La invención de Nuestra América
Hipótesis
Creo que el desvelo por la identidad podría ofrecer el eje para una historia intelectual de América Latina. Hay que hablar de una historia porque el empeño obstinado en rastrear y definir la identidad latinoamericana, deplorar sus fallas o, por el contrario, exaltar sus atributos fue un proceso en el que no hubo solo repetición, sino también cambio y reinvención. Intentaré mostrar en pocos trazos el contorno de esa historia intelectual posible.
¿Qué se agruparía bajo el rótulo de la identidad latinoamericana como historia intelectual? Los momentos de un trabajo discursivo, trabajo que tomó formas expresivas múltiples y en que los razonamientos se entretejieron con las ficciones y los relatos con argumentos. Creo improbable que pueda establecerse un comienzo absoluto de ese trabajo, como si la elaboración identitaria hubiera podido iniciarse por fuera de toda diferenciación simbólica precedente. Pero, si no pensamos en un mítico punto cero de la historia, sino en las condiciones y circunstancias que harán no solo posible sino cada vez más frecuente que en las élites culturales hispanoamericanas aparezca la necesidad de responder a la pregunta de “quiénes somos”, hay que considerar la gran crisis política, social y cultural que significó el proceso de la independencia del dominio español. En este sentido, las observaciones de François-Xavier Guerra sobre el tema de la identidad nacional en la América hispánica resultan pertinentes también para la cuestión del tema identitario referido al conjunto de la región. Contra la idea de que la identidad (y la nación) cultural precede y, en cierto modo, anuncia la identidad (y la nación) política, la independencia hispanoamericana no es para Guerra el punto de llegada sino el de partida, el que antecede a la nación y al nacionalismo. “¿Quiere decir que los nuevos Estados no se apoyan en ninguna identidad colectiva previa? Sería absurdo pretender esto”, escribe. “Todo el problema reside en saber cuáles, entre las múltiples identidades de grupo que existían en esta monarquía del antiguo régimen, fueron las que sirvieron de base para la constitución de los nuevos Estados y si bastaban para explicar la independencia”. Más aún: todas las modalidades de identidad colectiva existentes en el orden colonial y que, hasta entonces, “no aparecían ni como separables ni incompatibles, comenzaron a volverse autónomas a partir de 1808, a oponerse y recomponerse según las coyunturas políticas de una crisis imprevisible e inédita”.
Una crisis “imprevisible e inédita”. Un breve pasaje del sociólogo José Luis de Ímaz nos hace percibir en pocas líneas la magnitud del sacudimiento en que la independencia hispanoamericana se abrió paso. Mientras “la revolución de los colonos norteamericanos fue un evento de blancos que no movilizó a los esclavos ni a los indígenas”, observa De Ímaz, no ocurrió lo mismo en la América hispánica. “La Revolución Hispanoamericana, en cambio –en Brasil no, allí fue como en los Estados Unidos–, involucró a todo el orden social, movilizó a las castas, los pardos y los hombres de color y dejó expedita la posibilidad de un alzamiento indígena”. La cuestión identitaria, la cuestión del “nosotros”, no va a escapar a las vicisitudes y efectos de esa vasta activación social. Cuando leemos a Bolívar en la Carta de Jamaica y después en el Discurso de Angostura, notamos ya, tanto en lo que dice como en lo que omite, las dificultades de quien era, a la vez, un criollo ilustrado y un jefe político-militar, que debía afrontar la tarea no solo de interpretar, sino también, y sobre todo, de ganar una guerra y, para eso, conferir cierta unidad –la unidad imaginaria de un pueblo, el pueblo de la patria– a la heterogénea población que la independencia y la guerra habían sacado a la escena y que el enemigo español mostraba que sabía movilizar en su favor.
Del derrumbe del dominio de la Corona española y tras un enmarañado proceso, surgieron las naciones hispanoamericanas que hoy conocemos. Los territorios sobre los que se ejercerían las nuevas soberanías nacionales se fijaron tras décadas de guerras y secesiones. Los relatos históricos destinados a conferirles raíces y sustento propios a las diferentes unidades político-estatales nacidas de la fragmentación fueron parte de ese proceso de construcción de la “comunidad imaginada”, según la afortunada expresión de Benedict Anderson. La historia intelectual cuyo contorno quisiera esbozar bajo el título de “identidad latinoamericana” no sigue la marcha de los discursos que proliferaron y proliferan todavía en cada uno de los países de nuestra América para definir el origen y la fisonomía del sujeto nacional. La atención, el foco de la historia que conjeturo estarán puestos en el pensamiento y la imaginación relativos a la entidad que se llamará americana primero, hispanoamericana después, y latinoamericana más tarde. Sería absurdo suponer que entre las consideraciones y las imágenes referentes a la identidad nacional y las que conciernen a la identidad latinoamericana pueda trazarse una frontera estricta, un muro que no se atraviese o no deba atravesarse. Esto puede verse en un libro de Bernardo Canal Feijóo publicado hace más de sesenta años, Confines de Occidente. Notas para una sociología de la cultura americana, donde el autor desplaza sus análisis y reflexiones tocantes a la identidad del territorio de la cultura latinoamericana al de la argentina y viceversa. Asimismo, en un ensayo más reciente, México. El trauma de su historia, de Edmundo O’Gorman, donde las paradojas de la identidad mexicana son también las de la identidad hispanoamericana. La distinción obedecería, pues, antes que nada a una cuestión de recorte o foco.
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