Ensayo

El factor Perón

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Hace unos días un colega de la universidad me pidió una copia de mi artículo sobre “Perón, el europeo”. Su pedido me sorprendió porque no recordaba haberlo escrito. Pronto, sin embargo, me dí cuenta que estaba haciendo referencia al texto en el que procuré  llamar la atención a la inclinación de Perón a descifrar los dilemas de la coyuntura argentina a partir de claves extraídas de su visión  de la trayectoria de Europa de su tiempo. Al releer mi texto me pareció que valía la pena resaltar una ironía de la historia: el líder de un movimiento cuyos primeros exégetas en la década de 1960 lo clasificaron como perteneciente a la familia de los movimientos nacional- populares  propios de la periferia razonó los avatares de su peripecia política desde una óptica más global. Esta es una razón que me llevó a republicar este  artículo en elDiarioAR para que tenga una circulación por fuera del ámbito académico donde salió originalmente . Y aprovecho para hacerlo cuando todavía estamos en el mes de Julio, y se ha cumplido otro aniversario de la muerte de Perón, que encuentra al movimiento que supo inspirar en un estado de crisis para el que no se aplica cabalmente el benévolo apotegma del viejo caudillo según el cual “los peronistas somos como los gatos. Cuando nos oyen gritar creen que nos estamos peleando pero en realidad nos estamos reproduciendo”.

 A continuación, con pequeños cambios, el artículo publicado en la revista rosarina Estudios Sociales en 2014.

El ejercicio que me propongo - explorar la incidencia de El Factor Perón en la historia contemporánea de la Argentina -  no está desprovisto de riesgos. Mencionaré quizás el más importante de ellos: destacar en demasía el papel del individuo en la determinación de los hechos de la historia y dejar en un segundo plano la importancia del marco social y político dentro del que tuvieron lugar los hechos. Una biografía, se ha dicho con razón, es igual a la personalidad del biografiado más sus circunstancias. De allí que la biografía imponga una y otra vez echar también una mirada a las condiciones que moldearon su carácter y sus ideas, así como a las condiciones que hicieron posible su gravitación histórica. Al incorporar a la ecuación el papel de las circunstancias no quiero suprimir el juicio histórico.

 Todo  paisaje social y político en un momento dado encierra una variedad de desenlaces posibles. Lo que habrá de hacer la diferencia entre la potencia y el acto finalmente ejecutado estará definido por lo que hacen o dejar de hacer aquellas personalidades políticas que ocupan una posición de preeminencia en una determinada coyuntura. La responsabilidad histórica no está democráticamente distribuida. Hay individuos que tienen más recursos que el común de los mortales para modelar la arcilla humana y la trama de los acontecimientos. Más concretamente, las presidencias de Perón y su legado tuvieron una incidencia insoslayable en los derroteros de la trayectoria argentina. Perón es uno de los pocos individuos de nuestro siglo veinte de los que se puede afirmar con seguridad: sin él el curso de la historia habría sido distinto del que fue.

Como afirmaba recién, esta proposición  ¿no simplifica demasiado las cosas al recurrir a un hipótesis excesivamente personalizada? Una Sociología de vasto arraigo nos hace desconfiar de este tipo de explicaciones prefiriendo distribuir la responsabilidad histórica sobre la sociedad como un todo. Formado como he sido en la tradición de las ciencias sociales sería el último en desdeñar la contribución de fuerzas impersonales sobre los procesos históricos. No obstante, creo que el menú de opciones políticas que las sociedades tienen por delante en ciertas circunstancias críticas debe mucho a la oferta que hace los hombres que ocupan posiciones políticas claves. Seguramente la Historia no se resume en la biografía de los grandes hombres. Pero no cabe duda que la personalidad de los líderes políticos, su talante moral y sus visiones del mundo juegan  un papel considerable en la medida en que desde el lugar  estratégico  que ocupan en la vida pública autorizan unos  determinados cursos de acción más que otros.

