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Cómo contarle a tu padre que tu abuelo participó en el Holocausto nazi

El periodista Ricardo Dudda, autor de 'Mi padre alemán'

Laura García Higueras

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“Ahora entiendo por qué mi padre no quería hablar de la guerra”. Gernot Dudda tenía cinco años cuando huyó de su Prusia natal tras el final de la II Guerra Mundial. Sobrevivió en campos de refugiados durante una década. Acabó instalándose en España. Nunca preguntó demasiado por su pasado. Pero su hijo Ricardo, sí. El periodista sumó la grabadora a sus conversaciones, en las que reflexionaron sobre el desarraigo, la culpa, las raíces y el abandono.

Inmerso en el proceso, la muerte de su tío provocó un giro de guion irreversible. Los archivos familiares que heredó desvelaron un dato que ni él ni su progenitor conocían: su abuelo fue policía del Tercer Reich y participó en el Holocausto en Bielorrusia, Rusia, Letonia y Lituania entre 1943 y 1944. Él fue el encargado de darle la 'noticia' a su padre y ha contado cómo lo hizo en Mi padre alemán (Libros del Asteroide).

“Al principio no sabía qué hacer. Quería escribir sobre sus años como refugiado pero saber que mi abuelo estuvo implicado en la limpieza étnica de Europa del Este cambió radicalmente el foco. Decidí convertir el libro en un 'cómo lo digiero yo' y 'cómo se lo voy a contar a él', porque no tenía ni idea. Ha sido un exorcismo”, revela el autor a este periódico. La primera reacción de su padre fue el silencio, también la reflexión: “No quiero ser recordado como el hijo de alguien que hizo esas cosas”.

“Si uno mira hacia atrás encuentra cosas feas. Muchos alemanes pensaron lo mismo en la posguerra. Mi padre ni siquiera se quedó en Alemania. Se mudó a Burgos en 1963, poco antes de que su generación empezara a preguntarle a sus padres qué hicieron durante el nazismo”, escribe en las páginas del volumen en el que biografía e investigación se funden para conformar un relato honesto, duro, lúcido y muy personal.

Recordar duele

Uno de los puntos más duros del libro de Dudda (Madrid, 1992) es el capítulo en el que su padre recuerda cómo eran las veladas de la huida, en las que la gente buscaba cualquier sitio para dormir. Cualquier cobertizo valía. “Había al menos 20 personas durmiendo ahí. Llegaron los rusos buscando mujeres para violarlas. Mi tía y mi madre bajaron la escalera y salieron a la intemperie fuera del cobertizo, a 20 grados bajo cero. Volvieron nuevamente adentro cuando los rusos se marcharon, cuando ya habían follado suficiente”, narra su padre en el ejemplar sobre el horror de una de aquellas jornadas que vivió con cinco años.

“Lo recuerda, pero nunca le pudo preguntar nada a su madre porque no se hablaba de la guerra. Era algo que había que ocultar. No había ninguna red de apoyo para todas las mujeres que fueron violadas. De hecho, si los maridos se enteraban, las rechazaban”, lamenta el periodista, “hay un montón de historias que se quedaron en el silencio porque toda una generación no quiso hablar de la guerra. Y en este caso además pesaba que para quienes lo habrían sufrido era una humillación, cuando la realidad es que eran crímenes de guerra”.

Apenas había manera de protegerse, más allá de cubrirse la cabeza con ceniza para parecer mayores, caminar renqueante y pintarse manchas para simular enfermedades. También se escondían las alianzas en el moño para evitar que les robaran. Según recoge Dudda en el volumen, se estima que hubo hasta dos millones de alemanas –de niñas a ancianas– que fueron violadas por las fuerzas aliadas, sobre todo por los soviéticos, en los últimos meses de la guerra. “Hubo soldados intoxicados con alcohol casero que asesinaban después, mutilaciones, esclavas sexuales, suicidios colectivos de mujeres, abortos”, expone el periodista.

