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La igualdad en emergencia. Derecho al cuidado en América Latina

El cuidado es un concepto polisémico, que involucra al trabajo y que ha sido delegado a las mujeres a lo largo de los siglos.

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La pandemia de covid-19, iniciada en 2020, dejó en evidencia una serie de situaciones preexistentes que van desde el agotamiento de los recursos naturales, el cambio climático, la emergencia ambiental, la pobreza, la informalidad laboral, la pérdida de capacidades institucionales, el acceso a la vivienda y a la infraestructura básica, hasta las violencias, los machismos y múltiples situaciones que comprometen el ejercicio de derechos humanos de las personas. En primer lugar, porque la crisis sanitaria tensionó el sistema económico, político y social en todos sus niveles, incluido el sistema patriarcal y su corolario: la división sexual del trabajo y de los cuidados, con patrones fuertemente heteronormativos. En segundo lugar, porque a una desigualdad estructural previa, la pandemia le aportó un profundo grado de incertidumbre, de imprevisión en el manejo de la crisis, miedos y afectaciones a la salud mental que demandaron ágiles prescripciones globales sobre cómo atravesarla. En tercer lugar, porque el covid-19 produjo nuevos patrones de desigualdad y de asimetría en su tratamiento, debido a que las respuestas de las políticas públicas operaron sobre un terreno generizado, con medidas que lejos de ser neutrales interseccionan distintas situaciones de desigualdad y vulnerabilidad, y cuyos efectos se dieron tanto a nivel individual como colectivo.

Valga como ejemplo el tan esperado desarrollo de la vacuna, que desnudó los problemas de acceso y de distribución, los intereses políticos, económicos y corporativos, así como las debilidades estatales para garantizarla a toda la población, en una suerte de “geopolítica de las vacunas” que dejó desamparadas a millones de personas en el mundo y mostró de manera descarnada las nuevas facetas del capitalismo.

También la pandemia puso en evidencia los problemas de las democracias contemporáneas, sobre todo en América Latina que, entre otros fenómenos, atraviesa una crisis de representación y una creciente desconfianza hacia los sistemas políticos, en un contexto de endeudamiento externo cada vez mayor, algunos retrocesos en materia democrática, el surgimiento de fundamentalismos religiosos y violaciones de derechos humanos. Frente a la idea inicial de que la pandemia traería oportunidades de cambio, la experiencia vivida dejó en claro la dificultad de transformar los nudos críticos y las diversas tramas de la desigualdad. Y es precisamente en este marco donde emergió como nunca antes el valor del cuidado, su uso como estrategia comunicacional, pero sobre todo como la principal medida de prevención y tratamiento durante la pandemia. Se trata de un concepto polisémico, que involucra al trabajo y que ha sido delegado a las mujeres a lo largo de los siglos. El cuidado cuenta con una prolífica elaboración teórica y empírica de larga data, y es una de las reivindicaciones históricas de los movimientos feministas. Pero además de ser un trabajo principalmente no remunerado, produce valor económico, impacta de manera directa en la economía monetaria y garantiza la sostenibilidad de la vida. A su vez, el cuidado fue reconocido como un derecho humano de cada persona, considerando el derecho a cuidar, a ser cuidado y al autocuidado.

La situación vivida durante la pandemia muestra que la invisibilización histórica del cuidado marcó profundamente las rela- ciones sociales y políticas: cuando eventualmente salió a la luz de manera global, su valorización como tarea central para la sostenibilidad de la vida duró muy poco y rápidamente se diluyó, sin que al interior de los hogares o a nivel social se analizara la urgencia de su tratamiento y distribución. En suma, el uso del concepto de “cuidado” se universalizó, y las familias, las organizaciones sociales y comunitarias (OSC), el mercado y el Estado lo vienen asumiendo de diversas maneras, pero poco preocupan todavía las formas y a costa de quién(es) se resuelve, cómo se distribuye y se garantiza en tanto derecho. Y este es el aspecto que busco desarrollar en este capítulo, desde una metodología transversal e interdisciplinaria, a partir del enfoque de género y de derechos humanos. En el primer caso, porque la perspectiva de género contribuye a identificar la estructura de poder existente y las asimetrías que consecuentemente se construyen para jerarquizar las relaciones entre los sexos e identidades sexuales diversas. En el segundo caso, porque el enfoque de derechos humanos establece la conexión e interdependencia entre las obligaciones existentes en pactos y tratados internacionales y las políticas públicas. Ambos enfoques permiten identificar la configuración de las políticas e instituciones públicas y las relaciones sociales que se construyen atravesadas por estructuras de poder, que, respecto de los cuidados, son constitutivas de la vida y afectan a todas las personas.