El historiador español Juan Pablo Fusi publicó en 1985 diez años después de la muerte de Franco una biografía de El Caudillo. En una segunda edición de su libro encontró la necesidad de agregar un nuevo prólogo con el título El Factor Franco para traer al primer plano y subrayar el peso específico de Franco sobre el régimen que montó y gobernó durante 40 años. Este es también el propósito de mi texto: explorar la incidencia de El Factor Perón en la trayectoria del ancho tramo de la historia argentina en el que tuvo un protagonismo insoslayable. Para iniciar esta exploración permítanme otra referencia a Juan Pablo Fusi. En ese segundo prólogo el historiador español comentó su dificultad al encarar la empresa. Esa dificultad, nos dice, no  respondía a  razones metodológicas o de la falta de información. Más bien descansaba  en  las características de la personalidad de Franco.

 La suya era una personalidad anodina, era bajo, tenía una voz débil y un rostro inexpresivo. Su rasgo más relevante era la prudencia, carecía de preocupaciones ideológicas y sus gustos privados eran los propios de la clase media de funcionarios militares de la que provenía. No fumaba ni bebía y era escrupulosamente monogámico. En suma, sostiene Fusi, se trataba de un personaje poco atractivo, sin los atributos de un fuerte liderazgo personal. A la hora de las comparaciones el contraste con la personalidad de Perón no puede ser mayor.

Para ilustrar este contraste voy a remitirme al retrato de Perón que hizo  Bonifacio del Carril, uno de los intelectuales nacionalistas católicos que se sumó a los golpistas de 1943 para romper con ellos una vez que Perón se transformó en el hombre fuerte de la Revolución de Junio y, en sus palabras, reconvirtió la revolución nacional que ellos auspiciaban en una revolución social. En su libro “Memorias Dispersas”, publicado en 1984, del Carril escribió: “Muchas veces me han preguntado cómo era Perón en 1943 y 1944, cuando tuve oportunidad de conocerle. Tenía entonces 48 años de edad. Era alto, erguido, más bien corpulento. Era jovial y dicharachero. Le gustaba aludir a su pasado como deportista. Había tirado esgrima en el Jockey Club de Buenos Aires pero se envanecía recordando que había practicado boxeo. Para recibir a las visitas en su casa se quitaba la chaqueta militar y se ponía sobre el uniforme una salida de baño como la que usaban los boxeadores de la época. Pero era atildado en el vestir. Tenía una memoria notable, especialmente para recordar hechos y circunstancias y para reconocer a las personas. Poseía una gran facilidad de palabra, con una oratoria directa y efectiva y cierto ingenio para inventar o utilizar chascarrillos, dichos y apodos populares. Decía que la mentira tiene patas cortas pero no era demasiado respetuoso de la verdad e improvisaba sobre cualquier cosa Se contradecía sin rubor. Era muy hábil a su manera para manejar el tono de  sus conversaciones privadas y sus discursos públicos, según el resultado que quería obtener. Envolvía al interlocutor, dándole la razón por anticipado para evitar discusiones y luego recogía el argumento y lo daba vuelta según su intención. Explicaba sus actitudes sosteniendo que le eran impuestas por razones ajenas a su voluntad. En esto era cínicamente inteligente. Decidió conquistar a las masas, comprendiendo claramente que la pretensión de hacerlo desde afuera era vana y que, en cambio, debía identificarse con ellas si quería conducirlas. Y lo hizo con gran habilidad.” El perfil de Perón que se desprende de este perceptivo retrato de del Carril es ya harto conocido y, de primera o de segunda mano, nos ha sido trasmitido a través del tiempo. 

