Un año del RIGI: negocios millonarios, derechos en jaque y daños irreversibles

El Régimen de Incentivo para las Grandes Inversiones (RIGI), contenido en la Ley Bases, es un régimen que busca fomentar inversiones que consistan en un piso mínimo de 200 millones de dólares a partir del otorgamiento de beneficios aduaneros, cambiarios y fiscales por 30 años.
A un año de su puesta en marcha, desde el Observatorio del RIGI —integrado por organizaciones sociales, institutos de investigación y académicos— monitoreamos los proyectos que se incorporan formalmente al régimen. Los resultados están lejos de las promesas iniciales: hasta ahora se presentaron 19 solicitudes de adhesión, de las cuales 7 fueron aprobadas y 1 rechazada. La “avalancha de capitales” aún no llegó, mientras el régimen ya garantiza beneficios extraordinarios a un reducido grupo de grandes inversores.
El RIGI favorece a megaproyectos de infraestructura, forestales, de hidrocarburos y mineros vinculados al cobre y litio, entre otros. Se trata de proyectos con altos impactos ambientales, ecosistémicos y sociales. Sin embargo, este régimen de privilegios omite cualquier referencia a los daños que estos mega proyectos provocarán al clima, a la naturaleza y a las comunidades.
Asimismo, la ola desreguladora representa un peligro para la legislación social y ambiental ya que la propia Ley Bases establece que, cualquier norma que “limite, restrinja, vulnere, obstaculice o desvirtúe” los privilegios otorgados, será considerada “nula de nulidad absoluta e insanable” (art. 165 Ley Bases) .
De esta forma, el RIGI se erige como una arquitectura legal que no sólo concede enormes privilegios a los inversores sino también anula aquellas leyes o regulaciones que pudieran limitar, desde una perspectiva comunitaria, social o ambiental, los megaproyectos extractivos y de infraestructura.
Bajo el ropaje de la supuesta prosperidad que traerán las inversiones, se les garantiza inmunidad frente a la ley. Ni la Ley de Inversiones Mineras de la década del 90 se atrevió a tanto. La Ley Bases y el RIGI pretenden generar un sistema legal paralelo olvidando las leyes locales, nacionales y los Tratados de Derechos Humanos que gozan de jerarquía constitucional. Pero, la Constitución Nacional es más fuerte. Y los derechos individuales encuentran límites constitucionales cuando se encuentran en juego derechos de incidencia colectiva.
En Argentina, 30 años es una eternidad. Son siete mundiales de fútbol y siete períodos presidenciales. El RIGI representa un paquete de privilegios para inversores millonarios por las próximas tres décadas sin medir ni analizar las consecuencias futuras. Se han aprobado 3 proyectos de empresas extractivas de petróleo y gas, contradiciendo abiertamente los compromisos climáticos asumidos por Argentina al ratificar el Acuerdo de París.
De esta manera, se tensionan las estrategias nacionales de adaptación y mitigación al cambio climático y el camino hacia una transición energética justa. El hecho de brindar semejantes privilegios por las próximas tres décadas no sólo compromete a futuros gobiernos sino también a las generaciones futuras.
Cuando se debatía el proyecto de Ley Bases, advertimos que el RIGI utilizado para la aprobación de proyectos mineros implica un serio peligro para el agua en los territorios cuando establece que “los proyectos de exportación estratégica de largo plazo no podrán ser afectados por restricciones regulatorias sobre el suministro, transporte y procesamiento de los insumos destinados a tales exportaciones” incluyendo regulaciones “en base a prioridades de abastecimiento interno” (art. 193 Ley Bases).
El Decreto reglamentario, publicado hace exactamente un año atrás, no logró disipar este temor ya que solamente aclara que los incentivos no podrán interpretarse como liberación respecto de restricciones, controles y/o prohibiciones que tengan por finalidad “garantizar, asegurar y preservar la seguridad, salud y el bienestar general de la población” (art. 90 Decreto 749/24). Nada dice el Decreto sobre el derecho humano al agua, al ambiente, al clima sano, al paisaje, a los valores culturales o a la sustentabilidad de los ecosistemas. Esta omisión no nos sorprende ya que las palabras “ambiente”, “cambio climático” o “biodiversidad” parecieran prohibidas en el lenguaje oficial.
Ha transcurrido un año desde la reglamentación del RIGI. Las grandilocuentes promesas de progreso no han llegado a los territorios mientras que los derechos humanos en asuntos ambientales se encuentran en una encrucijada. Los eternos privilegios concedidos a las empresas colisionan con derechos fundamentales. En este contexto, el Gobierno y los proyectos beneficiarios de los incentivos deben recordar que nadie tiene un derecho adquirido a destruir el ambiente, el clima, la biodiversidad ni a vulnerar los derechos de las comunidades.
*Los autores de esta columna, Cristian Fernández y Guillermina French, son coordinador de Legales y responsable de investigación, respectivamente, en la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN).
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