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Escribo bajo los temblores de la fiebre

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Escribo bajo los efectos de la fiebre. Van veinticuatro horas de piel picante. Una mano extraña aparece de repente, resbala desde la nuca y se detiene. La mano toca un pliegue de carne, la media que dibuja el peso del busto, mis vértices romos. Es una mano fría que acaricia y dice: “No, ahora no”. La fiebre está en esos detalles. Levantar temperatura, calentarse. Fuego. Ardor. El lunes, cuando empezó esto, sentí que levitaba mientras caminaba al subte, en Corrientes y Callao. Tener fiebre y evitar el reposo es como si el cuerpo se hubiera mudado. Deambular por la casa con fiebre es pensar lento, fragmentado. Escribo bajo los temblores de la fiebre. Hoy no habrá en este texto ningún punto de apoyo.

Sobre Ángeles

Eran los últimos días de diciembre de 2018. Estaba en Pinamar con mi amiga Juli. Pasaríamos el Año Nuevo juntas. Ella debía cubrir la temporada de verano para el diario que nos empleaba a ambas en ese momento y yo la acompañaría esos días. Recuerdo la tarde en que acostada en la camita que me asigné, le dije a Juli que dejara todo lo que estaba haciendo y me escuchara. Recuerdo que llovía. Y recuerdo perfectamente el párrafo que leí en voz alta.

Era este: “Yo tenía el culo y las tetas y el rubio enloquecedor con un peinado natural, para que no se notara que era peluquera. Me vestía con ropa ajustada, buena ropa, combinaba bien, me bañaba dos veces por día, me lavaba los dientes cada dos horas y me limpiaba la cara con leche de limpieza. Usaba desodorante vaginal, antitranspirante importado; comía mal y fumaba estratégicamente. Tenía gracia para fumar, con mis manos largas y la boca con brillito, daba bocanadas amplias y exhalaba el humo fino, finito, triste. A veces me ponía nerviosa. Los pelos de Menem y los de Zulemita me ponían nerviosa. No me alcanzó para darme cuenta, me alcanzó para un dos ambientes, eso sí”.

Las líneas son de Ángeles Salvador, de su primera novela, El papel preponderante del oxígeno. No tuve trato personal con Ángeles, pero mi admiración era absoluta. Publicó un texto estupendo en revista Aguinaldo, su diario de la cuarentena mientras estábamos en la Fase 1. Escribió en medio de la confusión social. En octubre pasado publicó La última fiesta. Lo compré apenas salió a la venta y lo terminé en dos tardes. Las protagonistas de El papel… y de La última fiesta vuelven cada tanto, mientras hago cosas muy simples como ducharme, esperar el colectivo o lavar los platos. Los textos que permanecen son los textos que no se olvidan. Los que están al acecho.

A propósito de esto: no presten libros. No los presten, no se los van a devolver. Cuando estén tentados de prestar uno porque están seguros de que este-libro-es-para-tal-persona, digan “no”. Eso me pasó con La última fiesta. Lamento mucho darlo por perdido. Lo lamento porque subrayo con lápiz mientras leo, porque marco las páginas, porque tomo notas en los márgenes. No se trata del libro. No es que tengo que desapegarme de unas cuantas páginas. La cuestión es que en otro lugar que no es mi casa quedó algo de mí, cosas que me revelan. Por ejemplo, esta frase (estoy segurísima de que es esa) enmarcada y relacionada a las parejas: “El amor es ir creciendo y encajando, ir creciendo y encajando…”. 

La fiebre me tiene suspendida. Ando primitiva, a tientas. Diría que apenas digna, pero soy dueña de mi intimidad. Tengo un cuarto propio y acá soy silvestre y salvaje y capaz de decir que “no me anda la cámara” si me piden un Zoom. Con el termómetro bajo la axila supe de la muerte de Ángeles Salvador. Ella tenía 50 años. Yo, al momento de la noticia, tenía 38.7 grados, el cerebro blando como una medusa y las articulaciones crocantes. 

Un rato después del shock, llegó el sosiego. Es que soy muy fan de la vergüenza ajena. A mí la vergüenza ajena me convoca. Quiero decir: acercarme a esa fiebre que no es mía, sino de los que hacen equilibrio sobre la medianera del ridículo o la solemnidad. La sensación es espectacular y al mismo tiempo me genera muchísimo rechazo. Esa podría ser una definición de la palabra “irresistible”.