Hacia el viaje a Italia

En este repaso sucinto del itinerario público de Perón destaco que la  eficacia política de su personalidad todavía no estuvo  a la vista hacia 1930, cuando se asomó por primera vez en la escena  del país pero como actor de reparto. Ese fue el año del golpe de setiembre que puso fin al experimento democrático iniciado con la sanción de la Ley Saenz Peña en 1912. Como ocurrirá más de una vez con los golpes militares, la Revolución de 1930 fue orquestada por dos facciones militares, la facción nacionalista acaudillada por el General Uriburu y la facción liberal que respondía al General Justo. ¿Adonde se ubicó Perón en esa encrucijada de las lealtades militares? Según su propia versión de la historia, en las vísperas del golpe se vinculó a la facción nacionalista pero bien pronto de apartó de ella, desilusionado por su incompetencia para las tareas conspirativas, de allí que el levantamiento militar contra Yrigoyen lo encontrará en la facción liberal del General Justo. Producido el golpe, el General Uriburu, sobre quién  recayó la jefatura de la revolución , una vez que ocupó la presidencia procedió a purgar  a la nueva administración de elementos asociados a su rival,  el General Justo. Entre ellos ese fue el caso de Perón. Al día siguiente del golpe Perón había sido designado en la secretaria privada del Ministro de Guerra pero un mes más tarde fue separado del cargo y transferido a la Escuela de Guerra, como titular de la cátedra de Historia Militar.

Los avatares de la política militar lo condujeron así al podio de profesor y en él adquiriría una experiencia crucial para su posterior carrera política. Allí tuvo ocasión de iniciarse en las rutinas de la docencia: hablar en público, expresar sus ideas, interesar y mantener la atención de la audiencia. El ámbito militar, acostumbrado a las consignas claras y las órdenes simples, era poco propicio para la retórica engolada de los hombres públicos e imponía un estilo de comunicación llano y directo. De todo ello Perón sacaría buen partido cuando, llegado al timón del poder, hizo de la presidencia un púlpito al servicio de su propio mensaje ideológico. En 1932 volvió al centro de la corporación militar traído por el desenlace final de la Revolución de Setiembre. Luego que la tentativa nacionalista del General Uriburu fracasara en medio de la mayor soledad política,  en el año 1932 se realizaron elecciones que, con el fraude mediante, condujeron al General Agustín Justo  a la presidencia del país. Perón fue designado ayudante de campo del nuevo ministro de Guerra, el General Manuel Rodriguez  al tiempo que retuvo su cátedra en la Escuela de Guerra. Desde esta nueva posición pudo observar de cerca la exigente tarea que el  presidente Justo encomendó a su ministro de guerra: devolver la disciplina militar a un ejército que acabada de salir de los cuarteles para hacer conocer al país sus preferencias políticas. En esas circunstancias, la preservación de la unidad militar demandó una vigilancia incesante así como una manipulación constante de las rivalidades existentes en el cuerpo de oficiales. Vista a la distancia, esa fue otra  experiencia formativa en la carrera militar  de Perón ya que lo inició en el arte de las intrigas palaciegas del que sacó también buen partido años más tarde, cuando, arrolladoramente, se abrió paso  entre sus camaradas de armas para  conquistar la jefatura política de la Revolución de Junio de 1943.

El estado de efervescencia política de la corporación militar se tradujo en distintos conatos de rebelión pero Perón se mantuvo alejado de ellos. “Oficial de Gran Porvenir” fue la calificación que mereció de parte del General Rodriguez al cabo de  su paso por el Ministerio de Guerra. Su próximo destino, en 1936, fue la agregaduría militar de la embajada argentina en Chile. Durante los dos años que duró su estadía en Santiago de Chile aplicó sus cualidades personales, esto es, una estudiada y sin embargo fresca simpatía, para ganarse amigos y cumplir con la misión que le fuera asignada: obtener clandestinamente información sobre los planes expansionistas chilenos en el sur de la Argentina. Su actividad no pasó desapercibida para los servicios de inteligencia trasandinos, que infiltraron sus contactos. Pero Perón dejó Chile antes de que fuera denunciado el espionaje argentino; el escándalo recayó sobre su sucesor en la agregaduría militar, el mayor Eduardo Lonardi, que tuvo que abandonar el cargo en forma intempestiva. Unos 16 años después Perón y Lonardi volverían a cruzarse pero en circunstancias y con desenlaces  bien diferentes. 

