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Lecturas

La ruta del maíz: Crónica de la agricultura sustentable en Latinoamérica

Portada del libro "La ruta del maíz"

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Con la comunidad campesina de Huayanca

Para alguien que viene de afuera, todo provoca asombro. Mi impresión es que aquí se encuentra la verdadera evolución. Los “pisos ecológicos”, las terrazas, se cultivan en distintos pisos térmicos según lo que genere mejores cosechas. Los cultivos se rotan por temporada. Donde hubo papas, luego habrá oca y avena, o se dejará descansar la tierra por siete años, y se recuperará la fertilidad del suelo, algo impensable para un sistema productivo industrial.

Después del almuerzo, nos invitan a visitar los cultivos. Caminamos entre las plantas y Gregorio, uno de los miembros más antiguos de la comunidad, nos cuenta que nunca usaron maquinarias (sería complicado hacerlo en ese terreno irregular). A 3.300 m s. n. m., solo labran la tierra con ayuda de las vacas. Nos explica que hay propiedades privadas de cada familia, las sayañas pero también las aynoqas, que son las tierras comunales asignadas que se organizan para cultivar y reforestar cuando es necesario. Nos muestra las terrazas cultivadas, pero también las de contención, que evitan los desbordes de tierra. Al asomarnos a un cerro, vemos a lo lejos un pequeño pueblo. Se trata de otra comunidad en la que hablan quechua, con la que mantienen buenas relaciones y a veces realizan intercambios.

Un grupo heterogéneo acompaña nuestra visita, algunos niños con sus madres, varios adultos, pocos jóvenes. Los adolescentes suelen estudiar en colegios de pueblos cercanos, pero no hay universidades en la zona. De los que se van, algunos regresan para devolverle a la comunidad lo que una vez ella les dio. Es el espíritu del ayllu, una familia extendida que respeta el trabajo colectivo, coopera y disfruta de los resultados de las tareas compartidas.

Impresiona ver la naturaleza que se activa con agua de la lluvia y se despliega con la intervención de la mano del hombre desde la implementación de la agricultura. Caminamos bajo un aguacero tenue, resbalo entre el barro y la hierba con mis zapatos citadinos, los menos preparados para esta geografía. Llegamos hasta las plantas de maíz. El padre de Rocío, Eugenio Azucena Condori, nos explica que aquí no se hace rotación, solo abonan la tierra y la dejan lista para sembrar, a partir de agosto y hasta octubre. Luego se hace el primer “aporque”. Cuando el maíz comienza a crecer acumulan tierra alrededor de cada planta para afirmarla frente a los vientos y para impedir el exceso de humedad que las dejaría débiles y amarillas. La cosecha es entre junio y julio, aunque los choclos también pueden madurar antes, de acuerdo con el clima. La crisis climática se hace sentir: antes los ciclos estaban bien delimitados, pero ahora puede llover en época de sequía o la misma sequía puede extenderse tanto que el cultivo no tendrá las condiciones necesarias para crecer. Abrazado al maíz también hay porotos, que funcionan como cultivos asociados y aportan sus nutrientes.

¿Y qué maíz obtienen? Maíz amarillo y grande para hacer pasank’alla, que queda inflado y crocante al horno y se come a toda hora; maíz willkaparu para hacer tojorí, una bebida dulce a base de mazamorra, que se sirve caliente; maíz morado para chicha ídem, maíz para pipocas o palomitas de maíz. El excedente se intercambia, se vende, se da como alimento de los animales, se conserva y mantiene la seguridad alimentaria en esa región alejada de las grandes ciudades.

En el último día visitamos parte de la arquitectura inca y preinca que todavía se levanta, con sus caminos de piedra antiguos. Según estudios del arqueólogo Carlos Lemus, las torres de piedra con forma trapezoidal que ahora tenemos enfrente se usaban como puestos de vigías, puntos de control en los valles andinos desde las que observaban los posibles ataques; su valor es incalculable y pocos saben de su existencia.

Nos invitan a ver cómo se trabaja la tierra para plantar papa. Dos hombres y una mujer de la comunidad remueven la tierra con una herramienta de hierro muy antigua llamada uysu. Tiene la forma de la trompa de un oso hormiguero. Acá usan dos, primero lo clavan para aflojar lo que está húmedo, entonces la mujer toma el trozo suelto y lo voltea, así lo harán en toda el área. Si removiéramos con tractor, pisotearíamos todo esto“, dice el señor Gregorio. Ahora la tierra descansada durante años está llena de insectos, pura vida que emerge, un poco somnolienta, a la superficie. El trabajo es en equipo aunque nosotras, las visitantes, nos encargamos solo del apoyo moral y teórico.