Un concepto sólido, un uso líquido

Los estudios feministas recuperaron la importancia de las tareas cuidado, pero dado su carácter polisémico su conceptualización fue un elemento que se utilizó para mantenerlo oculto. Sin embargo, hay acuerdo en considerar que el cuidado refiere a todas aquellas actividades indispensables para satisfacer las necesidades básicas de la existencia y reproducción de las personas, brindándoles los elementos físicos, subjetivos y simbólicos que les permiten desarrollarse y vivir cotidianamente. El cuidado abarca un amplio espectro que incluye el cuidado directo de otras personas, sobre todo de aquellas que, por la edad o por capacidades –como el caso de niñas, niños y adolescentes (NNA), personas mayores o con discapacidad, o de quienes se encuentran enfermas–, no pue- den proporcionárselo por sí mismas. Pero también contempla a aquellas personas que se proveen su propio cuidado. Al mismo tiempo, comprende una serie de actividades que van desde la provisión de las precondiciones en que se realiza el cuidado (limpieza, preparación y compra de alimentos, higiene, entre otras), la coordinación del cuidado (horarios, traslados a centros de salud o a establecimientos educativos), hasta los recursos económicos, de infraestructura y de tiempo que requiere asumirlos. A su vez, y en la medida en que se rige por lógicas de intercambio, se inserta en relaciones de poder y se establecen configuraciones problemáticas que interpelan de manera directa el vínculo entre lo privado y lo público, tan largamente estudiado por el feminismo.

Al respecto, vale recuperar los aportes de Celia Amorós cuando señala que, en la polis griega, las mujeres fueron excluidas del contrato social ya que no se las consideraba, como a los varones, ciudadanas: por su capacidad reproductiva, se las ubicaba en un ámbito distinto al de estos. En consecuencia, en la esfera pública los ciudadanos varones se encontraban entre sí en igualdad de condiciones, mientras que las mujeres quedaron relegadas a la esfera privada, donde no hay poder ni jerarquías que repartir –pero, agrego, mucho trabajo de tiempo completo–. Por lo tanto, lo privado se convirtió en un ámbito donde no había diferencias o, en todo caso, donde no podía identificárselas con claridad. Ese espacio volvió “idénticas” a las mujeres y sustituibles por cualquiera que cumpla estas funciones (procrear, cuidar a hijas e hijos, limpiar, cocinar). Al no existir diferencias entre ellas y habitar un espacio de “indiscernibilidad”, terminó generándose una cultura o “lógica de las idénticas”, que impedía ver diferencias, reconocerse y reconocer a las demás.

Pero el universo de lo privado resulta todavía más complejo: es el espacio social negado, en contraposición al público (un espacio este último de iguales pero sin las “idénticas”, quienes por su naturaleza colectiva quedan fuera del contrato político). Esta subordinación cristalizó a lo largo de los siglos la transmisión asi- métrica de los ámbitos de lo femenino y lo masculino . Y allí, lo “propio” de las mujeres en general sigue siendo, en muchos países de América Latina, la maternidad y el cuidado.

A su vez, todas las actividades que involucra el cuidado no son más que trabajo intenso, de calidad y con ciertas especificaciones, sobre la base de subjetividades, sentimientos y patrones culturales determinados. Estas tareas se realizan sobre todo en el interior de los hogares, de manera remunerada o no, y recaen casi exclu- sivamente en las mujeres; atraviesan a las familias, a los mercados laborales y políticos, y hasta las fronteras en la conformación de cadenas globales de cuidados a cargo de mujeres migrantes. Pero también existen instituciones de diverso tipo que proveen cuidados, las cuales tuvieron que reconfigurar sus lógicas prestacionales por la pandemia, proceso que aún está en curso.