En este breve recorrido por la carrera militar de Perón llegó el momento de evocar un nuevo avatar,  de índole más personal, que, a mi juicio, imprimió un giro  decisivo en su trayectoria. Me refiero a que en setiembre de 1938 murió enferma de cáncer, Aurelia Tizon, su esposa desde hacía 10 años. Por lo que sabemos a través de testimonios la muerte de Aurelia fue un golpe duro para Perón: decidió alejarse de todo e hizo  en soledad un viaje de 18 mil kilómetros en automóvil a través de la Patagonia, una región que conocía bien porque su padre había tenido allí propiedades rurales y en donde había pasado sus primeros años de vida. Como ha escrito uno de sus biógrafos, Joseph Page, a esta altura de su vida Perón estaba en un pantano emocional. Es posible que, a la distancia, resulte difícil imaginarlo en un estado de depresión afectiva. Los que sí lo vieron así, en ese estado,  y se esforzaron por darle una mano, fueron sus camaradas  más allegados; con ese fin se las ingeniaron para que los altos mandos del ejército lo designaran en una misión en el extranjero. En febrero de 1939  Perón viajó  a Italia para perfeccionarse en las prácticas de los ejércitos de montaña. 

Este nuevo destino le ofreció un balcón apropiado para observar de cerca la Italia de Mussolini. Su temporada italiana habría de ser, lo repetiría más de una vez, una verdadera experiencia iniciática. El encuadramiento y la movilización del pueblo italiano bajo la conducción del Duce le dejaron  una fuerte impresión, al tiempo que le permitió entrever en el corporatismo mussoliniano el sendero de la genuina democracia social hacia el que se encaminaba el mundo  para poner bajo control  los desafíos de la lucha de clases. Otra vez, esto es de sobra conocido y me parece innecesario extenderme en ello. Si me interesaría hacer aquí una pausa para detenerme en las vueltas de la suerte y preguntarme: ¿ y si no hubiera muerto Potota, como era llamada en su familia, la esposa de Perón y se hubiese prolongado en el tiempo ese matrimonio feliz ? Esto es, ¿ y si Perón no hubiese conocido el dolor de esa pérdida y por lo tanto sus allegados no hubieran tenido que acudir en su auxilio maquinando para que fuese enviado en una misión  de estudios a Italia de donde regresaría al país en posesión de las claves maestras de su futura empresa política ? Estas son todas conjeturas, ya lo sé: la historia es lo que fue y no lo que pudo haber sido. Pero estas conjeturas tienen un valor heurístico: nos traen al primer plano el papel que tienen las contingencias en la vida de los hombres públicos y, como sería  el caso de nuestro personaje, también en los derroteros de  los países.

Con los elementos que hemos reunido hasta aquí podría decirse que hasta su viaje a Italia Perón muy seguramente tenía por delante una brillante carrera como oficial del ejército. La formación militar era el principal activo con el que contaba. Por tratarse de una formación dentro de una institución tan omnicomprensiva sobre la vida de sus miembros cabría esperar, por lo tanto, que  ésta impregnara con su lógica bélica la visión de la vida pública de un hombre que desde los 15 años se había desenvuelto en sus filas. En consecuencia, no sorprende que cuando las vicisitudes de la historia del país lo proyectaron fuera de los cuarteles razonara el ejercicio de la política como una contraposición beligerante entre ejércitos en pugna. Dentro de esta matriz de pensamiento la paz es sólo un breve interregno en  la ambición natural de prevalecer el uno sobre el otro, y, a su vez,  la conducción política es el arte de suscitar obediencia dentro de la propia tropa con vistas a una guerra inminente e inevitable. Esta matriz de pensamiento ha sido la pista por muchos explorada con el fin de esclarecer y dar sentido a la actuación política de Perón. Desde este encuadre la cuestión de la incidencia de El Factor Perón remitiría a la influencia que tuvo su formación militar sobre el estilo político con el que encaró y resolvió en vida los retos que le puso la historia de su tiempo.

No es ésta, sin embargo, la pista que me interesa explorar para abordar la cuestión de la incidencia  de El Factor Perón. Mi foco no será el estilo político de Perón, un estilo político que, a mi juicio, se habría de desplegar  por otra parte con una paleta más matizada que lo que se desprendía de su formación militar. El foco del ejercicio especulativo que me propongo estará más bien colocado en la trama de las preocupaciones políticas que pautaron su comportamiento en dos momentos centrales de los diez años en que ejerció sus primeras presidencias, el momento de su ascenso al poder en 1946 y el momento de su derrocamiento en 1955.

