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Fuimos reyes. La historia completa de Los Redonditos de Ricota

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El bajón de la transversalidad

Dos muertes torcieron el destino de Patricio Rey. Cómo hubiera sido el devenir de la banda si eso no hubiera ocurrido es una pregunta sin sentido, apenas una conjetura. Una de ellas, la de Luca Prodan, el 22 de diciembre de 1987, tuvo que ver con espacios vacíos ocupados y con una necesidad: los Redonditos absorbieron parte del público de Sumo y, en ese movimiento motorizado por el inconsciente colectivo, se plantaron las bases del kilómetro cero de una nueva etapa. Ese 22 de diciembre Enrique Symns cumplía cuarenta y dos años y estaba en el bar de la esquina de la redacción de la revista Fin de Siglo con su novia Vera Land. El periodista Carlos Aznárez entró agitado al bar, lo encaró y le dijo, desencajado: “Llamó por teléfono la Negra Poli. Apareció muerto Luca”.

Symns: Fue una cagada. Esa noche fue tétrica, nos juntamos en Caras más Caras por mi cumpleaños y era como un festín macabro. Todos sabíamos que había muerto de sobredosis. Lo puteamos mucho por habernos abandonado así. Poli lo quería mucho.

Cuatro días después, los Redonditos tocaron en Cemento. Lo que iba a ser la habitual despedida de año, que a esa altura era un ritual, se transformó en un homenaje a Luca. Promediando el show, después de “Ji ji ji”, tomó la palabra el mismo Symns: 

El año termina. Brindo por los bandidos que murieron para saber cómo es morir. Brindo por los guerreros que murieron defendiendo esta calle. Pero sobre todo brindo por los geniales borrachos.

El público, en llamas, inauguró a los gritos una frase que se cristalizó en grafiti: “Luca vive”. Ese mismo año, el 23 de mayo, habían dado un concierto en Cemento que pasó a la historia como “el día que Luca Prodan subió a cantar ‘Criminal mambo’ con el Indio Solari”. El italiano que había cambiado la manera de encarar el rock en la Argentina no se exhibía en su mejor forma. Atravesaba los últimos meses de su vida, perdido en un laberinto de ginebra y heroína. Pese a que cayó como un mazazo en la nuca, para los más cercanos su muerte no fue sorpresiva.

En la sugestiva traslación de líderes calvos, muchos vieron en el Indio Solari las credenciales rockeras y el carisma que hasta ayer nomás ostentaba Luca. No se trató de un aprovechamiento de los Redonditos; fue simplemente un corrimiento de fuerzas ajenas a cualquier decisión de la banda; un huérfano en la búsqueda de un padre sustituto. 

Ricardo Mollo: La muerte de Luca dejó una tribu paria, desolada, sin su casa musical. Y recurrió a los Redondos como una alternativa. Me parece sensato.

La otra muerte tuvo características bien diferentes y fue un detalle que solo lo pudo mensurar un círculo muy estrecho de la banda. Fue una tragedia de perfil bajo, que destaca por la negativa: qué habría pasado con la banda, con su sonido, si el tecladista convocado para la presentación de Oktubre, Andrés Teocharidis, no hubiera fallecido dos semanas después de Luca, el 7 de enero de 1988. Los Redonditos habían quedado más que conformes con la faena de Teocharidis en Paladium. En el intervalo en que empezaban a pensar en el disco nuevo, el tecladista emprendió un viaje a dedo a Machu Picchu con un amigo. En el norte argentino los levantó una camioneta que fue embestida por un tren. 

El otro motivo de quiebre es más evidente: el cambio de integrantes modificó la estructura de Patricio Rey y dejó al sonido de “reverb-pop” de Oktubre como un recreo del pulso rocanrolero que la banda priorizó en toda la década del 80 y parte de la del 90. Cansados de no ser reconocidos ciento por ciento como miembros de los Redonditos, Piojo Ávalos y Tito Fargo dieron el portazo, no sin fastidio. Se sentían kelpers de la banda e incomprendidos. Sus fundamentos eran claros: funcionaban como músicos de sesión. Piojo Ávalos había ingresado a principios de 1984, precisamente por intermedio de Tito Fargo. Skay lo fue a buscar a su casa, cargó la batería en la Falcon Rural y lo llevó a ensayar al primer piso del PH de la calle Soler.

