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Castigos aleccionadores y billetera cuidada: el manual de conducción de Juan R. Riquelme

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Boca acaba de contratar a Sergio Romero, ex arquero de la Selección, donde supo convertirse en héroe a pedido de su compañero Javier Mascherano, en una definición por penales contra Holanda durante el Mundial 2014. Aquel episodio es quizá su principal capital simbólico, el que lo mantiene en la memoria feliz de los argentinos, incluidos los de Boca. Claro que los brillos de esa actuación –que alcanzó rango épico gracias a la recordada frase oracular de Mascherano– contrasta con su presente. 

A los 35 años, luego de pasar por el Venezia de Italia, arrastra una inactividad de varios meses, en los que se operó una rodilla y cumplió con el correspondiente período de recuperación. Sus frases derrochan optimismo, pero Boca seguramente tendrá que esperar un tiempo hasta que su longilínea figura goce de la plenitud indispensable para plantarse bajo semejante arco.  

La llegada de Chiquito es el as que extrajo de la manga la dirigencia para tapar el enorme agujero que significa la salida de Agustín Rossi, otro héroe, solo que contemporáneo, consagrado también como tal por su intuición en los penales. El cambio de figuritas, hasta acá, no parece estar saliendo del todo bien. Los hinchas, de distintos modos, hicieron saber su preferencia por Rossi, a quien, por la confiabilidad largamente demostrada, les gustaría seguir viendo como titular. Pero Rossi ha caído en desgracia. Los chispazos provocados por la renovación de su contrato y el cierre abrupto de esas tratativas son la demostración más fresca del drástico modelo de gestión de Juan Román Riquelme –vicepresidente plenipotenciario desde fines de 2019– y su guardia pretoriana, el Consejo de Fútbol, en el que se alinean tras el jefe algunas glorias de menor calibre: el Patrón Bermúdez, Chelo Delgado, Raúl Cascini y Chicho Serna. 

Según quejas repetidas –algunas públicas, otras privadas–, Riquelme y sus muchachos son reticentes a la franela de la negociación y llevan a las reuniones ofertas a carpeta cerrada, que no admiten peros. Ofertas que no se pueden rechazar. O que es mejor no rechazar para evitar una temporada en la estepa siberiana. Al margen de sus maneras tajantes, la brigada riquelmista aduce que aspira a un presupuesto sustentable. Y esa racionalidad económica no puede ser alterada por las pretensiones de ninguna estrella fugaz. Primero la patria, luego Boca y por último los futbolistas. Jorge Ameal –presidente testimonial– convalidó lo actuado durante la escaramuza con Rossi y señaló, con cierto dramatismo, que el dinero reclamado por el arquero para extender su vínculo habría detonado la quiebra –dijo quiebra, sí– del club. 

La obstinación en el cuidado de la chequera, atendible en un fútbol de cifras obscenas y delirios dolarizados, se complementa, según el manual de conducción de Riquelme, con el castigo aleccionador. A Carlos Izquierdoz (hoy en Sporting de Gijón), un jugador maduro, lo pusieron en penitencia delante de todos en el partido ante San Lorenzo. Le calzaron la pechera de suplente por haber discutido de dinero en un momento inoportuno. Un gesto de autoridad para que tomaran nota el plantel y sus aspirantes a delegados. Las represalias escolares pueden resultar apenas anecdóticas, siempre y cuando no conspiren contra la tesorería. Pero la rigidez de la patronal boquense ha derivado en torpezas más de una vez. Y en pérdidas millonarias que, aunque no figuran en los asientos contables, no son por eso menos graves. Además de contradecir la cruzada oficial contra el derroche. 

El caso más flagrante ocurrió en 2020, cuando hubo que sentarse a definir el contrato del joven lateral derecho Nahuel Molina, quien venía de curtirse en Rosario Central –y antes en Defensa y Justicia–, clubes en los que había revistado a préstamo. Como Molina no aceptó la propuesta inamovible del Consejo de Fútbol, lo colgaron. Poco después, ya como jugador libre, firmó para Udinese y comenzó así un veloz ciclo virtuoso, en el que fue convocado a la Selección y finalmente transferido al Atlético de Madrid, que pagó por su pase alrededor de 26 millones de euros. A Boca le tocarán apenas 700 mil, en su calidad de club formador. Una propina. El padre de Molina comparó a los laderos de Riquelme con un rottweiler, perro fiero si los hay. “Negocian como jugaban ellos, como jugaban Cascini y Bermúdez, te comen los sesos. No escuchan, se piensan que somos nada”, rezongó a micrófono abierto. 

Paradoja o estricta coherencia, cuando estaba del otro lado del mostrador, Riquelme protagonizó una extensa secuencia de confrontaciones con las sucesivas dirigencias precisamente por dinero. Souvenir de esa época es la imborrable imagen de su festejo como el Topo Gigio, modo que eligió para protestar por el magro sueldo que, según él, le pagaba Mauricio Macri. Fue en 2001, durante un Boca-River. En 2010, su otro archienemigo, Daniel Angelici, renunció a su cargo de tesorero porque no estaba de acuerdo con el contrato astronómico que Boca estaba por concederle a Román. 

Hábil administrador de gestos y palabras, Riquelme siempre se las ingenió para conseguir el respaldo de la hinchada, tanto en esa clase de disputas como en los muchos roces que tuvo con colegas y entrenadores. Lista a la que no escapa Maradona. De a poco, Román construyó un liderazgo sui generis. Gracias a una mezcla de exquisitos pases gol, declaraciones milimétricamente dosificadas a periodistas amigos y largos silencios, vestigios de la timidez irreductible de sus orígenes, cuando era un recién llegado al fútbol grande y resultaba imposible arrancarle siquiera una frase para decorar un reportaje.  

Los desplantes de divo eran el emergente esporádico de su conducta más bien discreta. Román operaba más cómodo en la intimidad del vestuario. Frente a la multitud, le bastó con su enorme talento para ganarse el lugar de máximo ídolo en la historia del club. Un ídolo parco, de talante serio. Tal como se lo ve por estos días en el palco, aferrado a su mate. Más que dispuesto a celebrar goles, parece dado a la auditoría de sus subordinados. A contarles las costillas. Tal vez desorienta su rostro ceñudo. Y el tipo en realidad está feliz. Es difícil saberlo: el carisma de Riquelme es resistente a las interpretaciones convencionales. 

El apoyo de los hinchas al depuesto Agustín Rossi acaso refleje que las técnicas que Riquelme utilizaba como jugador no son igualmente efectivas como dirigente. Ahora no puede confiar en la seducción de su pegada prodigiosa, ya no es el número diez. No hay embrujo que compense el descontento en un instante. Román permanece en el centro del santuario xeneize por su historia, pero el fútbol es la dictadura del presente, de los partidos y campeonatos ganados hoy mismo. Riquelme obtuvo nada menos que cuatro títulos desde que asumió como dirigente, pero las ambiciones de Boca apuntan a la Libertadores, de la que quedó eliminado hace poco más de un mes. 

La gestión quizá le exija atributos novedosos. Por ejemplo, flexibilidad para negociar y capacidad de retractación. Insumos impensables en los viejos buenos tiempos de narcisismo blindado. Aunque no sea cierto, Riquelme tal vez deba convencerse de que, en esta etapa, las estrellas –y el patrimonio a custodiar– son los otros, los que salen a jugar.

AC