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Lecturas

Adelanto de Ciudad, 1951, la última novela de María Lobo

Ciudad, 1951, la novela de María Lobo, escritora tucumana, autora de otras novelas: El interior afuera, Los planes y San Miguel (Finalista Premio Nacional de Novela Sara Gallardo), y las colecciones de relatos Santiago y Un pequeño militante del PO.

María Lobo

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En un mundo presente, Benita miró a Charles y dijo: —¿Será cierto lo de 1951? Charles levantó la vista. Ella le preguntó si se había dado cuenta de que San Miguel era una ciudad de azoteas abundantes. Él bajó la mirada hacia las baldosas y se concentró en el sonido de las pisadas. Llegaron a la esquina sin interrumpir el silencio; dejar en primer plano la ausencia de tantas palabras.

Habían caminado juntos hasta el punto donde sus destinos debían separarse. Como él no decía nada, Benita insistió: —Dicen que vamos a dejar de recordar del futuro. —Eso dicen —dijo Charles. —Me refiero a que estamos en 1951 —dijo ella.

Los tacos de los zapatos de Benita no eran altos, aunque sí bastante finos. Charles no recordaba haber estado en otra ciudad donde hubiera tranvías estacionados en la mitad de las cuadras. Pero en San Miguel esa imagen, como las de las azoteas, era una imagen de carne y hueso. Real. Había un vagón vacío allí, justo en mitad de una manzana. De alguna manera, Benita conseguía caminar sin enterrar sus tacos entre las juntas de los adoquines. Despedirse sin decir “nos despedimos”. Charles la miró saludarlo con la mano, manejar sus piernas (fácil), los pasos cortos; la miró cruzar la calle, avanzar hasta perderse detrás del vagón estacionado, desaparecer.

Era la tarde y era el viento. Frío en los pies. Él podía dejar las cosas como estaban. Seguir caminando en dirección a las montañas, buscar la luz del almacén que estaba en la esquina de la pensión, encontrarlo abierto. Salir de allí con una botella de vino dentro de un paquete, caminar una cuadra más, esta vez hacia el sur, ¿Benita esperaba que él dijera algo?, llegar, subir las escaleras a pie, ¿o que él hiciera algo?, cenar a solas, después sentarse a dibujar. Caminó en el mismo sentido, todo recto en dirección a esas montañas que, en aquel momento del día, podían existir o no existir. La ciudad estaba desierta y penetrada de aquel olor a San Miguel, ¿humo?, ¿el vapor de personas diferentes?, aspirar un lugar.

Si acaso él se volviera sobre sus pasos, Benita, ¿todavía estaría allí, justo en el punto donde se habían separado? La luz del almacén se veía encendida, pero Charles dio la vuelta hacia el este. Una pareja que caminaba detrás, a la que él no había visto, se detuvo de pronto para no tropezarse con él y luego le abrió el paso.

Charles llegó a la primera esquina, esperó el cruce del tranvía, tal vez Benita apareciera del mismo modo en que se había perdido hacía solo un instante; luego Charles se quitó el sombrero, ¿se puede estar con alguien y no renunciar a nuestra imagen de persona en estado de superación?, ¿salir a la vida como un hombre que se ha enamorado y aun así seguir pareciendo libre? Tocar un timbre, ser un desconocido que pregunta por una mujer cuyo nombre lo excita desde que lo ha oído por primera vez. Benita. Invitarla a qué. Alcanzó la segunda esquina, bordeó el charco, saltó las vías, ¿algo se descomponía debajo de las calles de San Miguel?

Entonces ella apareció; también llevaba su sombrero en la mano, y sus pantalones muy largos, y su abrigo muy grande o muy largo, y la mochila colgada de un hombro. Invitarla a dónde. Benita se había vuelto sobre sus pasos y ahora estaba allí. Parada en una vereda, mirando al frente; Benita era ahora una testigo de alguien (un Charles); testigo de un hombre que se había vuelto sobre sus pasos para mirar otra vez a una mujer. Charles se acercó y le ofreció cargar su mochila, como si estuvieran a punto de emprender un recorrido. Era Benita quien tenía el derecho de decidir a dónde. Aunque llevaba tres años en la ciudad, Charles no era más que un recién llegado en San Miguel. Se colgó la mochila de ella en el mismo hombro en el que cargaba la de él. Charles ahora era alguien que tenía dos mochilas colgando de su hombro. Miró hacia las azoteas. —¿A dónde vamos? —le preguntó a Benita.

Entonces ella le agarró la mano y empezaron a caminar hacia el este, por esas cuadras que iban en descenso desde la ciudad hacia la zona de parque, ¿ir de la mano? Los tacos en el silencio de esa noche, ¿mostrarse así? Llegaron al final del bajo, cruzaron la avenida. De pronto, los árboles del parque, la vista del lago. De pronto, la noche. Estaban parados justo debajo del puente peatonal que separaba el norte del sur en San Miguel.

Quería estar seguro. Saber si Benita realmente se había vuelto caminando todas esas cuadras para encontrarse con él. Podía invitarla a mirar las cosas desde las alturas. Ella no parecía sentir vergüenza nunca. —Qué es mejor, caminar por sobre o debajo de las cosas —dijo él—. Porque creo que iba a invitarte al puente. Creo que iba a invitarte, ¿creo?, ¿creo que iba a invitarte?, ¿creer?

Benita lo miró; dijo: —¿Te preguntás algunas veces? ¿Por el sonido y la visión?

Habían avanzado por aquellas cuadras, en descenso. Benita parecía haber pasado por esa situación en tantas otras oportunidades; se veía como alguien que no tenía problemas con las imágenes de parejas que van por las veredas: esa clase de amor. Charles no le dijo que él sí se había vuelto para buscarla. Caminaron unos pasos más, hasta la entrada del puente por donde cruzaban los peatones. Había una valla que cerraba el paso de las escaleras, porque el puente estaba en obra. Charles nunca lo había visto despejado; ese puente estaba en obra desde que él había llegado a San Miguel por primera vez.

—Ahora va a pasar un auto —dijo ella—. He tenido ese recuerdo. Y también me he visto a mí misma, en el futuro, recordando esta clase de momentos.

Charles le preguntó si quería esperar allí hasta que pasara el auto o si prefería subir. Benita le dio un beso corto, entonces él volvió a darle otro más profundo y más largo. Le agarró la mano, desplazó la valla hacia un costado y la acomodó otra vez, cuando entraron. Mientras subían las escaleras, frenaron en un peldaño y se dieron un beso otra vez. Aplastado, un beso bastante eterno. Llegaron a las alturas, caminaron hasta la mitad del puente. Se quedaron allí, mirando hacia las montañas. —En el futuro —dijo Charles—. Vas a recordarlo siempre. Ningún auto a esa hora. —¿Vos también? —dijo Benita—. ¿Ya lo has recordado?

ML/JJD

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