Piojo Ávalos: Vino con Pancho, el de Salta. Para mí Pancho fue el primer sospechoso de ser el verdadero Patricio Rey. Ensayamos con vistas a una presentación en el Bambalinas. Rara vez aparecía el Indio. En el teatro me di cuenta del poder de los Redonditos. La cosa pasaba por el vivo. Yo quería firmar al menos un tema, para anotarme en SADAIC y tener obra social.

El caso de Tito Fargo fue parecido pero con diferencias sustanciales; era un guitarrista solicitado, había compuesto un par de melodías de canciones que tranquilamente podrían haber sido grabadas, como “Rodando” y “El regreso de Mao”, y tenía pocas pulgas. Los dos temas fueron muy tocados en vivo y rankeaban para la lista definitiva de Oktubre. Fargo consideró que Patricio Rey era, finalmente, una máscara que ocultaba una alta dosis de mezquindad y un doble discurso. 

Tito Fargo: Había una distancia entre lo que se decía y lo que se hacía. Me pudrí y me fui.

Tocó un tiempo con Claudio Puyó y partió, como tantos rockeros argentinos que ya empezaban a oler la hiperinflación, a España. Madrid y Barcelona se transformaron en la babilonia cultural para quienes querían extender el espíritu rocker y descontrolado de los primeros años de democracia. En España había dinero, drogas y un ambiente de libertad que supo retratar el cineasta Pedro Almodóvar en sus primeras iniciáticas.

En la Argentina se deterioraba el Plan Austral y la CGT que conducía Saúl Ubaldini era una máquina de convocar huelgas generales. Alfonsín se sintió rodeado por tres factores de poder obsoletos en su estructura pero aún perversos y decisivos en la vida nacional: el sindicalismo peronista ortodoxo, la Iglesia católica (se acababa de sancionar la Ley de Divorcio) y los militares, que habían tenido al país en vilo durante la Semana Santa que clausuró el presidente con el tristemente célebre “Felices Pascuas, la casa está en orden”. El poder económico tampoco colaboraba y, por ineficacia propia de su gobierno y una coyuntura asfixiante, Alfonsín observaba cómo se diluía su caudal político: en las elecciones de septiembre tuvo un traspié significativo. La renovación peronista, con el flamante gobernador de Buenos Aires Antonio Cafiero a la cabeza, aparecía como una alternativa en la sucesión.

Ese fue el clima en el que el Indio y Skay comenzaron a escribir el nuevo repertorio. Decidieron realizar un parate que finalmente duró siete meses para pensar el rumbo. Había habido demasiados cambios y tuvieron que tomar decisiones inesperadas. “En algún momento hasta se barajó terminar con la banda. Cuando se toman estas decisiones, cuando se viaja, todo puede ocurrir”, contó Skay. Optaron por continuar, y buscar un reemplazante para Ávalos. 

Walter Sidotti: Yo tocaba en la banda Los Argentinos y ahí lo conocí a Willy Crook, que era amigo del bajista, Marcelo Krasnov. Cuando no actuaba con los Redondos, Willy se nos sumaba, y la verdad es que sonaba bárbaro. En un momento, Willy me avisa que el Piojo Ávalos se había ido de los Redonditos. Yo justo me había ido a Brasil de vacaciones con los pibes del barrio. Cuando volví, en la casa de mi viejo tenía un mensaje suyo, diciéndome que fuera. Llamé y hablé con la Negra Poli. Probamos y no hubo problema, porque la música ya la conocía. De entrada me parecieron gente bárbara. Me gustó que querían hacer las cosas bien. No había bardo, nada. Eran inteligentes, una banda de artistas de primera línea. 

