Viktor Bout, el traficante de armas que alimentó las guerras de África
“Si le contara todo lo que sé, me pondrían un agujero rojo aquí mismo”, dijo Viktor Bout señalando su frente a un periodista de The New York Times en 2003. Tenía entonces 36 años y ya era un personaje muy conocido por su participación en el envío de armas a las guerras civiles de África. Tres años antes, su nombre había aparecido en un informe de un organismo de Naciones Unidas que lo señalaba como responsable del suministro masivo de armamento en las guerras de Liberia, Sierra Leona, Angola y Congo.
Viktor Anatoliyevich Bout ha pasado doce años en una prisión norteamericana y ha regresado a su país por el intercambio pactado por EEUU y Rusia a través de la mediación realizada por el Gobierno de los Emiratos Árabes. A cambio de su libertad, los rusos han excarcelado a Brittney Griner, jugadora de baloncesto condenada a nueve años por posesión de una pequeña cantidad de cannabis para consumo personal.
A su pesar, Bout se convirtió en el traficante de armas más notorio del mundo, un hecho que nunca es bueno en su negocio. En los años 90, la Administración de Bill Clinton estaba intentando poner fin a varias guerras en el continente africano y el nombre de Bout aparecía de forma prominente en varias de ellas.
Ante las dificultades legales para procesarlo, se decidió poner en circulación su nombre con la intención de dificultar sus transacciones. De ahí que el informe de la ONU fuera tan detallado e incluyera información que sólo suele estar a disposición de los servicios de inteligencia.
El interés de Rusia en conseguir la liberación de Bout, que hoy tiene 55 años, sirve para confirmar las sospechas de que había trabajado durante años para el GRU, la inteligencia militar rusa, además de para sí mismo. El intercambio de prisioneros es el sistema habitual con el que los servicios de espionaje recuperan a aquellos que han formado parte de sus filas como agentes o confidentes. No dejarlos tirados en el extranjero es una forma de favorecer nuevos reclutamientos.
En uno de los principales programas de la televisión pública rusa, el presentador, Vladímir Soloviov, celebró su liberación. Destacó que Moscú llevaba quince años intentando sacarlo de EEUU. “Nunca reconoció ser culpable. Fue injustamente condenado, pero nunca traicionó a su patria”, dijo Soloviov.
Nacido en la república soviética de Tayikistán en una familia rusa en 1967, Bout estudió en el Instituto Militar de Lenguas Extranjeras en Moscú. Su primera lengua de aprendizaje fue el portugués, una elección singular habiendo tantos idiomas disponibles de países más importantes. Quizá la decisión fue una imposición de sus jefes. Terminados sus estudios, se alistó para trabajar como traductor de las unidades de la Fuerza Aérea rusa en Mozambique, antigua colonia portuguesa.
Más allá de esa conexión, lo cierto es que lo que le impulsó después fue más el negocio que la ideología. En Angola, surtió de armas al Gobierno angoleño, apoyado por la URSS y luego por Rusia, y también a Unita, el grupo insurgente que recibía fondos y armamento de EEUU y Suráfrica. Todo aquel que pagara en dinero o diamantes podía acceder a sus servicios.
Bout fue un producto del fin de la Unión Soviética y del caos que se cernió sobre las fuerzas armadas del país después de la ruptura. En especial, se aprovechó de las cantidades inmensas de armamento que quedaron en Ucrania.
Douglas Farah, coautor del libro ‘Merchant of Death’ dedicado a Bout, explicó en una entrevista que hubo tres factores que hicieron posible sus primeros negocios: “Aviones abandonados en las pistas de aterrizaje desde Moscú a Kiev que ya no podían volar por falta de dinero para conseguir combustible y mantenimiento, inmensos depósitos de armamento que eran vigilados por guardias que recibían poco o ningún salario, y la creciente demanda de esas armas por los estados clientes tradicionales de los soviéticos y los nuevos grupos armados desde África a Filipinas”.
Un caso típico de oferta y demanda. Queda la duda de cómo pudo obtener los fondos para comenzar su negocio y sobornar a los que tenían la función de vigilar ese armamento o pagar el coste de poner en marcha su primera flotilla aérea. Además, Bout no comenzó vendiendo simplemente fusiles de asalto y munición. Sin el permiso del GRU u otro organismo de Estado, es difícil creer que hubiera podido exportar helicópteros, sistemas antiaéreos o minas antitanque en grandes cantidades.
Una cosa es que el colapso de la URSS creara una situación anárquica de la que se beneficiaron algunos emprendedores con buenos contactos, y otra muy diferente vaciar los arsenales de una base militar sin los permisos necesarios. Militares y espías habían sostenido a unos cuantos gobiernos en el exterior implicados en guerras o amenazados por movimientos insurgentes y no querían dejarlos abandonados a su suerte, en especial si había también beneficios económicos que recibir. Una operación como la de Bout no podía pasar desapercibida.
A finales de los noventa, la Casa Blanca contaba ya con fotos vía satélite obtenidas por la CIA que confirmaban su presencia en África. Las imágenes mostraban pistas de aterrizaje en lugares recónditos del continente con aviones Antonov e Ilyushin descargando contenedores con armas en favor de miembros de milicias locales. En una de esas fotos, aparecía Bout dirigiendo la operación.
