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Opinión

Actuar es otra cosa

Tamara Tenenbaum Ensayo general rojo

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La primera vez que fui a una clase de teatro pensé que me iba a ir genial. No conozco muchas historias que empiecen así, no sé si porque de verdad tengo el narcisismo más desbocado que el promedio de la gente o porque a mí me gusta demasiado confesar este defecto, pero la realidad es que fui confiando en que el oficio con la palabra y la falta de pudor me iban a convertir en la próxima Pilar Gamboa sin muchas escalas. Lo que sucedió fue esto: es verdad que las primeras clases de teatro alcanzó con mis armas modestas para colocarme en un lugar más o menos visible de la clase, pero esos espejitos de colores se quebraron muy rápido. Yo podía contestar rápido algo más o menos coherente, pero rara vez algo que les diera a mis compañeros un material con el que que trabajar. Tampoco entendía cómo construir algo que fuera más allá de las palabras: me concentraba en seguir la conversación, como si se tratara de no dejar caer una pelota, y me costaba ver que armar y sostener una escena tenía más que ver con afincarse en una emoción que con seguir pasando palabras una atrás de otra, como cuentas en un collar que se acumulan, todas iguales, una atrás de la otra.

Sin dudas, igual, lo que más me difícil se me hacía era la escucha: me resultaba casi imposible subirme al estado emocional o al universo que el compañero proponía. Me pasaba lo mismo que nos pasa a la mayoría de los seres humanos (lo dijo Borges) en las conversaciones, que es que mientras la otra persona hablaba, en lugar de escuchar, yo estaba pensando en lo que yo iba a contestar, en lo que iba a hacer inmediatamente después. Yo había visto muchas veces versiones muy esquemáticas de clases de teatro o actores conversando con directores en series y películas, en las que se habla de “la motivación del personaje” y demás psicologismos. Pero en las clases de teatro a las que yo fui, al menos, la sensación era que pensar en eso era contraproducente; casi que pensar parecía ser contraproducente. Había que aprender a no anticipar, a no predecir, a dejarse sorprender genuinamente y hacer algo con esa sorpresa. Es como si los actores tuvieran que educarse en hábitos contraintuitivos, contrasociales: habitar el presente como si fueran personas completamente desprovistas de futuro, amputarse la parte de la mente que se dedica a la estrategia y el cálculo.

Tomar clases de teatro me enseñó muchísimo sobre qué es actuar bien. Empecé a mirar a las actrices y a los actores de manera distinta, a entender que los que más me interesaban eran los que lograban transitar sus personajes con verdad pero con algo más que verdad, no limitándose al verosímil sino sumando una especie de brillo sobrenatural, produciendo un mundo en lugar de reproducirlo. Empecé a ver cómo hacían eso con el cuerpo, con la voz, con la forma de mirar y de moverse. Aprendí también, creo, a escribir para los actores: algo me quedó en el cuerpo, en el cantito mental, que estoy usando ahora para escribir teatro y guiones. La sensación que la actuación, cuando es actuación de verdad y no sencillamente decir texto, ocupa espacio, y que entonces es necesario que las palabras dejen ese espacio, que no cubran todo lo que sucede para no aplastar los cuerpos de los actores.

Pero sobre todo, aunque suene tan trillado que me da vergüenza escribirlo, durante los dos años que pasé estudiando teatro aprendí mucho sobre mí misma. No tanto porque la actuación me llevara a un lugar introspectivo o emocional, porque no llegué lo suficientemente lejos como para que eso pasara, sino porque hacía mucho tiempo que no me dedicaba con ahínco a algo en lo que fuera tan profundamente mala. A la mayoría de los adultos nos pasa eso: después del colegio, creo, casi todos nos limitamos a perfeccionarnos en cosas para las que ya tenemos o al menos sentimos que tenemos alguna facilidad. Mi impresión de tener talento natural para la actuación, como dije, duró menos de dos semanas. Y sin embargo persistí un buen tiempo, porque aunque no creo en toda esa tontería protestante de huir de las zonas de confort, pensé que había algo interesante en seguir explorando ahí. El lunes pasado vi la obra Dos bailarines desnudos, de Florencia Werchowsky. En la obra, dos bailarines clásicos reflexionan, entre otras cosas, sobre las virtudes y los límites de sus cuerpos: en las disciplinas físicas, me doy cuenta, la noción de la frontera infranqueable, del modo en que lo que una puede producir queda mucho más lejos del propio control de lo que una cree, está mucho más presente que en disciplinas como la literatura o la filosofía. En un momento, cada uno de los bailarines enumera las ventajas y desventajas que sus cuerpos les trajeron de nacimiento: buen empeine, tendencia a engordar, hiperlaxitud, algo que llamaban “piernas banana” que no llegué a entender qué era pero quedaba del lado de las ventajas. Aunque ninguna de estas características decide por sí sola el destino de un bailarín, me resultó impactante pensar en cómo desde chiquitos ellos aprenden que tienen limitaciones externas objetivas. Incluso los mejores bailarines las tienen; y así y todo lo que eligen es seguir bailando, no porque sea fácil sino porque de verdad no se imaginan pisar la Tierra haciendo otra cosa. Por supuesto que jamás me pasó eso con la actuación, que no llegó ni siquiera a ser un hobby para mí; pero para los que trabajamos con la mente y sentimos, a veces, que todo se puede sortear con fuerza de voluntad (también porque los parámetros son menos objetivos: es más difícil que alguien te avise lo mal que escribís y que eso se lea como un juicio indiscutible) hay algo interesante en habitar a conciencia y sin esperanza el límite de la propia capacidad, las ganas infinitas de que en esta escena pase algo y la imposibilidad absoluta de que pase algo. Fuera de los oficios, por supuesto, todos estamos embarcándonos constantemente en empresas destinadas al fracaso: vínculos, militancias, búsquedas personales. Ser una pésima actriz también me enseñó algo sobre eso, aunque es la parte que más me cuesta explicar.

El viernes, dos días antes de la publicación de esta columna, “actué” en un escenario para cien personas. Me invitaron a hacer la obra Conejo blanco, conejo rojo del autor iraní Nassim Soleimanpour: no hay ensayos ni dirección, solo un texto anillado que te entregan cuando subís al escenario y que tenés que leer por primera vez en el momento sin haberlo visto jamás, intercalando con diversas acciones e instrucciones indicadas ahí mismo. Pensé mucho en lo que iba a hacer, y un poco terminé haciendo lo que esperaba de mí misma: apoyándome en mis zonas de confort, en la ironía, en la posibilidad de comentar un poco el texto y hacerme la inteligente, incluso en ciertas esnobeadas sobre la traducción que retrospectivamente me dan vergüenza. Supongo que los bailarines de Werchowsky me dirían que está bien, que es lo que hacemos todos: apoyarnos en nuestras piernas banana, en nuestros empeines fuertes y bien torneados, para ocultar lo que nos falta al mismo tiempo que —finalmente— también lo estamos habitando

TT

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