La historia moldea el carácter

“¿Cómo explicas de dónde eres si tu lugar de nacimiento no existe?”. La realidad que vivió Gernot Dudda es extensible a otro grandísimo número de personas que tuvieron que marcharse de su país. Nació en Elbing cuando la ciudad se llamaba así y era alemana, entre 1772 y 1947. Pero hoy es polaca y se llama Elbląg: “En su ciudad natal, a mi padre no le entienden si habla en su lengua materna. Cuando viaja a Elbląg, no vuelve a casa”. “Es la historia de millones de personas en Europa del Este. Nacían de una nacionalidad y morían de otra”, explica Dudda.

El escritor defiende que el contexto es clave para entender la personalidad y carácter de cada persona, y que determina por completo los vínculos que se establecen tanto con el pasado individual de cada uno como del colectivo. Y que en este proceso, conocer la historia del 'otro' permite acercarse desde otro prisma, que es lo que a él mismo le ha pasado con su padre elaborando este libro. En el texto lo reivindica con firmeza, gracias al acto de generosidad que ha conllevado trascender y convertir tanto a él como a su padre en personajes que se abren las puertas de par en par. Leerles genera mucha ternura.

“Cuando conoces la historia real resulta mucho más fácil comprender la personal. Entiendes las decisiones que toma la gente en situaciones de desesperanza o por ejemplo por qué mi padre es una persona que ha vivido en muchos sitios. Él no aguantaba ni dos años en una misma casa. Ha tenido una vida de muchos cambios. No dejas de ser víctima de esos inicios. Él dice que es un culo inquieto porque ha sido un refugiado”. Y es que como el propio Dudda plantea en su libro: “¿Cómo deja uno su casa para siempre? No es una mudanza, es un abandono”.

Qué pasó después de la guerra

Mi padre alemán arroja luz sobre una parte de la posguerra de la que se ha hablado menos, las víctimas del bando perdedor. “Hubo millones de personas étnicas, mujeres, niñas, ancianas, desplazadas forzadamente y enviadas a Berlín, que era una ciudad en ruinas donde la gente moría de enfermedades y hambre. Que los aliados ganaran la guerra y acabaran con el nazismo no significa que no dejaran víctimas”, apunta el escritor.

Dudda recuerda en el libro que en Auschwitz, la liberación de los últimos internos judíos supervivientes del campo principal y la llegada de los primeros alemanes étnicos estuvieron separadas por menos de 15 días. Y ahí no solo había prisioneros de guerra, también miles de niños, mujeres y ancianos. En el antiguo campo de concentración nazi de Boleslawiec, en torno a 1.200 niños de entre 12 y 15 años fueron utilizados como mano de obra forzada en proyectos de construcción de carreteras. Por no mencionar las violaciones y humillación sexual sistematizada a las prisioneras.

“Es una rima de la historia muy siniestra. Hay una distancia enorme entre lo que hacían a unos y a otros, pero el simbolismo me parece muy significativo”, valora el periodista. Esto se refleja en la carta –incluida en el volumen– que escribió un exasesor de Eisenhower en octubre de 1945: “Aquí hay un castigo a gran escala, pero practicado no sobre los Parteibonzen [peces gordos del partido], sino sobre las mujeres y los niños, los pobres, los enfermos (...). Las deportaciones masivas diseñadas por los nazis proporcionaron parte de la base moral sobre la que hicimos la guerra y que dio fuerza a nuestra causa. Ahora la situación se ha invertido”.

El autor aporta que a su vez “hubo muchos años de cierto olvido que permitió a mucha gente no pagar sus crímenes”. “Mi abuelo ejerció de policía nazi a comunista sin ningún cambio. Nadie se puso a mirar sus credenciales. La Alemania soviética tenía muchos casos así porque lo que querían era levantar rápidamente la administración”, afirma.

Los horrores de la guerra, la gestión del olvido y de lo oculto vertebran las páginas de este volumen que parte de la intimidad para armar un relato universal. Y que no desiste en su empeño en detenerse a conocer los detalles, los flecos y las experiencias: “Cuando se habla de memoria histórica se dice mucho que hay que mirar hacia adelante. Pero en muchas ocasiones ese mirar hacia atrás es lo que te permite mirar hacia adelante con dignidad”.

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