Opinión

La belleza es una Gloria eterna

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Es de mal gusto hoy hablar públicamente de la belleza o la fealdad de las mujeres; entiendo el punto, y en alguna medida hasta lo comparto, pero es un problema para mí, porque es uno de los temas que más me han interesado en la vida. Mis amigas conocen muy bien la parte más superficial de este interés; lo conoce, también, cualquiera que haya entrado alguna vez al baño de mi casa o se haya duchado en mi bañera repleta de frascos incomprensibles. Pero no escribo tan seguido, tal vez, sobre lo que siempre me ha seducido del tema: la sensación de que la belleza de una mujer hace una diferencia profunda en su manera de habitar espacios, en su forma de percibir y ser percibida, en la ternura o la dureza que el mundo le devuelve. Mi inclinación está lejos de ser original: la escritora y guionista Nora Ephron tiene un texto muy bueno sobre esto, titulado “On Never Having Been a Prom Queen” (“Sobre no haber sido nunca la reina del baile”), y sospecho que las mujeres que escribimos, que justificamos nuestra obsesión con mirar a las demás chicas en una profesión y en general nos tenemos más confianza en el papel que en la foto, tendemos a pensar en esto mucho más seguido de lo que confesamos. La cosa es que me parece imposible, entonces, hablar sobre Gloria Steinem —que acaba de recibir el Premio Princesa de Asturias— sin hablar de lo linda que es, de lo linda que fue siempre.

Es posible que si Gloria Steinem no es hoy tan conocida internacionalmente como otras feministas del siglo XX — quizás mucha gente que sí sabe quiénes son Simone de Beauvoir, Virginia Woolf o incluso Judith Butler jamás la haya oído nombrar— se deba a que antes que una autora para la posteridad Steinem fue una habitante de su presente: una periodista comprometida, una organizadora inteligente y una activista feroz. La obra que dejó es más difícil de firmar que Una habitación propia o El segundo sexo, pero no por eso menos tangible: Steinem fue una figura importantísima en el debate democrático norteamericano, al poner sobre la mesa temas como el aborto y la anticoncepción, y también fue clave en la construcción del feminismo como fuerza política multisectorial con poder de lobby en Estados Unidos, y de su alianza de larga data con el Partido Demócrata. Como a cualquier otro líder, a Steinem le tocó ganar, perder y negociar —bueno, o quizás le tocó más perder: las feministas norteamericanas, como las del mundo en general, le han dado mucho trabajo y recursos valiosos a partidos y organizaciones que les soltaron la mano ni bien les resultó conveniente, como hizo el candidato presidencial demócrata de 1968 George McGovern cuando decidió sacar sin aviso el aborto de su plataforma, a pesar de que Steinem había conseguido, incluso, al mayor donante de su campaña—. Como a cualquier periodista con más de medio siglo de carrera, también le ha sucedido tener que retractarse o comentar el “contexto original” de muchas cosas que dijo o escribió hace muchos años, en otros momentos del debate feminista; como le puede pasar, también, a cualquier activista, muchas de las posiciones que sostiene hoy —por ejemplo, sobre la pornografía— pueden parecerles un poco anticuadas a las nuevas generaciones. A pesar de todo eso, Steinem sigue ahí: opinando, militando, apoyando o destrozando candidatos, discutiendo públicamente, no para probar su relevancia sino porque evidentemente es un animal político. Steinem sigue ahí porque no puede hacer otra cosa.

Y así y todo, yo quería hablar de su belleza, y no solo porque sea una obsesión mía, sino porque creo que es pertinente. De hecho, aunque nunca hayan oído hablar de Gloria Steinem, es casi seguro que si la googlean reconocerán alguna de sus fotos de juventud. Su pelo largo rubio partido al medio y sus anteojos enormes son absolutamente icónicos; pocas imágenes deben haber aparecido más que la suya en esos montajes que usan las películas y las series para contarnos que estamos en los ‘60. A pocas feministas se las conoce más de cara que de nombre; y ya en esos años muchos y muchas, incluso muchas compañeras, acusaron a Steinem de superficial, o de utilizar el feminismo como si fuera solamente un par de zapatos de taco que le quedaban bien, igual que hoy se acusa a las actrices de comprometerse con la lucha solo para la foto. Por supuesto, esa misma belleza que le valía la desconfianza y el ninguneo de cierta gente le abría puertas que no se despliegan ante los pies de cualquiera, cosa que Steinem sabía y aprovechaba. Me parece interesante que no haya demasiados registros de Steinem hablando de esto, aunque todo el resto de las personas que la rodeaban lo comentaba seguido; ella no quiso defenderse, ni explicarse, ni convertir su estética o sus decisiones en un asunto de Estado. Tampoco hizo el intento de “afearse”: ese pelo precioso sale con los claritos hechos y el volumen perfectamente armado en la coronilla en casi todas las fotos que encuentro de ella. Lidió con las críticas y los privilegios con el mismo desparpajo con el que hizo todo: los ojos en la meta, que lo demás no importa.

Pero hay otra razón, una más importante, por la que que yo quería hablar de la belleza de Gloria Steinem, y es que creo que el mejor texto que escribió se trata de eso sin tratarse de eso: hablo de “A Bunny’s Tale” (“El cuento de la conejita”, podríamos traducir), una crónica en dos partes que Steinem publicó en la revista Show en 1963 sobre su experiencia como conejita playboy infiltrada en el Playboy Club de Nueva York. La crónica es fresca y divertida, y eso ya es muchísimo mérito teniendo en cuenta el tema y la perspectiva. En el texto sobre las reinas del baile que mencioné más arriba, Nora Ephron habla de su dificultad para empatizar con los problemas de las mujeres hermosas: es un trabajo generar, en una crónica como esa, una voz querible, que haga olvidar al lector y sobre todo a la lectora que la mayoría de las periodistas no podrían hacer esa nota porque jamás las tomarían para el puesto. Además de ser amena, la nota tiene mucha verdad, mucha inteligencia y nada de solemnidad: para una feminista antiporno y antitrabajo sexual como Steinem habría sido muy fácil caer en esos lugares. En cambio, el texto termina siendo un testimonio de la importancia de la experiencia, de la interacción con las personas reales y los cuerpos presentes: lo que Steinem aprende sobre cómo trataban a las conejitas y las demandas que ellas tenían es mucho más interesante y verdadero que cualquier consigna que ella pudiera sostener en otro contexto. Abrir los ojos a la textura real de la experiencia, pensé la primera vez que leí esta crónica, es un desafío que paga tanto en términos de la escritura como de la política. Le costó caro, además, a Steinem; alguna vez contó en una entrevista que por un tiempo después le costó que le dieran otras notas. Quedó encasillada en el papel de la conejita, incluso para sus propios editores. Por suerte, lo enfrentó con la misma indiferencia paciente con la que encaró todas las otras ocasiones que la quisieron encasillar: a veces, pienso también mientras releo esa entrevista, la persistencia silenciosa no es solo la estrategia más elegante, sino la más combativa.    

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