Pero el destino bien pudo ser otro. El día de la audición, Sidotti tuvo un pequeño percance con su moto y llegó dos horas tarde. Esa demora por poco le hace perder su chance, que estuvo a punto de ser aprovechada por un batero, precoz y decidido, que esperaba el turno para ensayar con su grupo en el lugar. Era Martín Carrizo. “A los quince años”, recuerda Carrizo, “ensayaba con mi banda en una sala en Chacarita. Por lo general, yo llegaba varias horas antes, y me quedaba escuchando, desde afuera, a un grupo que tocaba en la sala de al lado, que me llamaba la atención, porque eran capaces de estar tocando tres horas el mismo tema. Y cada minuto sonaban mejor. De repente salían, y charlaban entre ellos, o incluso conmigo. Cuando terminaban ese parate, nunca me preguntaban si quería pasar, y eso me gustaba también, ese hermetismo. Desde afuera, escuchaba las indicaciones que le hacían al baterista, y aprendía. Un día estaba sentado afuera, esperando en el piso, y viene el cantante y me dice: ‘¿Vos sos el baterista de la banda que toca siempre al lado, no?’. ‘Sí’, le digo. ‘Mirá, a la una del mediodía tenía que venir a probarse un baterista, y son las tres y no vino. Ya por más que venga, a mí que llegue dos horas tarde no me gusta. ¿No te querés probar?’ Yo ya sabía todo lo que pasaba ahí adentro, o sea, sabía todas las respuestas de ese examen. Entonces le dije que sí. Cuando me incorporo para entrar, suena el timbre. Era el baterista, que llegó con las manos engrasadas y diciendo: ‘Disculpenmé, no soy de llegar tarde, pero se me quedó la moto’. Era Walter Sidotti. Y la banda, los Redondos, claro.” Con el tiempo, Carrizo se convertiría en baterista de Los Fundamentalista del Aire Acondicionado, el grupo que armaría Solari tras la disolución de Patricio Rey.  

Walter Sidotti: Durante la última parte del 86 ensayamos mucho. Estaba Willy, y Teocharidis como segunda guitarra. Yo estaba ansioso, porque el debut tardaba en producirse. Finalmente vino el verano y Andrés falleció. A la vuelta retomamos los ensayos y debutamos en Caras más Caras. El segundo show fue tremendo, y fue en Cemento. Ahí pude captar la energía que tenía la banda. En esos dos primeros shows Willy también tocaba la viola. Ya empezábamos a tocar temas que saldrían en el Baión. 

Pero al poco tiempo la banda volvió a experimentar cambios. Algo errático y confundido, Willy Crook comenzó a sentirse encerrado en las fronteras compositivas del grupo. Decidió marcharse. 

Willy Crook: Me fui porque me hervía la cabeza de ideas musicales, y con los Redonditos no podía llevarlas a cabo. Me consumían mucha energía. Todo era Lennon y McCartney, es decir, Beilinson y Solari. Yo había amagado irme bastante antes. Me acuerdo que me le planté a Skay:

–Quiero tener más participación, loco.

–Está bien así –me dijo, tranquilo, Skay.

–¿Qué? ¿El carrito es tuyo? –me envalentoné.

–Ajá –me respondió sin mirarme.

Presenté mi renuncia y nadie me dio bola. Agarré mi saxo, bajé las escaleras de la casa de Soler para irme y cuando estaba en la calle me arrepentí. Me dije: “No me voy un carajo”. Subí, y otra vez: nadie me dio pelota. No me tomaban en serio. Tenía veintipocos años: era un pequeño imbécil. Ahora soy un gran imbécil. Después sí me fui: me bajé de la banda cuando se empezó a ganar guita en serio. Tuve ese extraño gesto artístico, que me enseñaron ellos. Igual, los quiero a los tres. 

