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Opinión

Capitales del dolor

Tamara Tenenbaum Ensayo general rojo
16 de mayo de 2021 00:25 h

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Escribir sobre el dolor físico es como escribir sobre música: se trata de dos formas de la experiencia demasiado totales, que no dejan en la conciencia espacios vacíos por donde puedan entrar las palabras. Al menos yo lo vivo así: por eso me cuesta muchísimo escuchar música de fondo, y por eso también admiro la buena crítica musical más que cualquier otra forma de crítica. Pienso que la mayoría de las descripciones de la música y del dolor que he leído a lo largo de mi vida se sintieron como un par de tenazas tratando de hacer entrar un elemento filoso en una habitación llena de globos: no solo no captaban la grandeza de lo que estaban intentando contar, sino que directamente la asesinaban. Usadas indiscriminadamente, las palabras tienen ese poder, el de reducir un tránsito casi místico a una cosa del mundo. Kurt Vonnegut decía que todos los escritores que él conocía preferirían ser músicos: creo eso es cierto al menos de todos los escritores que me interesan a mí, y que tiene que ver con esto, con la sensación del lenguaje verbal como algo que, en sus mejores momentos, araña apenas una grandeza que en la música es una inundación.

No leí, creo, en toda mi vida, nada que me dé la sensación aunque sea de bordear la experiencia del dolor físico. Sí me pasó este último mes algo así en relación con la experiencia de la música, en el libro El ruido eterno: Escuchar al siglo XX a través de su música de Alex Ross. La estrategia de Ross me hace pensar en el abordaje respetuoso pero valiente de algo sagrado: en principio, parecería que se trata más bien de ir rodeando el objeto. Usar hechos históricos, anécdotas, fuentes y análisis de lenguaje musical para ir construyendo un relato en torno de algunas de las obras más importantes de la música académica del siglo XX; pero a medida que una lee es inevitable sentir que se va armando algo más genuino, que en esos rodeos hay algo tan infinitamente preciso que el eco de eso que una puede sentir al escuchar —por ejemplo— el Preludio a la siesta de un fauno de Claude Debussy se hace tan presente como es posible. Es un trabajo de filigrana y a la vez un galope: Ross sabe escuchar, sabe ubicar, sabe escribir, y sabe soltar la pluma también, dejarse llevar por la emoción que no se puede narrar.

No sé lo suficiente para intentar escribir algo valioso sobre música, pero en cambio podría haberlo intentado sobre el dolor, y nunca lo he hecho. Volví a pensar en esto un día cualquiera de esta semana —pongamos que hablo del sábado—, que me caí entrenando a la mañana. Me resbalé, me fui al piso y un poco me dolió, aunque no me hice nada serio. Me dolió lo suficiente como para volver a pensar en el dolor verdadero que sí conozco, el dolor crónico y denso que me provocó durante años, de manera más o menos intermitente (y que cada tanto vuelve a asomar la cabeza, aunque ahora lo tenga más dominado a fuerza de, justamente, entrenar), el ángulo de casi sesenta grados que tengo en la columna. Las veces que intenté describirles a mis amigas el dolor del nervio ciático empleé una estrategia muy parecida a la de Ross: se empieza por describir la parte más terrenal del asunto, la que puede ser reducida a datos concretos. Es un dolor que recorre la pierna, que se siente como si te clavaran agujas en el huesito dulce pero también en algún lugar aleatorio de la pantorrilla o el muslo, un lugar que se siente preciso pero que una vez que lo vas a buscar con un masaje se escabulle como arena entre los dedos. Es un dolor que ocupa toda la conciencia: no te deja pensar, ni siquiera pensar en que te duele. En parte creo que es porque no te deja ni siquiera sentarte, pero no es solo eso: es también la sensación de no poder localizar el dolor —distinto de lo que sucede, por ejemplo, con una herida o un dolor muscular— que lo hace sentir como un acontecimiento tan rebosante, tan capaz de cubrir todos los bordes de la realidad.   

Hay dos cosas buenas de ese dolor: primero, que conocerlo hace que de verdad todos los demás dolores —las frutillas y la contractura que me hice en el parque— duelan apenas como un recuerdo, como fragmentos a través de los que una puede hacer pasar una vida, una serie, una traducción, una conversación telefónica. La otra, y también lo digo muy en serio, es que al menos en mi caso me dejó una conexión indisoluble entre el dolor físico y la pausa de la angustia. Incluso el otro día, con esos dolores a medias, sentí por un rato largo el descanso de la neurosis. El dolor físico cansa: sufrir el cuerpo es una experiencia agotadora, y en mi experiencia el cansancio es el paraíso del neurótico (tanto que ayer, cuando a las dos o tres horas me empecé a sentir mejor, le escribí a una amiga que ya estaba para ir al parque a caerme de vuelta). Quizás esa es una característica de mi historia con el dolor; hace muchos años que sé que mis opciones son la columna que tengo o una barra de titanio, y que ninguna de las dos alternativas te puede prometer el “pare de sufrir”. Pienso que puede ser distinto para quien atraviesa un dolor que indica algo cada vez más peligroso, antes que algo crónico y relativamente conocido; y que seguramente es muy diferente, también, la experiencia de quien siente dolor hoy a causa de la enfermedad del momento, un virus tan saturado de información, palabras e incertidumbre que dudo que incluso en el peor momento te permita esa plenitud no verbal de la que hablaba yo al principio. Recuerdo otra idea sobre la que leí hace poco, la idea del claro del bosque de la que habla la filósofa María Zambrano en un libro que se llama justamente así, Claros del bosque. La cito, porque no hay palabras mejores que las que ella elige para contar esto: “Y queda la nada y el vacío que el claro del bosque da como respuesta a lo que se busca. (...)Ya que parece que la nada y el vacío (...) hayan de estar presentes o latentes de continuo en la vida humana. Y para no ser devorado por la nada o por el vacío haya que hacerlos en uno mismo, haya a lo menos que detenerse, quedar en suspenso, en lo negativo del éxtasis. Suspender la pregunta que creemos constitutiva de lo humano”. La mística siempre me costó, pero pensándola así siento que la entiendo: la música y el dolor de cuerpo como maneras de hacerle lugar a la nada dentro de una misma, para que la nada no te devore.

TT

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