Esas preocupaciones le fueron dictadas por la perspectiva desde la que observó la cambiante coyuntura política argentina. ¿ Cuál era, pues,  esa perspectiva?, es la pregunta que se impone responder. Y bien, según como veo las cosas, esa perspectiva fue una que Perón hizo suya como corolario de su breve pero crucial estadía en Italia. De dicha estadía regresó al país no solamente bajo la impresión de las grandes comuniones de masas en torno del liderazgo de Mussolini y cautivado por las promesas del corporatismo social como alternativa al orden liberal y a la dominación comunista. El impacto  de su temporada italiana se tradujo en la gestación de un punto de vista que habría de distinguirlo entre sus contemporáneos; me refiero a su tendencia a considerar y, por lo tanto, a  juzgar la cambiante coyuntura política argentina desde la perspectiva de los problemas y los desarrollos que caracterizaban las vicisitudes de la Europa de la época. Para decirlo con otras palabras: la mirada de Perón sobre el panorama argentino  se construyó desde el puesto de observación de la atalaya europea;  fue ella, la atalaya europea,  la que le suministró claves interpretativas por medio de las cuales problematizó los cambios que tenían lugar en la sociedad y la política del país. 

El fantasma comunista

Exploremos a continuación esta hipótesis en el momento de su ascenso al poder. Una vez que hubo consolidado su liderazgo en las filas de la Revolución de Junio Perón comenzó a desplegar una intensa actividad comandado por una obsesión, el fantasma del peligro comunista. Como lo dejó saber en más de una ocasión, el fin de la Segunda Guerra Mundial traería aparejado una expansión del comunismo. Si bien la marcha de los ejércitos  soviéticos se iba a detener en el centro de Europa, la conquista de los países del continente se prolongaría en el trabajo de zapa de los partidos comunistas a los que la victoria de la coalición anti-fascista elevaría a posiciones de poder. Esto es lo que habría de ocurrir en Italia y Francia, en donde los jefes de los partidos comunistas, Palmiro Togliati y Maurice Thorez, fueron respectivamente convocados a formar parte de los nuevos gobiernos. Con esa convicción  Perón se enfocó sobre la coyuntura argentina y urgió a la implementación de una estrategia preventiva. Su objetivo: cerrar  el paso a las huestes comunistas dentro de un  mundo del trabajo que crecía  por  obra de la expansión de la industrialización en curso.

Esa estrategia preventiva tenía dos pilares: reprimir las expresiones militantes del comunismo y a la vez remover las causas de los avances del  comunismo. La novedad de la propuesta de Perón estaba en el  segundo pilar, y éste fue el que se plasmó a través de  una apertura del estado a las demandas  del mundo del trabajo. Con la certeza de contar con una solución al peligro comunista se dedicó luego a hacer su propaganda en los círculos del establishment argentino. Al respecto contamos con un valioso documento que ilustra el tenor de sus conversaciones con un grupo escogido de figuras públicas en diciembre de 1944. Ese documento, que consiste en la transcripción de las notas taquigráficas tomadas subrepticiamente por uno de los partícipes del cónclave, permaneció en las sombras hasta que fue publicado por Félix Luna en mayo de 1998 en el diario La Nación

En él leemos a Perón diciendo: “El problema de la Argentina de hoy consiste en resolver la cuestión social. Frente al comunismo sólo se pueden adoptar una de las siguientes actitudes. Primero, destruir por la violencia toda organización comunista. Segundo hacer a los obreros promesas que no se cumplen, como antes. Tercero, quitarle su razón de ser, satisfaciendo con justicia las reclamaciones obreras. Es éste el camino que yo he elegido: siempre he creído mejor hacer que desaparezcan las causas en vez de empeñarme en destruir sus efectos”. Con esas palabras aludía a su gestión al frente de  la Secretaria de Trabajo: promover la negociación colectiva, reparar viejos agravios, estimular la sindicalización. En otro tramo de la conversación Perón hizo un reconocimiento: “ Hay quienes se quejan de algunas medidas del gobierno, que les resultan onerosas, pero  les digo que es mejor resignarse a entregar una parte de lo que se  tiene para no perderlo todo.” 

