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Lecturas

Los ojos. Vida y pasión de Antonio Berni

Los ojos

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Pasaron veintitrés años y lo está contando con una urgencia tal que cada silencio se vuelve extraño y temerario. Bajo los techos altos de este departamento de estilo en el centro de Buenos Aires, da la sensación de que el murmullo asordinado de la cinta magnética que se impregna de esta historia puede romperse ya mismo con esa llamada que vuelve aquí, a su memoria, una y otra vez desde entonces, desde que la llamó. 

—Me dijo que se sentía muy mal, que estaba pintando “mi cuadro”, él decía así pero en realidad el cuadro no era mío, era de él. Entonces dijo: “Estaba pintando tu cuadro y he sabido que no lo voy a terminar, que me voy a morir primero”. Él estaba muy asustado, muy asustado y nervioso. 

—¿Cómo notaste eso? 

—Porque la voz estaba crispada. Entonces yo le dije: “bueno, bueno, calmate porque voy para allá”. Pensé que esa era la mejor manera de calmarlo. Saqué el autito del garaje y lo fui a ver, llegué enseguida. Él estaba en la mesa del comedor, en el primer piso de Lezica, con las manos agarradas y tenía la piel fría, estaba helado… entonces yo lo agarré y empecé a hablarle para que se calmara. Y él se calmó pero quedó serio. Cosa que no era tan común porque yo le hacía chistes y él se reía, generalmente, pero quedó serio. Yo le dije: “Son tonterías, Antonio, no vas a creer que esas cosas que pensaste son ciertas, che”. Y él me dijo: “Lo sentí, lo sentí, lo sé, sé que no voy a terminar”. Entonces yo le dije que la solución era ponernos a trabajar en el cuadro para que eso no pasara. Y toda la semana siguiente posé para él porque después tenía que viajar a Corrientes por una serie de asuntos que tenía pendientes. Y apareció esa luz de la luna, color plata, sobre el cuerpo. Esa semana él empalideció el cuadro y le dio una luz muy nocturna, el cuadro no era nocturno, era diurno. Todo de día, y ese cuadro ahora no se sabe bien si es nocturno o diurno, está a la luz de la luna. 

—¿El avión ya estaba? 

—Sí, el avión estuvo desde el principio. Me acuerdo que me dijo: “mirá, voy a poner un avioncito, porque vos siempre estás distraída y nunca se sabe qué estás pensando”. Claro, él siempre me decía “enigmática Graciela” pero en realidad era que yo tenía una relación de mucha libertad con Antonio. Yo sentía que podía hacer con él lo que yo quería sin necesidad de tener una relación protocolar. Entonces por ahí yo me ponía a pensar otra cosa y no sentía la necesidad de atender estrictamente a la conversación. Entonces, estaba con él pero a la vez pensando en mis hijas y por eso puso el avioncito. 

“He sabido que no voy a terminar el cuadro”, le había dicho Antonio Berni, y eso era en 1981, poco después de que el pintor —largamente llamado “maestro” por los diarios, los semanarios de interés general y aun la televisión— hubiera estrenado su última y asombrosa serie de pinturas en la Galería Velázquez de Buenos Aires. Berni tenía ya setenta y seis años pero trabajaba como siempre, como si el día tuviera acaso cuarenta y ocho o setenta y dos horas, y una siesta, religiosa, ritual y reparadora en el medio. Llevaba más de un año viviendo en el mismo lugar donde pintaba, un taller de tres pisos en el cruce de las calles Lezica y Rawson, una esquina sepia en Almagro, rodeada de restos de la arquitectura de la vieja Buenos Aires, que da contra las vías del Ferrocarril Sarmiento. Llevaba más de un año allí Berni, solo, después de romper con su tercera mujer, la explosiva tucumana Silvina Victoria, a quien “aventajaba” por cuarenta años. 

Había aprendido a convivir con la sordera, Berni. Un infarto y una excursión al quirófano para poner a punto la próstata tampoco consiguieron arrancarle ni un segundo de sus más exaltadas pasiones: la pintura y la mujer. Vivía solo Berni, entonces, pero ahí estaba contra el ventanal que da a Lezica, por donde entra la luz desde la mañana, con los acrílicos y los pinceles tratando de redefinir la forma del deseo. De su deseo por “Graciela Amor”, la abogada de treinta y cinco años con quien llevaba una amistad de meses. Una profunda amistad de meses que Berni se empecinaba en torcer —como él había visto a la sudestada torcer los álamos en Rosario— hacia el amor, el amor real, el amor que si no se expresa con todo el cuerpo, ¿qué es? Ahí estaban mujer y pintura, la historia del arte y del deseo según Berni, confluyendo por última vez en una tela enorme a la que el pintor le dedicaba un largo rato día tras día. No había nada que dijera —ningún hisopado, radiografía o punción— que Berni, el creador de Juanito y Ramona, el campeón latinoamericano de la Bienal de Venecia ’62, el “maestro”, el viejo pop que recibía a una procesión de jóvenes en su taller, el intelectual de izquierda, no pudiera terminar el cuadro que estaba pintando para sublimar su deseo por Graciela Amor. 

No había nada, excepto el cuadro y más allá la pintura, la alquimia misma de los colores. Que hablaron, se despidieron de él, y él así se lo hizo saber a la modelo llamándola por teléfono a este mismo lugar, un living a la calle bajo los techos altos de un departamento de estilo en el centro de Buenos Aires. 

Atendió apurada, siempre parece apurada Graciela Amor y Berni le soltó la premonición en seco: 

—Estaba pintando tu cuadro y he sabido que no lo voy a terminar, que me voy a morir primero. 