Con respecto a los satisfactores del cuidado, la literatura des- cribe la conformación del “diamante del cuidado”, según el cual, de manera mancomunada, las familias, el Estado, el mercado y las OSC producen y distribuyen cuidados. Pero en términos de responsabilidades, asignaciones y carga de trabajo, el cuidado se encuentra injustamente distribuido, entre otras razones, porque se delegan las tareas sobre todo en las mujeres, mientras que los varones demandan una gran cantidad de cuidados sin aportarlos.

Por su parte, los desarrollos teóricos en América Latina sobre el cuidado son mucho más prolíficos y extensos que los aquí expuestos, y abarcan muchas aristas, como los trabajos de cuidados remunerados y los que no lo son, y analizan tanto los elementos materiales y simbólicos como las relaciones interpersonales que se dan en la práctica. En este último caso, por ejemplo, a partir de diversos abordajes se constató que la mayor carga de labores se da en los primeros años del ciclo de vida, principalmente para NNA, o al final, como en el caso de las personas mayores, mientras que para aquellas personas con discapacidad o enfermas crónicas o de largo tratamiento el cuidado es permanente.

Al igual que cualquier clase de trabajo, el cuidado insume mucho tiempo: las encuestas de uso del tiempo disponibles en los países de la región dan cuenta de que el 77% del trabajo no remunerado lo realizan mujeres, sobre todo, labores de cuidado y mantenimiento del hogar (Cepal). Además, las mujeres mayores de 15 años destinan entre un 20% y un 33% de su tiempo diario o semanal al trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, mien- tras que, en el caso de los varones, llega solo al 10% (Cepal).

A su vez, los arreglos de cuidado involucran recursos monetarios, en tanto muchos de los bienes y servicios necesarios se compran en el mercado, es decir, requieren tiempo, dinero, instituciones e infraestructura. Sobre estas últimas, la pandemia puso en evidencia la importancia que tiene la infraestructura del cuidado en las sociedades, y cuyas falencias afectaron en particular a NNA y a personas mayores. Durante los meses del confinamiento, en 2020, alrededor de ciento trece millones de niñes en América Latina mantuvieron algún vínculo con el aprendizaje a través de internet en sus viviendas, lo que generó nuevas y variadas demandas para las familias, y que absorbieron sobre todo las madres (Unesco).

Sin embargo, las complicaciones se dieron asimismo en la dinámica del trabajo remunerado, y esto afectó, una vez más, principalmente a las madres, pero también a sus hijes, al punto de que, como señaló Unicef, “las niñas y niños son las víc- timas ocultas del coronavirus”. Si bien su salud no se vio afectada de la misma manera que otros grupos etarios, sí impactó en su sociabilidad, y se incrementaron además los casos de violencia y maltrato intrafamiliar.

Cabe destacar que el hecho de que las tareas de cuidado se hayan mantenido invisibilizadas implicó que fueran incorporadas a las políticas y acciones estratégicas de salud, a las campañas de prevención, sin que se las identifiquen como tales. En tal sentido, es frecuente que en el ámbito de la salud se acepte de buen grado el papel de cuidadoras de las mujeres, siempre y cuando ellas sigan obedientemente las orientaciones médicas y no cuestionen dicho saber. Sin embargo, cuando se prescribe clínicamente que se cuiden a sí mismas, los profesionales de la salud no reconocen que cuidar es lo que hacen gratuitamente las mujeres por la salud de los demás, a lo cual se agregan múltiples descalificaciones de género que usan a diario los trabajadores sociosanitarios. A su vez, los responsables políticos contribuyen a jerarquizar los trabajos, saberes y contribuciones culturales de varones, mujeres y otras identidades sexuales, insertos en un modelo antropológico aplicado a la investigación sanitaria.

