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¿Puede Sudamérica reducir el uso de agroquímicos en la agricultura?

Un trabajador en una plantación de coliflor y rúcula en una finca agroecológica en la provincia de Tucumán, Argentina. La agroecología fomenta métodos que pueden ayudar a reducir los insumos químicos

Pablo Corso

Diálogo Chino —

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El 19 de diciembre del año pasado 195 países reunidos en la cumbre COP15 de Montreal lograron un acuerdo para revertir la pérdida de biodiversidad que amenaza con extinguir a un millón de las ocho millones de especies animales y vegetales conocidas. Fue luego de reconocer que, más allá del cambio climático, el uso y la sobreexplotación del suelo son factores decisivos para ese escenario atemorizante.

Con vistas a un mejor futuro, la cumbre selló el compromiso de reducir a la mitad, hacia fines de esta década, el exceso de nutrientes que se produce cuando los fertilizantes se utilizan en mayor cantidad de la que pueden absorber los cultivos.

Conseguirlo implicaría un cambio sustantivo en el modelo agrícola y alimentario mundial, caracterizado por fuertes desequilibrios entre naciones productoras y consumidoras. Los cultivos modificados genéticamente, diseñados por las mismas empresas que producen los pesticidas, perjudican especialmente a los países ricos en biodiversidad, dadas las altas tasas de deforestación, y con ella pérdida de especies, que traen los monocultivos.

Como alternativa, las prácticas agroecológicas buscan evitar la sobreexplotación del suelo, se centran en variedades autóctonas arraigadas en saberes locales y minimizan o eliminan el uso de productos sintéticos en favor de los bioinsumos, que permiten el control de plagas y enfermedades a partir de microorganismos, hongos, minerales o derivados de vegetales.

“El primer año cuesta más; muchas veces el suelo está muerto por el uso de químicos”, reconoce desde Argentina Ítalo Choque Baldiviezo, referente de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Tierra (UTT), una organización que agrupa a más de 20,000 pequeños productores.

“Pero a partir del segundo año, cuando los microorganismos le dan vida, los productos vienen más robustos y con más rendimiento. Aparece un ecosistema en tu campo: se incrementan el abono, las flores y la biodiversidad. Ya no se necesita tanto trabajo; solo rotar los cultivos”.

Un modelo desequilibrado

La mitad de los pesticidas que se usan en el mundo son herbicidas (combaten las malezas), el 30% insecticidas y el 17% fungicidas (combaten los hongos). Buena parte de ellos “deterioran la salud humana, la biodiversidad, el agua y el suelo”, denuncia el Atlas de Pesticidas de 2022, que recuerda que a compañías como Bayer, BASF y Syngenta se les permite exportar productos prohibidos en sus propios territorios. De hecho, cuatro de los diez más usados en Brasil no pueden comercializarse en Europa. Mientras que en ese continente se usaron 468 mil toneladas de productos sintéticos en 2020 (una reducción del 0,2% respecto a 1999), en Sudamérica fueron 770 mil, un incremento del 119%.

Entre los productos más vendidos están el glifosato (“probablemente cancerígeno” según la OMS, aunque esa consideración está en disputa), el paraquat (altamente tóxico en humanos), la atrazina (disruptor hormonal) y los neonicotinoides (tóxicos para las abejas). Sus efectos incluyen erupciones y ardor en los ojos, fatiga, dolores de cabeza y corporales. Como los ingredientes activos suelen derramarse en el suelo, el agua y trasladarse por el aire, también llegan a las comidas.

La creencia de que los pesticidas son imprescindibles para la agricultura, así como la falta de una determinación coordinada para avanzar hacia modelos alternativos, son condiciones que llevan al hambre, la desnutrición y la contaminación de los alimentos en Latinoamérica, denuncia FIAN, que también llama la atención sobre la homogeneización en la oferta alimentaria.

Este último tema “no solo debe considerarse desde la oferta, sino también desde la demanda”, opina Claudio Dunan, director de Estrategia del Grupo Bioceres, autorizado a comercializar el primer trigo transgénico del mundo en Argentina. “Así como hay un sobre-uso de fertilizantes, hay un sobre-consumo de proteínas, aunque los países pobres consumen muchas menos que los de alto poder adquisitivo”, reconoce. En Estados Unidos y Europa, por ejemplo, se consumen mucho más de los 50 gramos diarios de carne recomendados.

Aún así, plantea que las metas de la COP15 solo podrán alcanzarse en forma gradual, para no poner en riesgo la seguridad alimentaria mundial: “Seguimos teniendo una alta dependencia de productos químicos. No es sencillo reemplazar las altas cantidades de nutrientes que necesitan los cultivos por otras formas de manejo. De hecho, hace falta producir más por hectárea para no avanzar con la deforestación”.

El camino agroecológico

Limitar la capacidad de daño de los pesticidas, reforzando acciones de vigilancia y control, es solo una parte de la solución. En la transición hacia un modelo más sostenible, la agroecología asoma como una opción prometedora.