Con este razonamiento, Perón argumentaba en  favor de su estrategia preventiva partiendo  de la buena acogida que iniciativas como las suyas habían tenido en otras latitudes por parte de un establishment tan conservador como el de Argentina. Pero esta trasposición de la experiencia europea adolecía sin embargo de un defecto. Como lo señaló Tulio Halperín, en la Argentina  de entonces faltaba la condición que llevó en los países fascistas a los círculos  patronales a acompañar políticas de reformas laborales, aún al precio de sacrificios inmediatos. Esto es, aquí no existía, como sí existió en esos países,  la sensación de amenaza frente a un movimiento obrero combativo.  

Uno de los interlocutores de Perón en diciembre de 1944 se atrevió a disentir con su diagnóstico y le señaló que “antes del 4 de Junio no había en el país un problema comunista de importancia”  A partir de lo que sabemos sobre la situación del movimiento obrero de la época, agrego yo, razones no le faltaban para descreer de la existencia de un  peligro comunista. Como bien lo puso de manifiesto la referencia a la fecha del 4 de Junio, si había en el mundo de los negocios una preocupación   su origen  estaba localizado más bien en la propia gestión de Perón, que en nombre de anticiparse al presunto peligro comunista lo que hacía era alentar la movilización obrera y exasperar las tensiones laborales. A los ojos de sus interlocutores, Perón se comportaba como un bombero piromaníaco, según la expresión acuñada por Alain Rouquié, que provocaba incendios para ser luego llamado a sofocarlos.  No se necesitaba demasiada sagacidad política para advertir en la gestión de Perón la tentativa de erigirse en árbitro de la paz social y de forzar  a delegar en él todo el poder político.

La perspectiva europeizante de Perón sobre la realidad argentina no se compadecía con la visión que de ella tenían los dueños del poder económico. En esas circunstancias, las medidas pro-laborales fueron recibidas en principio con frialdad y más tarde  con hostilidad. Este desencuentro tuvo una primera consecuencia: abortó la posibilidad de que se formara una coalición conservadora popular,  como esa  que  fue concebida por Perón en su búsqueda del respaldo de los dirigentes obreros y la colaboración de las clases patronales, para conducir con el apoyo del ejército y la bendición de la iglesia católica los destinos de la Argentina de posguerra. Frustrado en su  intento de formar una gran coalición Perón radicalizó de allí en más sus políticas y apelando a una retórica que le ganó el fervor popular proclamó el advenimiento de la era de las masas, el fin de la dominación burguesa y convocó a los trabajadores a movilizarse en defensa de la obra de la Revolución de Junio. Despuntó, de este modo, una nueva tentativa política. Entre el proyecto original y éste que fue emergiendo,  en medio del hostigamiento de la oposición del mundo de los negocios y las clases medias liberales, habría una diferencia capital: el sobredimensionamiento del lugar político de  los trabajadores, los cuales de ser una pieza importante pero complementaria en una coalición conservadora popular se transformaron en el principal sostén del liderazgo plebiscitario de Perón. Nuevamente, todo esto es historia conocida como es también conocido el desenlace del 17 de octubre de 1945, la posterior victoria electoral de Perón en febrero de 1946 y su  acceso a la presidencia desde donde  prosiguió  políticas pro-obreras que habrían de asegurarle una larga longevidad política.  

 Sobre el telón de fondo de esa historia conocida me interesa destacar lo siguiente: la estrategia preventiva de Perón, esto es, conjurar el peligro comunista actuando sobre las condiciones de postergación social y alienación política que eran propicias para su penetración en el mundo del trabajo fue, al final de cuentas,  una empresa exitosa. En América Latina, la Argentina será un país donde las corrientes ideológicas de inspiración marxista perdieron una gravitación significativa en las filas del  movimiento obrero  y quedaron confinadas a ejercer  una influencia sobre todo en  los medios culturales. La contrapartida de este desenlace en el terreno ideológico fue, sin embargo, un país que experimentó como pocos en la región las asperezas de la lucha de clases;  si bien  no lo hizo  con el lenguaje de la retórica marxista, la presión de los trabajadores organizados mantuvo a la Argentina  por largos años muy lejos del horizonte de paz y orden social hacia el que apuntó  Perón en los tramos iniciales de su ascenso al poder.

