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Colectivero, papá y dos veces viudo: “Desde el hospital, mi esposa me enseñó a usar el lavarropas”

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Hay una anécdota que a mi papá le gusta mucho contar, o mejor, que yo cuente. Yo ya tenía veintipico de años, trabajaba y vivía sola, y me había ido de viaje a Bolivia con una amiga por un mes. Nos habían recomendado que visitáramos Coroico, un valle de vegetación exuberante y temperaturas amables cerca de la fría La Paz, que provee a la capital de frutas y verduras. Había un problema: el camino que llegaba a Coroico se conocía popularmente como “La ruta de la muerte”, el rumor entre los argentinos que habían ido era que se caía un micro por semana por un camino de cornisa estrechísimo y a mi me daba mucho miedo ese viaje. Decidí entonces llamar a mi padre por teléfono antes de salir, ya con los pasajes, probablemente buscando su visto bueno o malo. Cuando le expliqué dónde estaba por ir me largué a llorar, diciéndole que el viaje era extremadamente peligroso, que se caía un micro por semana y todo el resto de las cosas. Mi papá me preguntó si mi amiga Mariana tenía tanto miedo como yo. Le dije que no. Entonces me dijo que si ella no tenía miedo y quería ir, yo tenía que ir también.

Mi papá no sabía qué era Coroico, pero quiso darme seguridad y que no me pierda algo por temor. Supongo que cuando tenés hijos grandes, la crianza se reduce a calibrar el exacto miedo que les transmitís a ellos sobre las cosas. Y en este caso le salió bien porque mi minibus llegó a destino y la pasamos muy bien ahí. (Aunque más tarde supo que, en efecto, era una ruta mundialmente conocida por su peligro y confesó que de haberlo sabido no me habría alentado a ir).

No sé exactamente por qué en ese momento de miedo, siendo ya adulta, solo quise hablar con mi papá. En parte tiene que ver con el lugar que van ocupando las personas que te rodean, una información que se va infiltrando de manera sutil desde la infancia: quién es quién en la familia, qué función cumple cada cual y cómo se arman esos vínculos.

Ahí caben dinámicas domésticas y también el contexto social y el marco regulatorio. Tenemos la sensación de que los padres están cambiando, aunque la distribución del cuidado sigue siendo muy poco equitativa y la legislación todavía nos debe mucho para que la responsabilidad de personas gestantes y no gestantes sea algo más simétrica. Eso dice mucho de cómo se definen públicamente esos roles.

Un proyecto de ley en las puertas del Congreso pide extender las raquíticas licencias de paternidad que hoy son de 2 días para el sector privado, 5 para el público a nivel nacional y 0 días para la mitad de las personas que trabajan, que están en el sector informal. (A propósito, vean la campaña de UNICEF, el Equipo Latinoamericano de Justicia y Género –ELA– y Paternar en donde diferentes padres dan cuenta de lo importante que es para ellos poder cuidar y la necesidad de que se amplíen las licencias).

Mientras que se empuja una agenda de cuidados más igualitaria, cada familia organiza como puede la vida doméstica puertas adentro. A veces, hay situaciones que implican un volantazo respecto de cómo se venían dando las cosas hasta ese momento. La historia de Gastón es una prueba de eso. También de cómo una familia puede armarse de nuevo después de golpes extremadamente tristes.

Gastón es colectivero hace 16 años, técnico mecánico de formación, y vive en una casa que fue construyendo –y está construyendo todavía– con sus propias manos en el Norte del Gran Buenos Aires, cerca de San Miguel. Tiene 46 años, un gesto serio, como concentrado, que se combina con los piercings que lleva en su cara. Cuando se relaja, sonríe seguido. 

Todavía se acuerda de cuando no lavaba un plato o de cuando llegaba de su trabajo después de un largo día e iba regando el living con su ropa: las zapatillas por un lado, la campera por otro, las medias por otro. Mágicamente, en minutos todo volvía a relucir. Dice que solía ser algo demandante, además: “Yo me iba a trabajar a las dos y media de la mañana y cuando llegaba quería sí o sí que mi mujer y mis hijos estuvieran en mi casa. Quería verlos ese rato al mediodía cuando volvía. Después, que hagan lo que quieran”. Todas las reglas y la columna vertebral de su vida se desmoronaron casi de un día para el otro. La mamá de sus hijos empezó a sentirse mal, la llevó a consultar con un médico, y recibió el diagnóstico de un cáncer fulminante por el que murió a los dos meses, con menos de 40 años. 

Desde el hospital, ella ya lo empezó a instruir: cómo se usaba el lavarropas, cuáles eran las comidas favoritas de los chicos. “Me iba metiendo en el tema”, dice. 