En Brasil, el Grupo Asociado de Agricultura Sustentable (GAAS) promueve la producción de bioinsumos mediante una red que reúne a productores de soja y maíz con expertos en manejo sustentable. “Los hongos y bacterias que ayudan a controlar las plagas se multiplican en las granjas para sustituir a los pesticidas”, dice el colaborador científico-técnico Pablo Hardoim.

Sus 700 integrantes, que cubren más de tres millones de hectáreas, trabajan con microorganismos, un mix de plantas para la cobertura del suelo y “polvo de roca”, mineralizador que repone nutrientes y rejuvenece suelos viejos. Gracias a esas prácticas de manejo, el uso de fertilizantes sintéticos se redujo un 60% entre los asociados y los costos disminuyeron en cerca de un tercio.

Hardoim reconoce que es difícil reemplazar los productos sintéticos en cultivos por siembra directa, aunque remarca que “muchas veces podemos hacer agricultura sin ellos, en pos de herramientas que agredan menos al ambiente. No necesariamente se podrá alimentar al mundo, pero la producción de café o cítricos puede ser igual o mayor sin las alternativas industriales”.

En Argentina, la UTT reúne a familias que producen frutas, verduras, granos y lácteos agroecológicos. Su Consultorio Técnico Popular gestiona un sistema de producción de insumos con técnicos-asesores que pertenecen a las mismas familias productoras.

Para conformar las parcelas se empieza con el bokashi, un abono producido por fermentación que acelera la degradación de la materia orgánica y eleva la temperatura, eliminando patógenos. “Lleva bosta, melaza y carbonilla. Podemos hacer desde 50 kilos hasta una tonelada”, precisa el referente Ítalo Choque Baldiviezo. Luego se preparan biofertilizantes, donde se reproducen bacterias en estiércol para obtener los microorganismos que nutrirán los cultivos.

“Un tomate producido con fertilizantes industriales puede salir radiante, pero tiene gusto a plástico. Aunque no brillan, los de agroecología tienen sabor y textura”, compara el productor. Sus métodos también pueden aplicarse a sistemas extensivos, asegura, en base a pruebas exitosas con maíz y trigo, a los que aplicaron un fungicida y preparados para el control de insectos propios. La cosecha se vendió a una fábrica de alimentos local.

Uruguay también avanza hacia los bioinsumos, “una línea hacia el futuro que tiene un desarrollo cada vez más vertiginoso”, describía a Diálogo Chino el año pasado Sebastián Viroga, coordinador nacional del Proyecto Plaguicidas de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.

Con apoyo estatal e internacional, algunas de esas experiencias fueron cápsulas de avispas contra plagas de la soja y un producto basado en hongos para combatir a las hormigas cortadoras, capaces de generar pérdidas de pasto equivalentes al consumo de un ternero.

“Todo lo que recabamos de productores fueron impactos positivos ―explica ahora Viroga―. Hay un camino más avanzado en granjas que en agricultura extensiva, pero en casi todos los casos los resultados fueron igual o más efectivos que con los productos de síntesis”.

En esa línea, diputados en Uruguay promueven un proyecto de ley para alcanzar un manejo agrícola con métodos “ecológicamente seguros, higiénicamente aceptables y económicamente factibles”, en cuyo horizonte está el desarrollo de moléculas biocidas menos peligrosas, dado el riesgo de resistencia a plagas y enfermedades.

Los riesgos del camino medio

Aunque elogia estas experiencias en América del Sur, un paper del CIRAD ―organismo francés dedicado a la investigación agronómica― advierte que no implican una decisión de abandonar los modelos de agricultura industrial, de los cuales los estados perciben altos ingresos por exportación. Los esquemas mixtos siguen funcionando tanto para los productores que buscan avanzar hacia la agroecología como para las compañías que diversifican su portafolio con la incorporación de bioinsumos.

Esto último, sugiere Hardoim del GAAS en Brasil, es parte de un cambio de estrategia de los grandes consorcios agrícolas, que pasan de ser meros vendedores de productos a oferentes de servicios como la agricultura con drones o las aplicaciones de inteligencia artificial, que además de aumentar la eficiencia de los cultivos se promocionan como métodos más sustentables.

Aunque la tendencia parece alineada con la décima meta acordada en la COP15 ―gestionar la agricultura a través de la utilización sostenible de la diversidad biológica― su cumplimiento efectivo no significa lo mismo a uno y otro extremo del sistema productivo. Mientras que la incorporación parcial de bioinsumos puede leerse como una respuesta a las crecientes exigencias de los países europeos por controlar la calidad de sus cadenas de valor, una transición fallida o incompleta en los ecosistemas sudamericanos podría terminar de corporizar todos los miedos plasmados en Montreal.

Este artículo fue publicado originalmente en Diálogo Chino https://dialogochino.net/es/

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