El fantasma del peligro democristiano

Quisiera ahora abordar el momento del derrocamiento de Perón en 1955 con el fin de mostrar la pertinencia de la hipótesis que he propuesto: los efectos de la perspectiva europeizante por medio de la cual Perón descifró las señales de la coyuntura política de su tiempo. Al echar una rápida mirada sobre la última fase de su década en el gobierno constatamos el siguiente auspicioso panorama: la superación de la emergencia económica gracias al plan de estabilización de 1952 que permitió, al cabo de dos años, un marcado descenso de la inflación y la reanudación del crecimiento; la ratificación de la solidez de las mayorías electorales del oficialismo con los dos tercios de los votos obtenidos  en las elecciones legislativas de 1954, la mejoría de la imagen del gobierno en el mundo de los negocios  por su política de mayor apertura a las inversiones extranjeras, la normalización de sus relaciones con los Estados Unidos luego de la visita del hermano del presidente Eisenhower. Todos estos datos abonaban una conclusión, que era motivo de desaliento en los círculos de la oposición antiperonista: el anhelado fin de la maquinaria autoritaria montada por Perón no estaba a la vista. Para ellos sólo cabía una remota esperanza, esto es, la esperanza de que desde adentro del propio régimen estallara una crisis. Y bien, para su sorpresa, esto es lo que ocurrió. Entre fines de 1954 y mediados de 1955 el gobierno y la iglesia se vieron envueltos en un conflicto de grandes proporciones que tendría, en definitiva,  funestas  consecuencias sobre la fortuna política de Perón.  

En lo que sigue procuraré indagar el origen de ese conflicto utilizando la hoja de ruta de la hipótesis que acabo de  formular. Comenzaré reiterando, como tantos otros, que, al momento de su desencadenamiento, las relaciones de Perón y la iglesia eran menos estrechas de lo que habían sido al principio. Recordemos  que en 1946 la jerarquía eclesiástica había bendecido indirectamente su candidatura a la presidencia por su respaldo a la implantación de la enseñanza religiosa en las escuelas y su elección de las encíclicas papales como inspiración de sus iniciativas hacia el mundo del trabajo. Desde entonces el desplazamiento progresivo de la iglesia de los ámbitos tradicionales de su acción pastoral entre las mujeres, los niños, los sectores humildes, la juventud por obra de las políticas del régimen peronista había enfriado esas relaciones. A su vez, la tentativa de convertir al justicialismo ya no sólo en la doctrina oficial del estado con rango constitucional sino, a la vez, en la verdadera expresión del cristianismo así como la entronización religiosa en la figura de Evita después de su muerte tampoco facilitaron las cosas. Frente a este viraje del lugar que por años había el suyo la jerarquía eclesiástica fue reaccionando con extrema prudencia pero esa no sería  la actitud del mundo católico en general. Sus asociaciones de laicos se convirtieron con el paso del tiempo en el refugio de un militante antiperonismo, canalizando un malestar que los partidos mostraban no ser capaces de articular. El detonante del conflicto que habría de precipitar la crisis provino precisamente desde esos ámbitos: la fundación del partido demócrata cristiano por parte de un pequeño núcleo de militantes católicos. 

