Archicofradía (2001)
Imposible no conmoverse, no sentirse del lado de estas mujeres que han salvaguardado una suerte de inocencia que les permite esa entrega sin restricciones, que las predispone a dos horas de pura, indecible felicidad. Representantes de una clase media empobrecida, ellas vinieron con sus mejores pilchas, muchas después de ardua doble jornada en la casa y en el trabajo remunerado, después de -probablemente- dejar todo listo para que maridos y otros integrantes de la familia no protestaran.
Porque, harto sabido, estas actuaciones de Sandro son, básicamente, una fiesta de mujeres (“mis mujeres”, las llama Él) en la que se cuelan apenas algunos contados hombres, aves extrañas en el seno –dicho sea con triple intención- de esta archicofradía femenina en la que participan hijas, madres y sobre todo abuelas nada sofisticadas, portadoras de canas sin teñir unas cuantas. Es que al revés de lo que sucede con las fans –en general, más que con los fans- de iconos del canto y la música, habitualmente jóvenes dispuestas al peregrinaje y la larga espera, Sandro convoca a un amplio abanico de mujeres de muy distintas edades que marcharán obstinadas y jubilosas a comprar la entrada, a tomarse trenes, subtes y colectivos, a congregarse en la puerta del teatro para verlo, escucharlo, dialogar colectivamente, amorosamente con él, jugar su juego, siempre entre el éxtasis y la risa.
Si la belleza existe en la mente de quien la contempla, Sandro es el más bello a pesar de los signos evidentes de la edad (y el cigarrillo) en el rostro y en el cuerpo. A su público no le importa tener que bancarse con solícita disposición los sketches de Camero y Santoiani, si sirven para darle un respiro al ídolo antes o después de que suelte su voz milagrosamente preservada, que además del repertorio previsible ofrecerá dos descacharrantes versiones de Honrar la vida y El día que me quieras. Y hay que ver la delicadeza de trovador cortés con que trata a la chica de Merlo que se ganó –en nombre de todas- la ventura de estar con él sobre la escena y dar unos pasos de baile.
Parece mezquino detenerse en el presunto “mal gusto” de algunos detalles del vestuario o de la escenografía (nada más ortodoxamente kitsch que la reproducción del cuadro del café de Arlès, de Van Gogh, que se sale del marco, pero ese concepto no roza ni de lejos las intenciones del cantante) porque el fenómeno de este artista pasa por otro lado. Más vale tomarlo o dejarlo: las chicas de toda edad que agotaron las entradas disponibles hasta el momento –y tantas otras que no pudieron juntar la plata para comprarlas- lo toman así, incondicionalmente, con ánimo de amarlo para siempre.
Un dios sin ateas (2004)
Dios desde hace cuarenta años de una religión de mujeres, de generaciones de mujeres que practican el culto en privado oyendo sus temas, coleccionando notas periodísticas, viendo sus películas hasta que –cuando por fin se anuncian las presentaciones- llega la ansiada hora del rapto, del éxtasis. Y entonces ellas, sus almas y sus corazones vueltos hacia su deidad, se despojan de toda individualidad para fundirse enteramente con Él. Porque, obvio es decirlo, las fans no se lo disputan a Sandro entre ellas porque saben que es de todas. Y es esta comunidad de sentimientos, este vínculo de unidad que se produce en el templo –el Gran Rex, en la ocasión- lo que permite que todas las fieles de esta religión acepten de buen grado que una de ellas –la favorecida por el azar- suba al escenario y las represente, embebida de emoción al ser abrazada por su divinidad.
Pero Sandro es un dios chacotón, seductor, que se toma el pelo, que se reconoce mortal (“Me fui, pero ya volví/ la muerte no me olió,/ por al lecho me siguió…”, entona al comenzar el espectáculo, aludiendo a la gravedad de la neumonía que lo atacó a fines de 2002). Sandro se puede permitir convocar a la imponente Rita Cortese para que haga una gitana de ley, a un coro llamado Butterfly de muñequitas japonesas de kimono y rodete para que entonen Bésame mucho en japonés, y asimismo pedirle a la orquesta que interprete el inicio de Así hablaba Zaratustra… Gustos que se da el astro, que tienen su sello genuino y forman parte de la liturgia que lo suele acompañar. A ninguna de las integrante de su grey se le ocurriría cuestionar algún detalle de su show. La mística es así, entregada y confiada, absoluta, al margen de todo proceso intelectivo.
(Con mucho orgullo y alardeando un poquito, no puedo dejar de contar que, después de este último comentario, Sandro -a quien no conocía personalmente- me mandó a mi casa un ramo enorme de rosas rojas, con una tarjeta en la que decía: “Para la vergonzosa, del desvergonzado. Gracias”. Refiriéndose con este guiño a que, cuando desde el escenario nombró a periodistas presentes -para que el público del Gran Rex los aplaudiera- que se ponían de pie, yo me achiqué en mi butaca, paralizada entre la timidez y la idea de que no me merecía ni remotamente ese aplauso. Pero guardo celosamente el espectro de una de las rosas y la encantadora tarjeta firmada)
Nota publicada en la revista Damiselas en apuros