Después de un paseo por el Valle de Marte, con su característica tierra colorada, visitamos a doña Emiliana Condori, matriarca de la comunidad. Todavía no debe de llegar a las seis décadas y su sonrisa es la misma de la de su nieta, Rocío. Ella nos muestra cuál es la forma de moler maíz para hacer harina con batán, que es una piedra enorme y redondeada que oscila sobre el maíz. Así se pierden menos nutrientes que si lo hicieran con molino. “Se desgrana el choclo, lo muelo y, cuando ya está molido, hay que cocinarlo”. En las mismas hojas del choclo se arman las humintas, unas diez o quince que se colocan sobre cenizas y piedra caliente. La mujer, con fuerza admirable, me lo dice mientras los granos se vuelven polvo entre sus manos.

La ciudad inca de Ollantaytambo

El pueblo con el nombre del guerrero inca Ollantay es mínimo y fácil de recorrer a pie. Por las calles angostas de adoquines no pueden ingresar los autos. Hay canales de agua a los costados y apenas caben los mototaxis. Este era el Qosqo Ayllu donde residían las familias extendidas y todavía residen los descendientes del Valle Sagrado.

Cuando cruzo el puente que me acerca al otro lado, al Arakama Ayllu de la civilización del Tawantinsuyu, la arquitectura cobra una luminosidad ocre. Aquí existe un trabajo de preservación del legado incaico. Muchas de las casas todavía son de adobe sobre piedras, pero se enfrentan al avance del cemento. El turismo es una de las principales fuentes de trabajo; quienes no ofrecen alojamiento ofrecen excursiones o comida. Los viajeros llegan todos los días para subir los escalones de la enorme fortaleza y dar con el centro ceremonial y el templo del sol.

Desde arriba no me siento original en mis pensamientos. Soy una hormiga que trepa hasta la cumbre y se pregunta: ¿cómo lo hicieron?, ¿cómo movieron estas piedras gigantes?, ¿cómo las tallaron para que calzaran perfectas? No descarto las explicaciones sobre la evolución de culturas previas, pero me gusta pensar en respuestas mágicas o, al menos, que escapan a la lógica de los rodillos para trasladar los bloques de las montañas cercanas y la historia del esfuerzo de unos cuantos incas musculosos. Es que seres capaces de alinear sus ciudades con las constelaciones y, a su vez, con otros templos y fuertes tuvieron que haber estado mucho más conectados que nosotros.

Los espacios de las terrazas destinados a la agricultura, el reloj y el observatorio astronómico, que es una escultura en piedra llamada Intiwatana, con el que regulaban los tiempos de siembra y de cosecha según las sombras del sol, las obras hidráulicas que aprovecharon los ríos cercanos, el Willcamayu y el Patacancha, el sistema de baños y el templo del agua, todo hace pensar en que alcanzaron un grado insuperable de perfección en su ingeniería, en torno a sus creencias y tradiciones.

El maíz fue uno de los protagonistas, tal vez el verdadero tesoro de los incas, que lo honraron en los rituales de las cosechas, con el culto al sol. Dicen los guías de turismo y los lugareños que el pueblo tiene forma de mazorca. ¿Será cierto? No logro verla. Desde arriba solo diviso dos canchas de fútbol, un estacionamiento de buses y algunos sembradíos que bordean las casas. Es probable que la expansión no haya mantenido la figura, pero cerca del mercado sé que hay unas mazorcas más modernas talladas en las baldosas y también las mujeres venden unas bien sabrosas que descansan en las ollas. Todavía se mantienen las qolqas, donde almacenaban sus alimentos en el cerro de enfrente, el Pinkuylluna, al que se puede subir gratis durante el día. Se utilizaron hasta la llegada de los españoles, cuando Manco Inca encabezó la resistencia hasta abandonar su territorio obligado por los refuerzos de Hernando Pizarro en el siglo XVI.

Me ubico cerca de un muro para comer un pan con palta. A esta hora de la tarde la sombra cotiza alto. Cierro los ojos un momento y trato de sentir la energía de la que se habla en lugares como este. Por acá pasaron guerreros y agricultores, celebraron cosechas y practicaron rituales con ofrendas. Acá murió mucha gente, se encontraron tumbas y cámaras funerarias. Mi paz se rompe pronto, cuando escucho una charla en inglés y aparece una pareja. A ella la reconozco porque me pidió que le tomara una foto en el camino. Aunque en un principio me resisto a unirme porque me gusta mi soledad, Alexandra me resulta tan luminosa que en seguida la siento amiga. Desde Bélgica se tomó su año sabático para recorrer Latinoamérica. Su trabajo en una organización del gobierno es importante, pero puede esperar. Este viaje le está cambiando la vida, aun más de lo que ella imagina. Todavía no sabe que al volver a México se va a enamorar como nunca y que en 2020 tendrá una niña que ni siquiera estaba en sus planes.

Inmortalizamos el momento con nuestro compañero japonés, que se apura a bajar para no perder su vuelo. Nosotras vamos a paso lento y al llegar al pueblo la invito al tercer piso del mercado, merece conocer el secreto: ahí sirven los mejores jugos de frutas del planeta.

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