Gastón se quedó con su grandísima tristeza y también la de sus hijos, que entonces tenían 7 y 3 años. Y con una licencia en su trabajo tuvo que reiniciar la organización de su casa y de su vida, hacer cosas que nunca había hecho y contener a sus hijos. Aunque en realidad, con el más chiquito, me cuenta, reflexivo, ya había ejercido un rol muy presente cuando era un bebé: “En ese momento, no nos alcanzaba con un solo sueldo, entonces mi mujer había decidido ponerse a estudiar para que pudiera buscar un trabajo bueno y así tener dos sueldos. Cuando mi hijo menor tenía un mes, ella me lo dejaba cuando yo volvía de trabajar y se iba a la facultad hasta las diez de la noche: yo aprendí a darle mamadera, cambiarle los pañales, dormirlo, estábamos muchas horas juntos”. 

La plata siempre había sido un tema y había que elegir prioridades: o terminar la casa o irse de vacaciones. Gastón se emociona mucho –y es imposible no acompañarlo– cuando cuenta que en un momento se cansó de poner todo lo que ganaba en la casa y que entonces decidieron empezar a usar esa plata para vacaciones. Hoy, sus hijos tienen en esas fotos y videos familiares un reservorio de recuerdos eternos en la computadora.

Gastón no quedó viudo solo una vez. Después de la muerte de la mamá de sus hijos se encontró con una mujer de la que se enamoró perdidamente, sabiendo que estaba en tratamiento, otra vez, por cáncer. Y ella murió en 2019. Los chicos volvieron a perder a una mujer a la que habían llegado a llamar mamá.

Lo que emergió las dos veces fue una red cálida de familiares: su “mamá” y sus “hermanas” –que es en realidad su hermana mayor y sus sobrinas– forman parte de la vida de sus hijos de manera cotidiana. Los tres se despiertan a las cinco y media de la mañana, desayunan, y Gastón deja a sus hijos a media cuadra, en la casa de su hermana, que es quien los lleva al colegio. Son ellas las que le dieron y le dan una mano enorme: por ejemplo, están en los “chat de mamis” de cada uno de sus hijos. “Yo estoy en el colectivo, no puedo leer el celular”, dice Gastón, con una sonrisa pícara. “Al principio ellas me ayudaron muchísimo a organizarme y ahora también”. 

Gastón está acostumbrado a que lo biológico no determine los vínculos: su propia mamá murió cuando él tenía 5 años y su papá no estaba muy presente; en cambio, su hermana mayor y su marido fueron para él un papá y una mamá. 

La pandemia fue dramática para sostener esa red en un momento en que la muerte de su segunda esposa todavía era reciente. Gastón, expuesto en el colectivo a centenares de personas por día, tenía miedo de llevar el virus a la casa y, a partir de ahí, contagiar a sus hermanas y mamá. Durante un tiempo, las familias se aislaron y con escuelas y otros establecimientos cerrados, los hijos de Gastón tuvieron que pasar varias horas por día solos, algo que sucedió en muchas familias a nivel global debido a las restricciones de la pandemia. Encontraron una forma de hacer funcionar la red virtualmente: las hermanas-vecinas monitoreaban a los chicos con un sistema de cámaras que sigue en pie hoy y estaban atentas a que todo estuviera bien. También, en los momentos de aislamiento más estricto, dejaban comida en la puerta.

A Gastón se lo ve enérgico, hacendoso y también cansado. Su hijo mayor está en las puertas de la adolescencia y confiesa que su crianza le resulta desafiante. Muy rápido cuando enviudó entendió todo lo que hacía su esposa, pero así como dice que es “una madre y un padre”, también cree que esos roles están definidos y que hay cosas que él no puede hacer porque no es “una madre”. 

–Aprendí la energía que te saca un chico. Que venís de la calle y por ejemplo querés tener sexo con tu mujer y a veces mi mujer no quería y yo me enojaba. Y cuando me quedé solo con los chicos entendí que los chicos te sacan toda la energía y lo único que querés a la noche es dormir. Es tanto el cansancio y la fatiga que uno tiene en el cuerpo.

¿Qué sentis que te falta? 