Como si su imagen fuera manipulada desde una isla de edición remota, este es el exacto momento en que todos los movimientos del pintor comenzaron una microscópica cuenta regresiva. El cuadro inconcluso, este cuadro que quedó puesto en el caballete mientras el pintor agonizaba, y con el que su hija mayor, Lily, se encontró cuando subió presurosa por las escaleras del taller semanas después de su muerte, expresa ese momento crucial en que el pintor se desmaterializa frente a su propia creación. 

La obra lo abandona, como la mujer turgente que descansa a orillas del mar abandona el avión que asoma en el horizonte del cuadro. Los pelos de marta del pincel se repliegan en saltos de milímetro de la tela y los dedos acatan el contagio de la contraorden; los ojos se disponen a dejar de captar, absorber, licuar y procesar la invisibilidad de las cosas y el pintor sabe que ha llegado el momento en que la obra, por primera vez, lo sobrevivirá. 

Por detrás de la última obra —quedaron otras tantas sin terminar pero esta es la que quedó fijada al caballete esperando la luz de Lezica— está esta historia de Graciela Amor, que así la nombró él, y “Antón Perulero”, que así se enmascaró él para llegar lo más cerca posible de ella, como llega ese mar denso y oscuro en la obra, que se le acerca pero no llega, no la toca. Y está el avioncito ese, que en el tiempo que duró la escaramuza romántica de Antón Perulero y Graciela Amor habrá sido una alegoría de la “enigmática Graciela” —viajando con sus pensamientos a un lugar que el pintor no alcanzaba a vislumbrar— para luego, desde aquella llamada de alerta en adelante, volverse un vuelo chárter del misterio. Así, con los años, la función de este angustiante paisaje hecho de una mujer desnuda a orillas del mar, la luna traslúcida y el avioncito será devolver a Antonio Berni al misterio de donde había sido arrancado setenta y seis años y cinco meses atrás.

Primero lo vio su hija, tres pisos arriba en un taller que mantenía intacto el desorden legendario del artista, y pasaron más de quince años hasta que una multitud desfiló frente a Sin título, colgado en 1997 en el Bellas Artes de Glusberg. La mayor exhibición de Antón Perulero, ese pintor nuevo, adolescente a los setenta y cinco, alter ego de otro ya consagrado, máscara contra el retiro, el sedentarismo del espíritu y el deseo carnal. Antón Perulero, superhéroe entre zalamero y romántico, privado, hecho solo a medida de Graciela Amor, la morocha vivaz casi cuatro décadas más nueva. 

Antón Perulero firmaba y era Berni, al fin, el que se deshacía en cartas como esta, en plan de un descomunal Quijote del deseo: “Desbaratar una utopía es traicionarme, es apuñalarme. O disfrazarme de normal, de racional, de patético. […] La utopía está más allá del estímulo, de las recompensas. Se nutre de ella misma: de sus sueños, de sus amores. La utopía es satánica, no se la debe humillar… (30/7/81)”. 

Y Graciela Amor era la utopía de Antón Perulero, avatar que intercedió ante el consagrado pintor Berni para arrancarle de sus manos dos espléndidos retratos. Una carbonilla, de dos metros por uno setenta y cinco, fechada acaso en el corte de pelo varonil de la modelo que marca el advenimiento de los años ochenta. El otro, un pastel, con un secreto en clave: la lustrosa clavícula de Graciela que sirve de pared a un graffiti casi invisible. Dice allí, porque quedó pintado: “Antonio te quiere”. 

Y Graciela Amor vuelve ahora la vista hacia el minuto cero de la obra. 

“En los primeros días de marzo me pidió que posara porque quería pintarme. Y pintó este cuadro en el que estoy parada en el tercer piso de su taller, estas son las ventanas que dan al balcón. Siempre que miro este dibujo pienso en qué fue lo que vio. Porque en el momento en que él me conoció, yo me presenté bajo el aspecto de una abogada exitosa que había logrado varias victorias. Pero cuando él pintó esta muchacha que está acá en carbonilla, pintó otra cosa. Ahí, en el fondo, se ve a una muchacha provinciana un poco asustada y vulnerable: yo cuando lo vi pensé: «¡pero cómo Berni se dio cuenta de esto!». Cuando él me sugirió que posara nada más que en bombacha y con la blusa desprendida, yo le pregunté un poco en broma: «Bueno, y atrás qué vas a pintar, ¿una cama?». Y entonces él me dijo: «No, eso sería demasiado obvio. Voy a poner una camisa». Y puso esa camisa rayada, de modo que sugiere que hay un hombre o que lo hubo pero no se lo ve. Tardamos quince días, más o menos. Yo posaba todas las tardes. Mientras tanto él hacía muchos retratos. Pasaba que muchas veces yo no iba, o le decía que iba a ir y después no aparecía. Entonces él llamaba a alguna vecina para que posara. Y después me contaba, «Che, mirá a quién pinté», a ver si yo me ponía celosa. «Mirá, pinté a otra», me decía. 

“Todo empezó como un juego, con unas poesías en el mes de marzo, donde él escribía como «Antón Perulero» aparentemente sobre el amor y no sobre mí, y tiraba onda… Lo que pasaba es que yo tomaba mucha distancia sobre eso y al mismo tiempo era una cosa como de coquetería porque yo me sentía profundamente halagada de que él, que era un gran artista, quisiera pintarme. No podía resistir la tentación realmente… Alguna vez me persiguió alrededor de una mesa pero fue una sola vez porque yo le mostré que si seguía por ese lado no me iba a ver nunca más.”

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