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Teatro y poesía en escena

Mi hermano y el puma explora el vínculo fraterno desde el lirismo y la tragedia

Dos hermanos huyen de lo indecible. En su caminar poético y feroz, “Mi hermano y el puma” convierte el silencio familiar en un cuerpo: el de una tragedia que arde sin decirse.

María Lobo*

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Los sábados de mayo, en la sala de la Fundación Cazadores, sube a escena la obra teatral Mi hermano y el puma, dirigida por Lucía Deca y escrita por Santiago Nader. Los espectadores se acomodan en las tribunas a medida que van llegando. Una música suena a volumen estridente mientras dos chicos corren, danzan, se desplazan por el espacio desnudo de escenografía que hará de escenario. Entonces el espectáculo ha iniciado su transcurrir. Y entonces, rápidamente, la situación se resignifica. Mi hermano y el puma ya no es una obra de teatro. Es un momento visual sin recursos ni objetos. Un recital poético.

En un documental sobre cómo fue el trabajo de producción del álbum Darkness on the edge of town, uno de los ingenieros de sonido recuerda las indicaciones que los técnicos recibían por parte de Bruce Springsteen para la grabación de un corte en particular: Bruce quería que Adam raised a Cain sonara diferente al resto de las canciones del disco. “Quiero que piensen en la escena de una película, dos amantes sentados en un pic-nic cuando, de pronto, aparece entre ellos un cadáver: esta canción es ese cuerpo”, les dijo Springsteen. No se me ocurre una mejor imagen para pensar a Mi hermano y el puma. Una obra que parece compuesta en esa clave. Entre la poesía de los vínculos humanos y la aparición de un cadáver expuesto.

Mi hermano y el puma es una larga conversación entre dos hermanos. Jóvenes: muy jóvenes. Axel y David. No hay ningún crimen, tampoco un cuerpo. Pero algo trágico ha sucedido y entonces ellos, que no tienen una relación cercana aunque hayan pasado la vida juntos, arman bolsos. Asaltan la heladera de sus padres en esa casa de country donde hasta entonces han vivido. Y escapan. De noche. A la intemperie. La obra comienza así en el espacio que Esteban Bieda define como el inicio in media res: obras como el Edipo de Sófocles, que arranca sobre una serie de situaciones previas que se dan por sentadas. Ese despertar del asunto a la luz de cuestiones anteriores, dice Bieda, imprime en la tragedia griega una característica. Los griegos no necesitan poner énfasis en lo que ocurre, sino en cómo ocurre. Mi hermano y el puma es una obra del cómo. Despojada de vicisitudes y de la prisión del argumento, una vez situados allí, en la huida de ese mundo estable que los ha cobijado, Axel y David sólo conversan. Lo importante es cómo. Son hermanos, deberían sentir amor mutuo. Pero el escape los arrastra hacia el pasado, donde se agazapa el núcleo de sus propios demonios. Ese viaje a pie es una deriva cruda y poética porque hay un cadáver que se ha interpuesto entre los hermanos. Así, Santiago Nader desde la dramaturgia, y Lucía Deca a partir de la dirección, consiguen aquello que imaginaba Springsteen como sonido: un continuum de destellos.

Resplandor efímero, la luz que se conoce como destello tiene la capacidad de encenderse y apagarse casi en un mismo tiempo. Los destellos de Mi hermano y el puma aparecen, en gran medida, a causa de la forma particular de su escritura y las decisiones de la dirección. Los hermanos —tucumanos— hablan como si estuvieran componiendo. Música o poesía, no importa: es un decir no humano. De palabras preciosas, de ideas a las que llegamos sólo cuando las hemos pensado al punto de que todo decanta en un trazo escrito. No importa tampoco que Axel y David estén en Tucumán y que la caminata que emprenden sea hacia los cerros. Incluso puede nadie en el público llegue a saberlo, excepto que el espectador en suerte sea tucumano. La marca de su origen —Nader nació en Tucumán— tiene la forma del señuelo kafkiano: lo mismo que Kafka, el autor parece ubicarse en el centro para desaparecer en ese preciso gesto. Lo ha señalado Benjamin: Kafka arrojaba un pañuelo pero sin decir nunca quién era el dueño. Así, esa identidad hundida de Mi hermano y el puma es también una piedra preciosa. Como las erres que intervienen cada tanto en boca de uno de los hermanos. O como la manera de contarse a sí mismos que tienen David y Axel, que es la misma que ha elegido para contarse la historia: los hermanos recitan sus parlamentos pero también las acotaciones. Sabemos qué es lo que dijeron, el desenvolverse de los secretos que uno y otro han escondido. Y sabemos por Axel y David, también, en qué lugar están a cada instante; qué es lo que están viendo o aquello que pensaron. Sabemos qué es lo que imaginaron. Las actuaciones de Tomás de Jesús y Santiago García Ibáñez tocan su punto más alto en esa misión que la obra les ha encomendado. Hay que estar en Mi hermano y el puma para entender hasta qué punto esa forma que Santiago Nader y Lucía Deca eligieron para contar la historia es un tesoro. Una forma de decir aquello que los vínculos familiares han silenciado.

De ese decir narrado que exploran Axel y David emergen otros resplandores: imágenes. Mi hermano y el puma es un encadenado de cuadros pictóricos. Los personajes se mueven por un espacio ínfimo y vaciado. Pero a partir de aquello que Axel y David dicen y de los extraordinarios movimientos de sus cuerpos —diseñados por Eloy Antúnez Greminger— irrumpen apariciones nítidas. La salida del country, el camino de Sirga, la trepada al cerro, las ruinas de la ciudad universitaria. Lo cierto es que no hay nada más que los cuerpos de los hermanos pero, de algún modo, los espectadores entramos a un templo que aparece al costado del camino. Y entonces: el puma. Acaso un personaje producto de la imaginación, como los de Shepard. Pero ese puma habla. Se sube a la historia de Axel y David hasta que el pasado de los hermanos se precipita hacia su fondo. Ya no será sencillo volver atrás: el puma está entre nosotras y nosotros.

Así como los del animal salvaje que se les aparece, los ojos de Axel y David son de un tono felino. Porque además de ese montaje in media res característico de los griegos, Mi hermano y el puma también dialoga con Edipo en la concepción profunda de aquello que implican, para las personas, los propios ojos. Sabemos que Edipo se arranca los suyos. “No veo”, dice uno de los hermanos en el final del trayecto y, como en la pieza de Sófocles, se descorre algún velo. Aparecen las preguntas. Las culpas, los distintos pecados. El interrogante sobre aquello que hemos visto y lo que se nos ha ocultado: Edipo. Pero también Springsteen y Adam raised a Cain, esa canción edipiana que debía sonar como un cuerpo muerto y que tiene en su centro la relación de padres e hijos y nombres de hermanos:

En la Biblia Caín mató a Abel

al este del Edén fue echado

naciste en esta vida

pagando por los pecados de otro

Heredamos los pecados

Heredamos las llamas

Adam raised a Cain

*La autora de esta reseña teatral es María Lobo, escritora tucumana.

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