–Paciencia. Mucha. Porque me desgastan. Por más que yo le ponga mucho amor de mi parte, no tengo la facultad de ser madre. La madre es diferente. Yo aprendí a los ponchazos todo. Si vos tenés mamá, tu mamá te va a pedir las cosas 20 veces y las 20 veces con amor. Yo te voy a pedir tres veces, y a la cuarta ya me desbordé. No tengo la paciencia que tienen las madres. Yo sé que eso está mal. Mi hijo me reclama que yo estoy con cara de enojado, no estoy enojado, es mi cansancio. Yo no pretendo que laven nada, si tomaron el café llevá la taza a la bacha, esas cosas me desbordan porque yo en vez de llegar a mi casa después de trabajar a descansar y a charlar con ellos, me tengo que poner a limpiar. Después de limpiar les tengo que pedir por favor que hagan la tarea. Y ahí es cuando mi cansancio no da más. Necesitaría una persona que me ayude, una niñera. Pero ahí estamos hablando de otros números, y no alcanza. 

Gastón cuenta también que hay varones que han quedado viudos con hijos chicos que se le acercaron para conversar con él acerca de cómo se hace: “Yo les dije que había que tener mucha fortaleza, y que había que hacer las cosas que uno siente. No hay nada escrito. Y no vas a llorar una vez, vas a llorar mil veces, y si es necesario llorar delante de tus hijos hacelo. Y si ellos quieren llorar con vos, llorá con ellos, porque es lo único que va a sanar. Porque si vos te guardás todo eso te hace mal a vos y les hace mal a los chicos también”. 

Se nota que le gusta estar con sus hijos. Ven películas, juegan al tenis, juegan juegos de mesa. Y habla de ellos y los cita en la conversación permanentemente. Cuenta lo que disfruta y también lo que le gustaría: “Yo lo que más valoro en la vida es verlos bien y lo que más me gustaría es que sean exitosos en la vida, que todas las posibilidades que les estoy dando –y que me rompo el alma– sepan disfrutarlas en el futuro. Que sean buena gente. Que sean diez veces mejores que yo”.

"No vas a llorar una vez, vas a llorar mil veces, y si es necesario llorar delante de tus hijos hacelo. Y si ellos quieren llorar con vos, llorá con ellos. Porque si vos te guardás todo eso te hace mal a vos y les hace mal a los chicos también"

En el coche, mientras volvía a mi casa, procesaba el relato de Gastón. Más de una vez me dijo que si él hubiera enviudado sin hijos no le habría resultado tan difícil ese huracán físico y emocional que vino después, pero a la vez que son ellos los que lo obligan a tener fortaleza. En definitiva, creés que los hijos desordenan pero al final te ordenan un mundo que quedó patas para arriba. 

El aleatorio de Spotify me leyó la mente y me entregó una canción del musical Hamilton que no había escuchado antes. Se llama Dear Theodosia, y en ella Aaron Burr, vicepresidente de Thomas Jefferson, y su archienemigo Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, con una sensibilidad muy contemporánea dudosamente aplicada a personajes del siglo dieciocho, les cantan a su hija y a su hijo respectivamente. 

Mi padre no estuvo

Yo te juro que voy a estar

Voy a hacer lo que haga falta (voy a cometer un millón de errores)

Voy a hacer que el mundo sea sano y salvo para vos. 

Pienso en Gastón –pienso en mi papá también–, y en todos los padres que intentan crear mundos sanos y salvos para sus hijos, aunque sea en caminos de cornisa. 

NS

Hay una anécdota que a mi papá le gusta mucho contar, o mejor, que yo cuente. Yo ya tenía veintipico de años, trabajaba y vivía sola, y me había ido de viaje a Bolivia con una amiga por un mes. Nos habían recomendado que visitáramos Coroico, un valle de vegetación exuberante y temperaturas amables cerca de la fría La Paz, que provee a la capital de frutas y verduras. Había un problema: el camino que llegaba a Coroico se conocía popularmente como “La ruta de la muerte”, el rumor entre los argentinos que habían ido era que se caía un micro por semana por un camino de cornisa estrechísimo y a mi me daba mucho miedo ese viaje. Decidí entonces llamar a mi padre por teléfono antes de salir, ya con los pasajes, probablemente buscando su visto bueno o malo. Cuando le expliqué dónde estaba por ir me largué a llorar, diciéndole que el viaje era extremadamente peligroso, que se caía un micro por semana y todo el resto de las cosas. Mi papá me preguntó si mi amiga Mariana tenía tanto miedo como yo. Le dije que no. Entonces me dijo que si ella no tenía miedo y quería ir, yo tenía que ir también.

Mi papá no sabía qué era Coroico, pero quiso darme seguridad y que no me pierda algo por temor. Supongo que cuando tenés hijos grandes, la crianza se reduce a calibrar el exacto miedo que les transmitís a ellos sobre las cosas. Y en este caso le salió bien porque mi minibus llegó a destino y la pasamos muy bien ahí. (Aunque más tarde supo que, en efecto, era una ruta mundialmente conocida por su peligro y confesó que de haberlo sabido no me habría alentado a ir).