 ¿Cómo fue que Perón se dejó llevar a ese conflicto, cometiendo un grave error? Desde un punto de vista histórico la pregunta que propongo no es un mero juego de la mente sino una tarea necesaria a fin  de descubrir los desaciertos que llevaron a Perón a equivocarse en el apogeo de su poder. A mi juicio, el error que cometió fue el fruto de un error de concepto o, para decirlo con palabras que ya he utilizado, fue la consecuencia de la perspectiva europeizante a través de la cual tendía a percibir y razonar los avatares de la coyuntura del país. Al momento en que  tenía lugar esta historia argentina países importantes de Europa asistían a un avance impetuoso de los partidos demócratas cristianos que con el liderazgo de figuras como Adenauer en Alemania y De Gasperi en Italia ganaban las elecciones con el 40 por ciento de votos y levantaban un formidable dique al otrora amenazante peligro del comunismo. Estos acontecimientos, estimo yo, seguramente no pasaron desapercibidos para un hombre político como Perón,  siempre inclinado a echar una mirada de águila sobre su propia peripecia  desde la atalaya europea. En sus preocupaciones políticas,  el peligro comunista, que le dictó el rumbo de sus primeros pasos en la vida pública del país, había cedido el lugar a otro peligro más nuevo, el encarnado por el auge de la democracia cristiana. No descarto, pues, que Perón fuese ganado por un temor, el temor de que, como ocurría en Europa, también aquí  las banderas de la democracia cristiana tuvieran el viento a  favor y amenazaran la fortaleza hasta allí inexpugnable de sus apoyos populares. 

Si esta es una conjetura verosímil se comprende que Perón agrandara el desafío que comportaba la creación del partido demócrata cristiano y viera en él,  más allá de  las modestas expectativas de quienes eran sus promotores, el largo brazo de una conspiración motorizada por la Iglesia. Este fue el pretexto para el lanzamiento de una súbita  campaña anticlerical y esta sería, a su turno, la causa  de una crisis política autoinfligida. La campaña anticlerical no sólo le creó enemigos adicionales, empujando a sectores del catolicismo a las huestes de la oposición antiperonista. También tuvo otro efecto, en definitiva, fatal: convirtió a los amigos en enemigos colocando en el otro lado de la balanza un peso que hasta entonces había estado en el platillo del régimen. Me estoy refiriendo a su impacto en el frente militar. Para los altos mandos de las fuerzas armadas las relaciones con la iglesia eran todo un reaseguro frente a los rumbos últimos del régimen peronista. La campaña anticlerical, al debilitar ese reaseguro, fue el catalizador que socavó las lealtades de muchos jefes militares a Perón; así las cosas, en setiembre de 1955 el alzamiento de algunos de ellos, con la jefatura del General Lonardi y la consigna “Cristo Vence” y la abstención de muchos otros  a la hora de las armas se sumaron para destituirlo del poder y mandarlo al exilio.  

Para cerrar este capítulo permítanme evocar un último episodio extraído de la lectura de los diarios hecha por Pablo Gerchunoff. El martes 20 de setiembre, todavía en su residencia, Perón se levantó tan temprano como siempre. Le confesó algo a su mayordomo, el suboficial retirado Atilio Renzi: “Hace dos días que no duermo y ya no hay nada que hacer.” Entre las siete y las ocho de la mañana partió rumbo a la embajada de Paraguay, adonde solicitó asilo. Luego de un breve paso por el domicilio del embajador Chavez, Perón fue conducido al puerto de Buenos Aires para embarcarse en la cañonera “Paraguay” que estaba allí en reparaciones y como tal era territorio paraguayo. A la entrada del puerto había un enorme charco, producto de las lluvias de esos días, que el Cadillac  que trasladaba a Perón no logró traspasar. El propio Perón, envuelto en un piloto blanco, descendió del automóvil, y empapado por la lluvia, le pidió a un camionero que lo remolcara hasta la dársena. Todavía bajo el efecto de la sorpresa, el camionero puso manos a la obra, amarró el Cadillac con una soga y lo arrastró a la cañonera. Al subir al barco Perón ignoraba que no volvería a pisar tierra argentina  hasta otro tormentoso día de noviembre de 1972.

Y cuando lo hizo, al cabo del largo exilio, traería consigo  también en su equipaje lecciones y propuestas extraídas de su más reciente experiencia europea: el modelo de gestión económica y política que admiraba en los países socialdemócratas. Con el poder  de nuevo en sus ya frágiles manos, procuraría replicarlo  promoviendo que el Pacto Social entre sindicatos y empresarios y una política de acuerdos con sus antiguos adversarios  del Partido Radical. Comenzaría entonces  otro momento de la incidencia de El Factor Perón en la Argentina contemporánea. Pero esta es ya otra historia.

JCT

                                                 Texto de la charla en las VIII Jornadas  de Historia Política, Mendoza, 30 de setiembre de 2013.