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OPINIÓN

Caballeros del goce

Donald Sutherland, el Casanova de Federico Fellini.

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En otras ocasiones, incluso para este mismo medio, escribí sobre el varón seductor. Si de algún modo pudiera resumir lo planteado, diría: el seductor no realiza un deseo, sino que busca confirmarse como deseante y, en el encuentro con otra persona, construye una escena de la que es espectador antes que protagonista.

Por eso el seductor puede irse de boca, decir lo que se espera de su rol, prometer cosas que nunca cumplirá y, luego, una vez concluida la fantasía proyectada, desaparecer. En este punto, el seductor –como ya dije en otras oportunidades– no es un Don Juan, ni mucho menos un histérico. La suya es una posición específica y si hoy no volveré sobre estas distinciones, es porque quiero agregar un nuevo perfil que, a su vez, cabe distinguir de la que se pone en acto en la seducción.

La presentaré de un modo clínico. Diré que, en los últimos años, muchas veces escuché los casos de personas (sobre todo mujeres) que se quedaban en un vínculo de sufrimiento, del que no podían tomar distancia, porque en esa relación se jugaba una satisfacción sexual de la que no se podía prescindir. A estos varones se los reconoce por sus virtudes amatorias, que producen una gran dependencia.

Se trata de varones que –más cerca de Casanova que de Don Juan– se prestan más que bien a la aventura sexual, son hábiles conocedores del goce femenino y hasta se les atribuye un saber-hacer sobre el placer. Lo que llama la atención es que nunca queda bien en claro por dónde pasa su propia satisfacción, tan dedicados a que goce el otro.

Se trata de varones que trabajan para el goce del otro y, si tuviera que recordar la vieja definición lacaniana de la perversión como “cruzado del goce”, diría que hay en ellos un dejo perverso, por el modo en que apuntan a ese goce, pero no pueden poner nada más; es como si desconfiaran de los asuntos del amor.

Excelentes amantes, pero que no se engañan con las cosas del querer. Es que cuando un varón está afectado amorosamente, algo de su potencia sexual se resiente. El mejor ejemplo para demostrar esto es la impotencia –más o menos transitoria– que les toca vivir a algunos varones cuando, por fin, consiguen estar con la mujer que desean.

Curiosamente, estos mismos varones (llamémoslos del deseo, para nombrar a los otros por el lado del goce) no son impotentes cuando se masturban, ni cuando están con una mujer que no les interesa demasiado. Mejor dicho, no son impotentes cuando el encuentro ocurre íntegramente en la fantasía.

Cuando un varón afectado por el amor, además le pone el cuerpo al deseo, no es raro que aparezca un síntoma (como la impotencia). Los caballeros del goce, en cambio, no llegan a estar de cuerpo presente. Más bien están como instrumentos del cuerpo del otro y obtienen su placer del placer del otro. Por supuesto, que esta retroalimentación de la satisfacción está siempre –en los mejores casos– en una relación sexual. A lo que me refiero es a la situación en que este se vuelve un componente autónomo.

No quisiera generalizar, porque los fenómenos que voy a mencionar a continuación es posible que estén en circunstancias muy diversas, pero pienso en los casos de varones para los que acabar no es del todo importante, que a veces prescinden de este aspecto, cuyo goce gira en torno al autoerotismo de la mirada y la voz, con una inclinación parcial, como si se avinieran muy bien a funcionar –parafraseando una expresión de Paul Preciado– como un “dildo de carne”.

En efecto, estos varones conocen los artificios de la carne, pero no del cuerpo. Y para quienes se los encuentran, se pone en juego una dependencia que, en segundo tiempo, busca plantear algunas preguntas: ¿cómo puede ser que tengamos esta cama y, sin embargo, luego permanezca impertérrito? La respuesta es tan clara como difícil de entender: el caballero del goce no se interesa por esa zoncera que es el amor.

Este desentendimiento del amor como vía de acceso a lo sexual es lo que desde hace un tiempo llamo “perversión ordinaria”. Ya no se trata de la perversión de los exhibicionistas o voyeuristas que, en el siglo XIX, paseaban por las plazas en busca de colegialas a las que mostrarles sus genitales, ni de los que se escondían en los baños públicos.

El perverso del siglo XXI es bastante más normal. Ya no colecciona trenzas ni zapatos (aunque en Internet hay furor de páginas de fetichistas sin fetiches, es decir, de fanáticos de los pies), pero sí –como todo perverso– es un adorador del goce que, cuando se lo quiere conocer en su misterio, mejor que sea el de la mujer.

Como ya otras veces escribí en esta columna, diré que el amor no es un sentimiento, sino el acto de encontrar el propio cuerpo en otro cuerpo. El perverso es quien se defiende de este paso; puede ofrecer su carne para la satisfacción del cuerpo del otro, pero se sustrae a que su cuerpo se vea afectado. Por eso, no hay mejor detalle para conocer al varón enamorado que la torpeza, desde el síntoma mínimo de las piernas que tiemblan hasta la impotencia –a la que me referí anteriormente. Después de todo, el varón ama con todas sus vacilaciones, con las resistencias que lo hacen avanzar como un cangrejo, pero así y todo no deja de avanzar.

Otra cosa es el varón que no avanza, que está perdido sin su estupidez –para recordar la canción. Para estos varones que no son donjuanes ni histéricos, ni seductores prevenidos que se refugian en una escena, mejor conservar la nominación de “caballeros del goce”.

LL

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