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Opinion

Entre gorilas y mandriles

El presidente Javier Mile en una imagen de archivo, en la conferencia del Conservative Political Action Conference (CPAC) en Brasil.

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La Argentina se enreda en sus primates: monos y monos y más monos que se disputan el trono tan mono de su res –cada vez menos– pública. 

Hay palabras, sabemos, hay palabras. Una palabra fortuita atravesó la Argentina por décadas. La palabra gorila fue un azar: cuentan que la usaba en 1955 un programa de radio, La revista dislocada, para deshacer culpas. Ante cualquier sorpresa o contratiempo, alguno de los cómicos decía “deben ser los gorilas, deben ser”, y el chiste de la ficción se instaló en el chiste de la realidad: muchos lo usaron para nombrar sin nombrarlos a los militares que preparaban, clandestinos, su golpe contra el general Perón: deben ser los gorilas, deben ser.

La palabra, al principio, no entrañaba ofensa: como quien dice los marcianos, un alma mala, un pene en pena, vaya usté a saber. Retomada por los peronistas se volvió un insulto hacia todo aquel que no lo fuera –y más si era más o menos rico, más o menos conserva. Resultó un bautismo afortunado: años después, media Ñamérica decía gorila para decir militar represor, empresario canalla, cura buchón, dama de la beneficencia y toda esa caterva.

Pero volvamos a sus creadores: ya a mediados del siglo pasado Perón y los peronistas, en su papel de madres putativas de los diversos populismos, entendían que esos movimientos necesitan más que el agua un enemigo. Sin un programa claro, sin vínculos precisos, nada une más que un enemigo. ¿Quiénes somos nosotros? Nosotros somos los que peleamos contra esos. ¿Qué queremos nosotros? Nosotros queremos lo contrario que esos. ¿Qué haremos nosotros? Nosotros les vamos a ganar a esos. El peronismo acertó al llamarlos gorilas: la imagen de este primer primate es primitiva, tosca pero potente, bruta; constituye sin duda un rival temible, poderoso, uno que requiere los mayores esfuerzos para combatirlo. Y así fue como el peronismo ya se ha pasado tantos años en esa santa lid, luchando contra los gorilas.

Pero cada cual tiene el enemigo que puede o se merece. El populismo que ahora gobierna –digamos– la Argentina, a instancias de su jefe, proclama cada vez que puede su batalla contra un primate nuevo. Nadie sabe por qué la mayoría de las metáforas del señor presidente argentino remiten al sexo anal, la pedofilia, la zoofilia. No es nuestro trabajo saberlo, grasiadió: está claro que conviene cuidarse todo lo posible de esa mente rebosante de niños envaselinados, culos rotos y animales berreando. Pero, aunque habla de todos ellos y de varios más, el señor Milei ha construido como su enemigo principal a los mandriles.

Mandril lo llaman sus amigos; los demás, en cambio, respetuosos, Mandrillus sphinx. El Sphinx suele vivir en África y es un animal mediano, unos 50 kilos, esos andares bamboleantes, un pelaje de diversos marrones, su cara fea de cabreado y dientes disuasorios, pero lo que le ha ganado su lugar en la patria es su tremenda popa roja. El señor presidente, en su inmensa clarividencia y su ínfima –¿íntima?– debilidad, llama a alguien mandril para informar, con la más suave de la sutilezas, que ha penetrado su ano las veces necesarias para darle ese tono bermellón que identifica al animal de marras: que lo ha sopapeado, sometido, socavado y sojuzgado.

No vale la pena en estas líneas debatir ese esputo de la tradición judeocristiana según la cual la persona –el hombre– que introduce su miembro en cuerpo ajeno está humillando a la persona introducida. Es una noción que, pese a su evidente desprestigio, sigue presente en las mentes de muchos primitivos –aunque ahora se llame, para su calentura, violación. Pero lo que importa resaltar es la audacia del señor presidente, que ha dado un paso de gigante, una voltereta de acróbata laosiana en la caracterización populista del contrario. Del gorila al mandril el cambio es decisivo: ese enemigo necesario para sostener la estructura propia ya no es alguien amenazador, un peligro que urge enfrentar, un desafío, sino alguien derrotado y humillado, los desechos de uno que no estaba a la altura. Entre el enemigo amenazante y el enemigo despreciado el salto es un mortal de cuatro vueltas y un pompón de plumas.

En el populismo mandrilista –¿o será mandrilero?– no se trata de convocar a la lucha sino de festejar que ya la hemos ganado, que el jefe ya la ha ganado por nosotros. La idea huele al joven Trump –“pase lo que pase, vos siempre decí que ganaste”– y es, sin duda, un paso más en la construcción de la realidad alternativa: si los populismos clásicos necesitaban armarse ese enemigo temible para compactar fuerzas y seguir peleando, los mandrileros estiran su relato para decir que, en su magno triunfo, ahora el enemigo no es más que un mono con el culo roto –y los propios se solazan en la gloria de habérselo rompido.

Es puro triunfalismo anal generalizado: los seguidores del señor Milei le elogian “su frescura, que no se guarda nada”. Lo cual lleva a pensar que muchos sí retienen ideas o palabras semejantes, que querrían decirlas pero, por ahora, no se atreven, y se conforman con que él exprese el odio, la humillación al otro, la violación como triunfo que festejar a gritos. (Y entonces el presidente teme, quizá, quedarse solo y, hace unos días, en una frase inolvidable, les reclama más: “La gente no odia lo suficiente a los periodistas”, les dijo, como quien exige una mandrilización más intensa, más extensa, como quien se decepciona porque sus súbditos no violan suficiente.)

Y sin embargo el ataque contra los mandriles –el relato de su derrota– es incesante, y allí acecha el peligro de esta nueva fórmula, innovadora como pocas: el atacante debe controlar la frecuencia e intensidad de sus asaltos ya que, al presentar como enemigo a un despojo bien rojo, corre el riesgo de que su insistencia sea percibida como aprovechamiento, un encono empecinado y cobarde que te lleva a patear al rival ya caído. (Aunque sea obvio que el señor presidente no correrá ese riesgo: su inteligencia, su control de sí mismo lo hacen imposible.)

Son detalles. La cruda, inflamada realidad es que la teoría política contemporánea necesitaba una actualización. Y que, como tantas otras veces, el señor Milei se la ha metido.

MC/DTC

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