El sorteo no interpela a grandes patrimonios ni a quienes viven de ingresos financieros. Interpela a trabajadores, cuentapropistas, jubilados. A personas para las cuales el salario ya no garantiza ascenso social ni estabilidad a largo plazo. Esto pasa en España; en la Argentina ya no alcanza ni para superar el umbral de la pobreza. El Gordo en España no se juega como inversión: se juega como posibilidad. Como un ingreso extrasalarial que, aunque improbable, es legítimo imaginar. Y esa imaginación no es individual: es colectiva.
A diferencia de otras loterías, el Gordo se juega en grupo. El número de la oficina, del taller, del hospital, del sindicato, de la escuela. El de la empresa multinacional donde cada departamento compra una participación. El de la pyme donde juegan todos, desde el dueño hasta el último incorporado. La compra del décimo o de la participación es una acción mínima, repetida por millones, que no distingue jerarquías ni ideologías. Todos hacen lo mismo. Todos esperan lo mismo. Nadie compite con nadie. Si toca en un lugar, no pierde otro. En términos laborales, el Gordo no premia mérito ni esfuerzo: redistribuye azar.
Eso explica por qué el sorteo atraviesa toda España, incluso comunidades con identidades propias muy fuertes como Cataluña o el País Vasco. El Gordo no pide adhesión política ni identidad nacional explícita. No representa al gobierno de turno ni a una idea militante de país. Es un ritual laico, previo a la política, que no divide. Comprar un décimo no es un gesto ideológico; es una forma de no quedarse afuera de una experiencia compartida. Por eso nadie lo boicotea.
También explica por qué no existe algo igual en otros países con economías estables. En Francia, Estados Unidos, Chile o Uruguay hay sorteos grandes y confiables, pero no hay un evento anual que combine acción colectiva, estabilidad institucional y aceptación cultural del azar. En muchos lugares, el juego está moralmente estigmatizado o confinado a espacios específicos. En España, en cambio, el azar convive sin culpa con el trabajo y una sociedad entera.
En la Argentina, el contraste es evidente. No existe un sorteo nacional con esa estabilidad ni ese consenso. La inflación, la fragmentación institucional y la historia de cambios de reglas impiden que una lotería funcione como ancla simbólica. El lugar que en España ocupa el Gordo lo ocupa, de otro modo, el fútbol; más concretamente, la Selección en el Mundial: una pasión colectiva que suspende diferencias, organiza el calendario emocional y permite que una sociedad se piense junta. Pero mientras el fútbol une a través de la competencia y la épica, el Gordo une a través del reparto y la posibilidad compartida.
Villamanín mostró el límite del sistema: cuando el azar se vuelve demasiado real, la confianza se tensiona. Pero también mostró su potencia. Frente a un error millonario, una comunidad pequeña eligió negociar, repartir la pérdida y evitar la judicialización. No es poca cosa. En un mundo del trabajo cada vez más fragmentado, donde el ingreso es incierto y la negociación colectiva se debilita, el Gordo de Navidad sigue funcionando —con todas sus contradicciones— como un raro dispositivo de igualdad simbólica.
No garantiza justicia. No corrige desigualdades estructurales. Pero una vez al año permite que millones de trabajadores imaginen lo mismo al mismo tiempo: que la suerte, por una vez, también puede jugar a favor de ellos.
JJD