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Opinion

Campeones, con el orgullo de haber apostado a todas las formas posibles de la belleza

Festejos por el título del mundo frente al Teatro Colón

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En el fútbol, la representatividad funciona mucho mejor que en la política. Es mucho más notorio por estos días, cuando la definición de democracia (el pueblo gobierna a través de sus representantes) ha sufrido algunas distorsiones. Y el que parece gobernar es el poder económico a través del aparato judicial, sin que las coartadas de la prensa asociada sean suficientes para disimular esta evidencia.

En el mundo de la pelota, decíamos, la cosa es muy otra. Mucho más con esta selección que acaba de consagrarse campeona del mundo. El pueblo –perdón que insista con un término arcaico– siente que los jugadores de la Scaloneta interpretan con fidelidad hasta el último de sus movimientos. O, mejor dicho, de sus deseos. La gente juega a través de Messi y sus socios. Ellos –Messi, sus socios y la gente– son, por un tiempo, la patria. 

Este Mundial ha sido un estado de celebración permanente. De vigilias eufóricas, de cantos emotivos –ese “Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar” es un golpe al corazón–, de invocaciones esotéricas –el Diego desde el cielo hizo lo suyo, qué duda cabe–, de conquistar la calle cotidianamente a pesar de la vocación represiva de la policía porteña. Vivimos en estado de Mundial, sin estorbos de conciencia porque así son las fiestas. Mañana ya veremos.  

Quién sabe qué recónditas pulsiones, qué felicidades silenciadas desbloqueó este equipo. Lo pensé durante la mañana, cuando faltaban horas para la final y las multitudes (hasta los perros lucían la camiseta con el diez) asediaban las panaderías en busca de provisiones para instalarse indefinidamente frente al televisor. La excitación general terminó de llenarme de asombro cuando mi vecina, una señora de notoria acritud, de hosca indiferencia hacia sus congéneres, puso a todo volumen clásicos de la música beat de los setenta –presumo que serán sus años dorados– para ambientar la espera con el ánimo en alto. 

Si bien se mira, con esta selección gloriosa, el jolgorio en continuado solo cesa cuando se juegan los partidos. Nos acostumbraron a ganarnos el disfrute con sangre sudor y lágrimas. Ya habíamos sufrido como parturientas con los Países Bajos; la final no podía ser la excepción. En el vaivén emocional, hasta los relatores y comentaristas de la televisión mutaron a la disfonía y luego el llanto. ¡Justo ellos!, que, como las azafatas, deben por lo menos aparentar serenidad si surcamos una tormenta. Locura total, imborrable, así fue el partido ante Francia. 

Mbappé –qué genio, qué odio– en algún momento iba a aparecer. Y cuando apareció hizo estragos. Pero de otro modo la consagración no habría tenido el mismo sabor, no habría narrativa épica ni Messi habría trepado de un salto al Olimpo de los sujetos de culto, a la dimensión platónica de nuestros ángeles virtuosos y guerreros, portadores de la felicidad popular. 

La idealización concentrada en la camiseta celeste y blanca tiene que ver con la epopeya. Con el modo milagroso en que el equipo de Scaloni, cada vez que el panorama se presenta cuesta arriba, se repone. Con voluntad, espíritu solidario y talento. El coraje se demuestra sobre todo jugando bien cuando se viene la noche, cuando el rival te pasa por encima (aunque sea quince minutos) y el mundo conocido (el partido dominado, como lo tenía Argentina hasta el primer penal de Mbappé) se desploma frente a tus narices. El máximo orgullo de este equipo es haber apostado, siempre y en cualquier circunstancia, a las formas posibles de la belleza. 

Pero cuidado, la Copa del Mundo es una fiesta. Mientras nos demos permiso para que el Mundial fije los límites de la realidad, dejémonos llevar por el puro goce. Dejemos que la realidad sea puro goce. Démonos incluso licencia para el exceso edulcorado –licencia de enamorado y de borracho– y los desbordes indoloros de la adrenalina deportiva. Amamos a Enzo Fernández y Montiel (la verdad, ¿le tenían fe cuando fue a patear el penal?) como si fueran amigos entrañables, miramos la vida con la satisfacción y la benignidad de los ganadores nobles. Nos mofamos del primer mundo. Todo vale, siga siga. La tentación peligrosa es malinterpretar la fiesta, soltar el bombo y la vuvuzela y ponerse a reflexionar con finalidades didácticas. 

Hay quienes insisten –lo intentó hasta el propio Tagliafico en sus declaraciones pospartido– en destilar un mensaje, un ejemplo social a partir de la conducta y la jerarquía de este equipazo. De ahí a diagnosticar recetas para suturar grietas y disidencias existe un paso mínimo. Un paso en falso. Entonces la fiesta se torna aburrida. Porque una fiesta con moraleja es aburrida y tramposa. Que se abracen frente a la tele un sojero y un laburante o que convivan en la tribuna antiguos servicios de inteligencia y ciudadanos decentes –son solo dos ejemplos entre miles– es propio de la burbuja carnavalesca del fútbol. Alcanza con que los jugadores, como lo han hecho, se acuerden de que juegan en nombre de un pueblo, especialmente de los que “no llegan a fin de mes”, como puntualizó De Paul. 

No le pidamos lecciones al éxtasis de unos días. No inspirará soluciones políticas, no reducirá la angurria de ningún empresario, no iluminará a ningún funcionario negligente. La felicidad solo sirve para ser feliz. No la dejemos pasar que está vez nos tocó, después de 36 años, y no dura casi nada.  

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