Las y los médicos pediatras, por ejemplo, suelen delegar implícitamente el cuidado en salud a las madres luego de cada control de NNA, lo que contempla un amplio y detallado catálogo de prácticas en salud de gran relevancia para un crecimiento saludable. Sin embargo, los profesionales no solo no valoran esta tarea como decisiva para garantizar buenos resultados en el desarrollo infantil, sino que, ante cualquier desviación estándar o cambios en los percentiles de crecimiento, el reclamo va directo a las madres, porque son ellas, y no los padres, quienes visitan el consultorio especializado o se ocupan en el día a día de los cuidados. Esta situación tiene un impacto mayor en el caso de las condicionalidades de los programas de transferencias de ingresos que se aplican en más de veinte países de la región, en los que el cumplimiento de controles de salud y asistencia regular al sector educativo condiciona el acceso a la transferencia .

Así, las tareas de cuidado de las mujeres al interior de las familias se configuran como un verdadero sistema invisible de atención a la salud. Brindar cuidados en salud impacta directamente en la calidad de vida de las cuidadoras y en el tipo de atención que pueden dar, ya que afecta su salud física y psicológica: las mujeres que desarrollan estas actividades suelen presentar síntomas tan diversos como depresión, ansiedad, irritabilidad, mialgias y problemas crónicos circulatorios y articulares, con un fuerte impacto en la autonomía. Los efectos negativos en la salud no solo afectan al bienestar de cada una, también se traducen en recursos y costos que terminan absorbiendo los sistemas de salud, y que no están contemplados en los presupuestos del sector.

Si se hubieran incorporado estas miradas sobre el cuidado remunerado y gratuito de las mujeres en salud se habría optimizado el manejo de la crisis durante la pandemia de covid-19. En el caso de las trabajadoras de la salud pública y privada (médicas, enfermeras, asistentes, técnicas, personal administrativo y de limpieza), que representa el 70% de empleo sectorial, estas tuvieron jornadas laborales más largas y mayor exposición al virus, con efectos negativos en su salud física y mental y en la de sus familias. En muchos países, surgió la propuesta de ofrecer servicios de cuidado accesibles y seguros para hijes y madres y padres mayores de trabajadoras y trabajadores “esenciales”, algo que hasta ahora no se contempló en general en nuestra región.

Más grave aún fue la situación del trabajo doméstico remunerado, una modalidad específica del cuidado que, en América Latina, está compuesto por mujeres en un 93% y tiene una tasa de informalidad del 77,5%. Ante la emergencia generada por el covid-19, este sector sufrió todo tipo de vulneraciones a sus de- rechos laborales: despidos sin pagos ni indemnizaciones, confinamientos forzosos, maltratos y exposición al virus por falta de medidas de bioseguridad. A ello se sumó la poca o nula capacidad de control por parte de los Estados, con lo cual las mujeres terminaron asumiendo por partida doble el costo mayor de la crisis.

Este abanico de situaciones previas a la crisis sanitaria, pero agravadas durante ella, deja en claro que es muy significativa la cantidad de personas dependientes que requieren cuidados, pero además que cada una necesita autocuidarse. Sin embargo, son es- casos los servicios públicos y privados disponibles, y a la vez su acceso no se da en condiciones de igualdad. De ahí que las mujeres sigan siendo las principales responsables del cuidado de personas mayores o con discapacidad, de NNA y de personas enfermas con diversos grados de demanda, que en muchos casos ocurren de manera simultánea en los hogares.

Uno de los aprendizajes que nos dejó la pandemia es la necesidad de definir y delimitar con precisión el alcance de los cui- dados, junto con su valoración y responsabilidad. Pero también es un tema urgente, ya que se corre el riesgo de invisibilizar los cuidados una vez más y que estas tareas sigan recayendo en las mujeres. En concordancia, a partir de la pandemia deberíamos entender que el abordaje más eficaz y equitativo de estas problemáticas consiste en una perspectiva integral que permita identificar las responsabilidades individuales y sociales, sobre la base de los derechos humanos y con un enfoque de género.

*Profesora Adjunta Regular de Introducción al Análisis de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales y Género, ciudadanía y derechos humanos. Facultad de Derecho, UBA.

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