La enseñanza como gesto

Volver al aula presencial significó, para mí, retomar la puesta en forma de la pregunta acerca de las maneras en las que se concibe la enseñanza -la presencia de los cuerpos produce, sin dudas, una diferencia-. Lo que pasa en un aula presencial es insustituible en una pantalla y mucho más insustituible cuando las cámaras se mantienen apagadas durante la clase. Me gusta entonces volver a tensionar la cosa, no darla por obvia ni por automática. Volver sobre esa pregunta, sobre cómo enseñar, es un modo de no apoltronarse en la “experiencia”.

Hace más o menos veinticinco años que doy clase y, aún así, o por eso mismo, cada vez que estoy frente a un curso, vuelvo a poner en cuestión la cosa. Y por “poner en cuestión” me refiero a hacerme la pregunta más o menos explícitamente: la cosa no va de suyo. Lacan postuló que en la medida en que la cuestión de la enseñanza no se problematiza es que “hay un profesor”, definido por él como el que tiene las respuestas antes que las preguntas se formulen. Y entonces lo distingue del “enseñante”, que sería algo así como un profesor que va construyendo, al modo de un collage, las piezas de la enseñanza sin preocuparse por que todo encaje. La pregunta por la enseñanza del psicoanálisis en particular fue formulada por Lacan del siguiente modo: “lo que el psicoanálisis nos enseña, ¿cómo enseñarlo?” ¿Cómo enseñar lo que se resiste a ser sistematizado? ¿Cómo enseñar sabiendo que el tropiezo es ineludible? Por la transmisión de un estilo, contesta. Un estilo no se elige, no es algo que uno sepa y que diseñe a medida, ni que se maneje a voluntad. No hay intencionalidad en lo que al estilo se refiere, no depende de las buenas o de las malas intenciones. No depende tampoco del saber. Es involuntario, pero sin dudas es efecto de una posición que sólo se puede realizar en la medida en que hayan caído los espejos en los que se pretende encontrar un ser, o un ser hecho de saber. Es involuntario, sí; pero se puede enseñar desde una posición de saber, aferrados a lo que sabemos, agarrados a que no se nos escape nada, o se puede enseñar desde una posición en la que el propio saber pueda ser agujereado, algo así como estar dispuestos a eso. La diferencia es, justamente, nuestra relación con el agujero en el saber. La diferencia es desde qué lugar pretendemos que hablamos. ¿Pretendemos o no pretendemos? De eso está hecha la diferencia.

El estilo acaso sea ese filo, esa punta que toca, que roza y cuyo objetivo no se puede anticipar ni enfocar. Acaso sea un instante en el que algo pasa más allá de lo que se dice. Y es que, como señala Jorge Jinkis, “enseñar o transmitir, si fuera posible, ocurre de un lado; aprender o adquirir, asunto dificultado, del otro. No hay correspondencia que los enlace (...) enseñar y aprender son prácticas habitualmente desintrincadas. Se encuentran, se cruzan, pero no se acomodan (...). Entre luces y sombras, sin reciprocidad, ambas experiencias siguen diversas vías de realización imperfecta”. Eso que no encaja, ese enlace imperfecto, ese acople imposible, produce un hiato por el que puede pasar algo que no se sabía que se buscaba. Se trata, en palabras de Lacan, de “un relámpago más allá de los límites del saber”.

El discurso universitario no es aquel que sí o sí se produce en la universidad. Hay personas que sostienen ese discurso por fuera de la universidad -y, a la  inversa: en la universidad puede no haber discurso universitario-. Una de las marcas de lo que no es discurso universitario es no pretender dictar siempre lo mismo. Pero no me refiero al mismo contenido de un programa, por ejemplo, sino a pretender que sea lo mismo. Juan Ritvo señala que cuando eso ocurre entonces ya no es transmisión, sino simple reproducción de contenidos. En la transmisión, en cambio, “está en juego la subjetividad del que transmite”, y agrega que si eso no es tomado en cuenta, si se pretende rechazar eso, aparece una enseñanza sin compromiso, “enunciados que se transmiten de modo anónimo y cuya verdad, si es que la hay, a nadie le interesa”. Estamos implicados en el estilo, aunque no lo sepamos. Se trata de una presencia enraizada en la voz, en el cuerpo, en los gestos. Y eso no es indiferente ni independiente de la producción de saber que pueda precipitarse como efecto.

Estamos en tiempos en los que, como dice Jinkis, se espera que el saber funcione. Hay una especie de demanda que pasiviza a quien la sostiene y delega todo el saber y el poder en el otro. Hay una búsqueda constante de certezas, de afirmaciones que se mantengan en su lugar y que mantengan los lugares. Hay una especie de rechazo a los agujeros del otro -y a los propios- y a la inestabilidad de ciertos saberes. Hay por momentos necesidad de que todo se pueda subsumir en la educación. Asistimos a la constante pedagogización de la vida por todos los medios. Por eso creo que mansplaining no es algo que pueda subsumirse en los varones -más allá de que existan varones muy dispuestos a explicarnos-, sino que se refiere a una posición enunciativa. Hay muchas personas que demandan saber y eso institucionaliza y legitima  a muchas otras dispuestas a dárselo. “Primero practiqué y luego, un día, me puse a enseñar”, dijo Lacan. Y pienso que esta época está colmada de personas desesperadas por enseñar, por instituirse en posiciones de saber. Leo esas cuestiones de época como modos de abolir las experiencias singulares e intransferibles.

Vuelvo a Roland Barthes como se vuelve siempre al amor. Podría volver a cualquier texto y encontraría algo de su posición enunciativa contra toda solemnidad del saber, contra los profesores que no vacilan y contra los saberes que opacan y entristecen, que desvitalizan y aplastan el deseo. Pero vuelvo a la Lección inaugural, porque ahí queda explicitado lo que para él significa enseñar. Y porque recuerdo, todavía, la sensación de alegría que tuve cuando leí por primera vez que había llegado para él el momento, no sólo de enseñar lo que no se sabe, sino de “desaprender, de dejar trabajar a la recomposición imprevisible que el olvido impone a la sedimentación de los saberes, de las culturas, de las creencias que uno ha atravesado”. A esa experiencia la llama “sapientia: ningún poder, un poco de prudente saber y el máximo posible de sabor”. Y ahora también encuentro esta otra formulación de Barthes: “creo, en efecto, que, para que haya una relación de enseñanza que funcione, es necesario que el que habla sepa apenas un poco más que el que escucha (incluso a veces, sobre algunos puntos, menos: son movimientos pendulares). Investigación, y no Lección”.

Vivimos tiempos de aleccionamientos, de dedos levantados y de bajadas de línea. Me alivia volver sobre los textos en los que se da testimonio de que aquello que deja marcas, de que aquello que afecta los cuerpos es otra cosa. Acá tan solo un ejemplo: Juan José Becerra subraya que lo que deja marca es menos lo que se dijo que el gesto con el que se sostuvo eso que se dijo. De eso está hecha una enunciación. Para Becerra, la maestría se encuentra -no se busca, es un hallazgo- “en el deseo de entrar a un mundo exclusivo, en la electricidad que produce en el cuerpo la sensación de no saber (y el efecto retráctil de salir de allí como si uno estuviera bajo el agua), y en la pasión ya no de lo transmitido sino del transmisor que, volatilizado por el amor a lo que estaba describiendo, produjo una escena inolvidable en la que me veo como un pez mordiendo menos el anzuelo que su resplandor dorado”.

AK