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Lecturas

El Hambre

El hambre, de Martín Caparrós

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Y los viruses

La vuelta de la historia, en estos días, se llama pandemia. Cuando creíamos que nada cambiaba, que nada cambiaría por un tiempo largo, un virus más o menos chino se metió en nuestras vidas. Y supimos, de un solo golpe, que no sabíamos. Era lo primero que teníamos que saber –y no lo sabíamos.

Nos creíamos tan poderosos y un virus nos deshizo. En un mundo tan fragmentado que se llama a sí mismo global, la primera experiencia realmente globalizada sirvió para mostrarnos que vivíamos engañados. Todo se hizo corona –o covid o el virus o la peste o pandemia. Todo, esa cosa que no sabemos siquiera cómo nombrar. ¿No es desolador que lo único relevante que le pasó a nuestra generación sea el producto de la combinación azarosa de un murciélago y un microorganismo? ¿No es humillante, un tantito humillante? ¿No nos creíamos un poco más que eso? Un ínfimo imprevisto nos cambió las vidas. Empezamos, entonces, a vivir para el miedo.

Estuvimos encerrados, muertos de miedo, vivos de miedo, sin más recursos que dejar de hacer lo que hacíamos, de ser lo que éramos –y esperar que la suerte no fuese dura con nosotros. Vivimos acurrucados, atrincherados, temiendo al enemigo, rodeados por metáforas de guerra. Vivimos en un mundo bajo asedio, con costumbres distintas, esperanzas distintas, el mismo miedo viejo.

Vivimos para el miedo. 

El miedo ya se había instalado, hace veinte o treinta años, como la lente con que miramos el futuro, nuestros presentes, nuestras vidas. Estaba allí; desde un segundo plano definía las perspectivas, las ideas. Hasta que, de pronto, a principios de 2020, el más antiguo, el más tradicional, el más productivo de los miedos –el miedo a la muerte– pasó a ser la razón decisiva.

Somos el miedo. No hay nada más natural que el miedo. Cualquier animal tiene miedo; por el miedo dejamos de ser animales y buscamos las formas de evitarlo: acumular comida para combatir el miedo al hambre, domesticar el fuego para calmar el miedo a los ataques, inventar dioses para engañar el miedo a la muerte, y así de seguido. La pandemia puso en evidencia lo que, por habitual, por acostumbrado, no solemos ver: que mucho de lo que hacemos –las religiones, las ciencias, los grupos, los amores– sigue siendo un tributo al miedo de la muerte. De pronto todo –todo– lo que hacíamos venía de ese miedo.

Fue casi un alivio: esto es lo que hay, la amenaza está clara, el resto queda silenciado, hay que ocuparse de sobrevivir, seguir viviendo, seguir vivos, un objetivo simple. O eso nos dicen, nos decimos.  

Aprendimos de golpe –recordamos– la importancia de sobrevivir. Hicimos lo que nos dijeran para sobrevivir, para salvarnos. Volvimos a ser lo que fuimos hace milenios, lo que somos en los momentos más extremos: unidades mínimas de supervivencia, individuos intentando persistir. Te ponen frente a la inmediatez de la muerte y pierdes las formas. Vives simulando que está lejos; de pronto no se pudo. La vida estaba en otra parte; la muerte, allí muy cerca.

Durante meses nos despertamos cada mañana con las cifras de los muertos, las historias de los muertos, los ecos de los muertos: la muerte en la cabeza. Hicimos todo lo que hicimos todos esos meses por el miedo a la muerte, por la muerte. Para una cultura que se dedica a ocultarla fue un fracaso extraordinario –y habrá que ver cómo nos cambia. Ahora la sabemos, de esa manera física en que se saben pocas cosas. No está claro que podamos deshacernos de ella, volver a ser empecinados ignorantes. 

No sé si esto nos hizo o nos hará más receptivos al sufrimiento de los que apenas pueden. Sí sé que estos meses de pandemia multiplicaron esos sufrimientos. Y que, también, corrieron muchos velos: nos obligaron a mirar.

Fue –provisoriamente– un poco más difícil hacerse los boludos. 

(Y nuestras sociedades, la persistencia de nuestras sociedades depende, en general, de que logremos hacernos los boludos.) 

Los llamados empezaron a fines de abril, o quizás en los primeros días de mayo. Eran radios, sobre todo, en esos días de confinamiento, o algún programa de televisión por zoom o por skype, y querían preguntarme qué pensaba sobre el aumento del hambre que traería la pandemia. Me sorprendieron, porque hacía mucho que nadie me preguntaba nada sobre el hambre. Pero resulta que la FAO había vuelto a atacar con sus cifras y eso, entonces, inducía las preguntas.

–¿Qué opina de esos cálculos que dicen que habrá entre ochenta y ciento treinta millones de hambrientos…?

Ya sabemos que los números de la FAO son tan dudosos pero que, al mismo tiempo, son los únicos. Por eso no les hice mucho caso cuando publicaron que “una estimación preliminar sugiere que la pandemia puede agregar entre 83 y 132 millones de personas al número total de desnutridos del mundo”. Pero los periodistas, confiados, confinados, sí lo hicieron y empezaron a llamarme para preguntarme por ese dato que, pese a todo, les había llamado la atención. Eran, a fin de cuentas, como cien millones de personas.

–¿Y por qué se preocupan ahora por cien millones más cuando hace tres meses no se preocupaban por los 800 millones que están pasando hambre siempre? ¿No les parece un poco hipócrita?