“Bout era brillante. Si se hubiera dedicado al comercio de material legal, habría sido considerado uno de los grandes empresarios del mundo”, dijo al NYT Gayle Smith, ex alto cargo del Gobierno de Clinton. “Es un personaje fascinante pero destructivo. Estábamos intentando llevar la paz y Bout estaba llevando la guerra”.
Nunca fue el único traficante de armas que abastecía de armamento a las guerras africanas. Ni siquiera el único ruso. Pero era uno de los pocos que podía ocuparse de todas las fases del comercio. La compra de armas, su traslado al país en cuestión y la logística de la entrega en un punto concreto.
A comienzos del año 2000, su nombre apareció en varios artículos en la prensa internacional que detallaban su historial en África en la década anterior. Se escribió que era amigo personal de dictadores como Mobutu Sese Seko (él lo confirmó más tarde). Que hablaba seis idiomas. Que había comenzado exportando gladiolos a África. Sus aviones de carga transportaban todo lo que se podía meter en ellos, y algunos eran inmensos Antonov. La carga era legal en algunos casos. Pero los auténticos beneficios estaban en otros productos.
La guerra de Liberia fue una gran oportunidad de negocio. Su presidente, Charles Taylor, necesitaba armas en 2002 para acabar con los grupos armados que querían derrocarlo y para financiar al grupo armado que llevó la destrucción a Sierra Leona. Un empresario keniano que se dedicaba al negocio de los diamantes le puso en contacto con Bout, según reveló años después a investigadores de la ONU.
El ruso sabía cómo burlar el embargo de armas dictado por la ONU a través de certificados falsos de destino. Funcionarios corruptos de países de todo el mundo, algunos muy alejados de África, se los facilitaban a cambio de miles de dólares. Él ganaba millones gracias a esos documentos.
Un viceministro británico lo llamó en el Parlamento “mercader de la muerte”. El apodo saltó a la mayoría de los titulares sobre él. Siempre se ha dicho que la película 'El señor de la guerra', protagonizada por Nicolas Cage, está vagamente inspirada en su historia.
En una entrevista con Der Spiegel cuando ya estaba detenido en Tailandia antes de su extradición a EEUU, Bout admitió a qué se dedicaba. Sostenía que no hacía nada diferente a la actividad de muchos gobiernos. “Yo he transportado armas. He transportado armas para el Gobierno de Angola. A mediados de los noventa, volé con armas, sólo las transportaba, nunca las vendía, para el Gobierno afgano de Ahmed Sha Masud y Burhanudin Rabani. También transporté tropas francesas para la Operación Turquesa” (el envío de soldados franceses a Ruanda).
Le preguntaron por sus envíos de armas en favor de Jean-Pierre Bemba, señor de la guerra en Congo. “Bemba no ha hecho nada malo. Es amigo mío. No es un asesino. Pero también tuvo un problema con los norteamericanos, que de repente le abandonaron”.
Bemba, vicepresidente de Congo entre 2003 y 2006, fue detenido en Bruselas en 2008. El Tribunal Penal Internacional le condenó en 2016 a 18 años de prisión por crímenes de guerra.
El hecho de que confesara haber sido amigo de Mobutu, Masud o Bemba demostraba que prefería hacer negocios cara a cara con sus mejores clientes. Fue la razón del error que cometió en 2008 cuando se trasladó a Tailandia para vender armas, incluidos misiles antiaéreos, a las FARC colombianas a través de la intermediación de un antiguo miembro del espionaje surafricano.
Tailandia es un país cuyos militares y servicios de inteligencia siempre han tenido buenas relaciones con EEUU. Por otro lado, también era un país en el que Bout creía que podía entrar y salir con facilidad por sus laxos controles de inmigración y con muchos turistas occidentales entre los que podía pasar desapercibido, además de la posibilidad clara de sobornar a funcionarios locales.
Su interlocutor estaba trabajando para la DEA norteamericana. Se dice que le tendieron un lazo con un comentario según el cual esas armas podrían llegar a utilizarse contra tropas de EEUU. “Luchamos contra el mismo enemigo”, dicen que respondió. Fue detenido y extraditado años después a EEUU.
La demostración más evidente de que Bout no despreciaba a ningún cliente es que sus aviones se utilizaron para el transporte de personal norteamericano en Irak. Eso ocurrió incluso después de que el Gobierno de George Bush prohibiera a cualquier organismo del país que firmara contratos con Bout. El veto no impidió que esos aviones trasladaran a personal del Departamento de Estado o de empresas privadas contratadas por el Pentágono, al menos hasta finales de 2005, según Douglas Farrah.
En una de las pocas entrevistas que dio antes de ser detenido, Bout intentó justificar sus actividades de una forma poco convincente. “El problema es el sistema. Las armas no son tan diferentes a los medicamentos. En realidad, los medicamentos pueden ser más peligrosos que las armas”.
La conclusión que se puede sacar de estas frases es que los traficantes de armas no deberían conceder entrevistas.
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