Tras mucho debate interno, Solari y Skay comenzaron a pensar en un nuevo saxo pero, curiosamente, optaron por no reemplazar la guitarra de Tito Fargo. Sí querían tener un tecladista estable. Habían quedado muy entusiasmados por la fugaz experiencia de Teocharidis y pensaron que la persona ideal era Guillermo Piccolini, un fan de los primeros años de Patricio Rey que también estaba radicado en España. “Vayan ustedes. Yo me quedo acá, laburando con las canciones”, les dijo el Indio a Skay y a Poli. La pareja sacó tickets y aterrizó en Barajas en plena movida madrileña. La ciudad estaba llena de amigos y colores. Radicado en Málaga, Willy Crook había iniciado un período de desintoxicación en la casa de su madre. 

Skay y Poli ubicaron a Piccolini, que había formado Los Toreros Muertos junto con los españoles Pablo Carbonell en voz y Many Moure en bajo. Habían pegado varios éxitos y algunos llegaron a las radios locales, como “Mi agüita amarilla”. El tono sarcástico de muchas de sus canciones se amoldaban perfectamente al clima del destape español, como años antes Los Twist habían sintonizado con el comienzo de la democracia. 

Después de los saludos de ocasión, la pareja fue al grano. Se conocían, había confianza.

–Picco… ¿querés sumarte a los Redonditos?

–¿Ahora? –se sorprendió Piccolini. Dudó durante un instante. Era tocar el cielo con las manos.

–Sí. Se murió el tecladista que teníamos. Era un genio. Y queremos seguir con alguien que se haga cargo de las teclas. La banda anda muy bien, está creciendo muchísimo –dijo con su serenidad habitual Skay.

Guillermo Piccolini: Yo era fanático mal de los Redondos. Para mí era un sueño, pero les dije que no. No daba cambiar mi banda para transformarme en un músico a sueldo. Además me estaba divirtiendo mucho en España. Lo entendieron perfectamente. Como contrapropuesta, ¡le dije a Skay si no quería formar parte de Los Toreros Muertos! Me dijo que no, que estaba muy feliz con los Redonditos.

La buena relación derivó en recorridas por la bohemia madrileña, por bares como Casi Casi y Ya Está. Los Toreros no tenían guitarrista, estaban formados por bajo, teclado, caja de ritmo y voz. Pero Piccolini le preguntó si no quería sumarse a tocar en una gira. Músico nato, al día siguiente Skay estaba ensayando con la banda. Las canciones eran sencillas: a las pocas horas ya sabía los acordes de cinco temas. Actuó dos veces con Los Toreros.

Poli: El más recordado fue el segundo show, en las afueras de Sevilla. Un sitio increíble, con una iglesia en ruinas. 

Se quedaron un mes en España, y terminaron parando en una casa en Madrid que tenía Piccolini y que no usaba. Poli había quedado encantada con el vocalista de Los Toreros, Pablo Carbonell, al que define como una mezcla de “Pipo Cipolatti y Luca Prodan”. Tanto que lo invitó a incorporarse a los Redonditos. No es difícil sospechar cómo hubiera reaccionado el Indio Solari si Carbonell aceptaba. El pintoresco cantante dijo que no, y las energías de Patricio Rey siguieron conservando su singular equilibrio.

Los tiempos se precipitaron. Querían sacar un disco ese año y los Redonditos de Ricota era una banda renovada. Skay debía esmerarse para que no se notara la ausencia de la segunda guitarra de Tito Fargo. Tenían que encontrar un saxo. “¿Y si llamamos de nuevo al Gonzo? Siempre hubo buena onda. Si le garantizamos buen trabajo, a lo mejor agarra”, tiró Skay. 

Gonzo Palacios: Para mí fue muy duro y triste decir que no. La Negra me llamó y me citó de urgencia en Soler y Gallo. Ahí me dijeron, sin más, si no quería el puesto que había dejado vacante Willy. Me contaron que estaban reestructurando la banda y que no iban a incorporar un segundo guitarrista. Yo entonces formaba parte de Fricción. Era un proyecto por el que había peleado, en el que creía y en el que tenía un nivel de influencia que me satisfacía plenamente. Por supuesto que ser ricotero era ser ricotero y nada más: no había lugar para jugar a dos bandas. Era todo o nada. No pedí tiempo para pensarlo ni nada. Rechacé la oferta ahí mismo y me fundí en un abrazo con Skay.