Les contesté más de una vez. Lo siento, pero me cabreó. Pensé que quizás se trataba de su idea de “noticia”: que esos 800 millones siguieran allí no era nada nuevo; en cambio la aparición de millones más lo era. Quizá fuese nuestra incapacidad para contar lo que no sucedió dos días atrás, para hacer del mundo en que vivimos una explosión de historias. O si acaso cinismo puro y duro: con algo hay que llenar la pantallita y esto podría impresionar al público y mostrarnos como buenas personas preocupadas. Hasta que busqué el comunicado de la FAO y lo volví a mirar. Allí –aunque ninguno de los periodistas que me llamaron la citó– yacía agazapada la razón brutal: “Pockets of food insecurity may appear in countries and population groups that were not traditionally affected”, decía: que unos “bolsillos de inseguridad alimentaria –burocratés a tope– pueden aparecer en países y grupos de población que no eran tradicionalmente afectados” –por el hambre, se entiende.

Allí sí había una clave –y es, probablemente, una de las claves de la pandemia–: que, así como empezó a morirse gente que antes no se moría, empezarían a pasar hambre personas que antes no. Que, por acción y efecto de los viruses, el hambre podría perder, en ciertos casos, su característica principal: ser algo que les pasa siempre a otros.  

En las calles de Madrid, donde ahora paro, hay colas de personas que piden alimentos. Muchos de ellos, cuentan, nunca antes pidieron comida –pero se han quedado sin trabajo, sin ahorros, sin reservas o ayudas y no les queda otra. Dicen que unas 250.000 personas reciben ayudas alimentarias en Madrid, uno de cada quince habitantes de la capital de uno de los quince países más ricos del mundo. Dicen, también, que en Nueva York ya pasan del millón y medio.

La demanda se dispara, la oferta no acompaña. La emergencia tiene un doble efecto: por un lado, algunos que no solían pedir ahora lo hacen y, por otro, algunos que querrían dar ahora no pueden. Pero algunos que no solían ayudar ahora lo intentan.  

La situación se deteriora, y te dicen que es culpa del coronavirus. Es y no es. El virus no causa nada: agudiza, si acaso, los problemas existentes, desigualdades existentes, pobrezas existentes. Desvela, revela, lleva al límite: es el leve empujón que desbarranca a los que sobrevivían en el borde.

El corona empezó con una aureola de igualdad: nos atacaba –nos ataca– a todos. Pero rápidamente la desigualdad empezó a manifestarse con fuerza, con brutalidad. Estaba, para empezar, la desigualdad fundamental entre los que podían darse el triste lujo de encerrarse –no trabajar o trabajar encerrados– y los que no, los que debían salir a la calle a buscarse la vida. Es decir: los que se aburrían e inquietaban y asustaban pero sabían que todo consistía en armarse de paciencia, y los que sabían que si eso seguía así ya no sabrían más nada.

Y estaba la desigualdad básica de tener que confinarse cuatro o cinco en un piso de sesenta metros o siete u ocho en un ranchito o cuantos fueran en una casa con jardín. Y la desigualdad de estar moderna y abundantemente conectado e informado o tener que enterarse de alguna cosa cada tanto. Y la desigualdad de saber que si te enfermabas tenías que ir a tentar la suerte a un hospital colmado y mal provisto o tenías “derecho” a una atención cuidada y moderna porque lo has pagado –lo que te ofrece incluso la opción de reclamar, porque el cliente, a diferencia del ciudadano, siempre tiene razón.

Y estaba la desigualdad de poder comprar las mascarillas y alcoholes y remedios necesarios, o no poder comprarlos. Y la desigualdad entre los que debían trabajar en contacto con personas –sanitarios, cajeros de supermercado, policías, choferes– y los que no. Y los que podían convertir su trabajo en teletrabajo y los que no. Y los que podían desplazarse seguros en sus propios coches y los que debían amontonarse en un transporte público, y había tantas más diferencias y desigualdades y cada una de ellas tenía dos facetas: la desigualdad social, entre personas de distinta clase en un mismo país, y la desigualdad nacional, en que todos los habitantes de un país tenían ventajas sobre los de otros.

Y, por supuesto, la desigualdad más bruta, más primaria: tener o no tener comida. 

Queda dicho: las cifras del hambre no son fiables. Pero, pese a todo, estaba claro que, tras una disminución a principios de la década pasada, la cantidad de hambrientos empezó a aumentar en 2014 o 2015: se debió, en general, a la baja de los precios de las materias primas, que complicó las economías de los países pobres que las producen en Latinoamérica o en África, y a otros reveses económicos. Así estábamos, en esa caída leve pero sostenida, preocupante, cuando la crisis del corona mandó todo al carajo: decenas de millones de personas dejaron de comer lo suficiente.

Y, queda dicho: son los de siempre pero no solo los de siempre. La movida no tiene muchos precedentes. Por eso es difícil prever adónde va; hoy, noviembre 2020, no se puede ver dónde nos lleva. Más allá de mi cólera, cien millones de personas que empiezan a pasar hambre casi de repente es un desastre pocas veces visto. Muy pocas veces visto. Va a producir efectos, va a tener consecuencias.

Cuáles, es la pregunta decisiva. 

¿Nos servirá para aprender, para intentar cambiar? ¿Les servirá a los estados para reafirmar su necesidad –y su poder extraordinario? ¿Sabremos reclamarles que se ocupen en serio de los que lo precisan? ¿Será posible que lo hagan sin aumentar sus coacciones? ¿Podremos sacudirnos el imperio del miedo? ¿Nos asustaremos aún más cuando veamos que faltan tantas cosas o saldremos a buscarlas por los medios que sean? ¿Habrá más libertades, más represión, más comprensión, más aspereza? ¿Habrá más hambre? ¿Habrá pelea?

¿Será el principio de algo o será el fin de nada? 

Estamos, como siempre, en una encrucijada.

 

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