Bueno. Babeante, me dediqué a leer los pésames en Twitter. El necro-tuit ya es un género en sí mismo. Descarto todo porque todo es obvio. Nada de ahí me conmueve. Pero esto sí, esta bellísima despedida que la pareja de Salvador, el periodista Miguel Wiñazki, escribió en elDiarioARIr creciendo, ir encajando. El amor. Gratitud con Ángeles por su escritura.

Sobre Natalia

Una hora después de la noticia de la muerte de la escritora, me entero de que la Corte Suprema de Justicia de la Nación rechazó el pedido que hizo Natalia Denegri hace seis años y que pasó por dos instancias de apelación. La ex “chica Coppola”, ahora celebritie en Miami y madre de familia, quería que Google desindexara su nombre de algunos vídeos que aparecían en Internet. Eran imágenes de sus apariciones en el programa de Mauro Viale, Mediodía con Mauro, en 1996. Bueno, Denegri va a tener que apelar en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, porque para los jueces no existe el “derecho al olvido” -del que no hay legislación en el país- en su demanda y porque más arriba que el Máximo Tribunal no hay nada en la Argentina.

Abombada por la fiebre, leí el fallo, saqué una nota rápido, y después una más completaLa sentencia de la Corte también implica, de alguna manera, un cierre para mí. Es que desde 2020 cada vez que escribo “Natalia Denegri” en una nota cae una carta documento o una advertencia del abogado al medio que me emplee en ese momento -antes Clarín, ahora elDiarioAR- o un WhatsApp de alguien que dice ser “una amiga” de Denegri, que asegura que hay hostigamiento de mi parte y pide que levantemos algo del texto ya publicado. 

A fines de octubre de 2020, uno de los abogados Denegri, Martín Leguizamón, me inició una demanda por “daños y perjuicios”. Era a cuenta de una nota de tapa que publiqué en revista VivaHubo dos audiencias de mediación en las que decidí no acordar e ir a juicio. Sigo esperando que muevan ellos. Hasta diciembre tienen tiempo para iniciar la demanda formal en la Justicia.

La carta documento me amargó muchísimo. Primero porque nunca antes me había pasado. Después, porque no hubo errores en mi trabajo de producción y escritura del texto. Un tiempo después entendí que la maniobra de Denegri y sus abogados, todos mediáticos, es de disciplinamiento y silenciamiento hacía mí -vamos, no soy tan importante-, y por eso, extensiva al gremio al que pertenezco. Ella, ellos, que insistieron ante la Corte Suprema que su pedido de ninguna manera atentaba contra la libertad de expresión.

Creo que Denegri “ya ganó”de las 32 urls que pidió a la Justicia que Google bajara, solo dos videos están todavía online. El resto desapareció. Y según Google no fue la compañía la que desindexó el contenido. La nota que firmé y por la cual me iniciaron una demanda no está disponible en la web de Clarín desde febrero del año pasado. No hay registro en la Web de la última nota que escribí en el medio para el que trabajé 16 años. Eso me pone muy triste. Hay más sobre esto, pero será tema de un próximo #GraciasPorVenir.

En fin. Ahora son las nueve de la noche. Es el cuarto paracetamol. El termómetro no llega a 39 pero tampoco baja de 37.5. No es sudor. Tampoco es humedad. Es como si los poros se abrieran como diques. Me duele la ingle. Tengo los ojos empañados, la garganta como la corteza de un árbol. La fiebre sabe a metal. Galopa el corazón. El pecho es una canoa mecida por el río. Se me fue el día frente al teclado. Estoy lejos de mi centro de gravedad. Yo quiero que pase el invierno. 

VDM

Escribo bajo los efectos de la fiebre. Van veinticuatro horas de piel picante. Una mano extraña aparece de repente, resbala desde la nuca y se detiene. La mano toca un pliegue de carne, la media que dibuja el peso del busto, mis vértices romos. Es una mano fría que acaricia y dice: “No, ahora no”. La fiebre está en esos detalles. Levantar temperatura, calentarse. Fuego. Ardor. El lunes, cuando empezó esto, sentí que levitaba mientras caminaba al subte, en Corrientes y Callao. Tener fiebre y evitar el reposo es como si el cuerpo se hubiera mudado. Deambular por la casa con fiebre es pensar lento, fragmentado. Escribo bajo los temblores de la fiebre. Hoy no habrá en este texto ningún punto de apoyo.

Sobre Ángeles