Ensayo general

Ganar como en la guerra

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Hace unos días, hablando sobre el plan de tener hijos (la versión treintañera heterosexual de discutir el punto de la carne), un amigo me dio una respuesta muy graciosa y muy masculina: si me decís así de la nada, quizás te digo que no, pero estoy para que me convenzan, me dijo, estoy para que alguien me siembre la idea y me vaya acostumbrando a ella hasta que finalmente me parezca genial. Me pareció, ya dije, gracioso y masculino: también me pareció vintage, una forma neurótica de pensar que está un poco demodé en una época psicótico. Me hizo pensar bastante, también, en la acción de convencer, en la importancia social, política y hasta ética de la seducción no violenta. Recuerdo ser adolescente y estar pensando en qué carrera elegir entre todas las sociales y humanísticas que se me ocurría que era capaz de hacer y notar que esa era la peculiaridad de lo que leía en filosofía en relación con lo que parecían ser antropología, historia o sociología: la filosofía se trataba mucho más de convencer que de describir, de venderle a otro tu propuesta de mundo antes que sencillamente ofrecerla. Exponer una idea era argumentar a favor de ella, desarrollarla al mismo tiempo y en el mismo movimiento en que explicabas por qué era la mejor opción. Me parecía que había algo prepotente en eso, pero porque en el fondo no había pensado en la alternativa.

El esfuerzo genuino de quien viene a contarme cómo la ve y a explicarme de buena fe por qué yo debería pensar de esa manera me resulta atractivo en todos los niveles

Desde que empezó el debate de los paquetes legislativos del oficialismo que tengo la sensación de que uno de los grandes problemas de este gobierno es que quieren ganar como en la guerra; no tienen ningún interés en convencer a nadie de nada. Lo digo genuinamente: yo no los voté, pero estoy dispuesta siempre a ser convencida de más o menos cualquier cosa. Incluso si no siempre termino cambiando de idea, el esfuerzo genuino de quien viene a contarme cómo la ve y a explicarme de buena fe por qué yo debería pensar de esa manera me resulta atractivo en todos los niveles: me cuesta mucho de esta época el hecho de que nadie hace eso, la gente ya viene a retarte indignada por estar del lado del mal antes de intentar seducirte, y no hay nada menos seductor. Son ese que ya viene por las dudas a decirte que sos fea antes de que siquiera tengas tiempo de pensar si bailás o no bailás. Por eso no me sorprendió demasiado la persecución del presidente Javier Milei contra Lali Espósito.

No los necesitamos, parece decirle el gobierno al 44 por ciento que no lo votó: podemos gobernar sin ustedes, podemos vivir sin ustedes, podemos reelegir sin ustedes

La mayoría de las personas vinculadas a las industrias culturales con las que converso son críticas del funcionamiento de esas industrias, y también del funcionamiento del Estado en relación con ellas: muchos estaban dispuestos a conversar la posibilidad de reformas y ajustes, o al menos lo decían. Es verdad, probablemente, que cualquier ajuste iba a ser recibido con resistencia: así funciona la política, nadie va a agradecerle a la mano que le saca plata del bolsillo. Pero lo que se intentó —lo que se está intentando— no es cualquier ajuste: es una guerra ideológica. Nadie se sentó a conversar con los actores relevantes de buena fe para construir una propuesta de ajuste aceptable. Nadie se sentó, ni siquiera, a intentar explicarles a los actores relevantes por qué el ajuste que proponían era razonable. No los necesitamos, parece decirle el gobierno al 44 por ciento que no lo votó: podemos gobernar sin ustedes, podemos vivir sin ustedes, podemos reelegir sin ustedes.

Pero es más que eso: no solamente no necesitamos convencerlos de nada. Nos son más útiles como enemigos imaginarios que como cualquier otra cosa. Para la juventud que sigue las guerras culturales en internet, para la turba iracunda del que se vayan todos recargado, el ejercicio de la violencia verbal y simbólica no tiene ningún costo: todo es ganancia. Dicho en pocas palabras: Milei no pierde absolutamente nada políticamente con su prepotencia, porque ya decidió que no va a gobernar con nosotros, esos que en algún otro escenario deberíamos ser convencidos de algo. No logró convencer con la ley ómnibus (reitero: mi sensación es que ni siquiera lo intentó) y decidió abandonar esa empresa por completo. No tiene ningún costo, entonces, ser violento e incivil: las únicas razones para no hacerlo serían morales, y eso en política nunca le alcanzó a nadie para nada.

No tiene ningún costo, entonces, ser violento e incivil: las únicas razones para no hacerlo serían morales, y eso en política nunca le alcanzó a nadie para nada

Estuve volviendo bastante últimamente a Kill All Normies, el joven clásico de Angela Nagle sobre las guerras culturales en internet y el ascenso de las nuevas derechas. Cada tanto alguien dice que estas derechas no tienen nada de nuevo, y entiendo a lo que van, porque los contenidos son los mismos: los jóvenes libertarios, de hecho, desprecian las libertades individuales tanto como cualquier conservador de los de otra época. La novedad, explica Nagle, no está en las ideas o en las posiciones, sino en el modo en que las nuevas derechas incorporan a su vocabulario conceptual la retórica de la transgresión, tal y como es vista de manera positiva en occidente desde los años sesenta.

Hasta hace relativamente poco la derecha quería representar el orden, frente al supuesto caos libertino que proponía la izquierda: ese no es el mundo en el que vivimos hoy. Hoy la derecha quiere representar la irreverencia, y de hecho lo hacen: es el espacio que va contra las instituciones y el que afirma que todo vale. El progresismo, en cambio, se encuentra en la incómoda paradoja de tener que hacer aparecer sexy la retórica contraria, la de que no todo vale lo mismo, que hay valores que son importantes, ideas que no por menos ciertas dejan de ser profundamente aburridas y sobre todo difíciles de defender en la era de internet, como también explica Nagle, en el mundo de los memes y la atomización de las subculturas en el que cada vez compartimos menos.

Creer en la investidura presidencial, en lo que debe o no debe hacer un presidente desde su posición de poder y escucha privilegiada, es una solemnidad bien de la casta que no le interesa a nadie, o al menos a nadie que al presidente le interese. Milei no le cae a Lali como caían los presidentes de décadas anteriores ante los artistas censurados: le cae como un tipo común y corriente, volviendo a exhibir su plebeyismo, mostrándose como un tarado más, para que el chico que lo sigue vea que él hace exactamente lo que puede hacer él mismo desde la computadora. No cambió ni se aburguesó, no deja que los modales y las expectativas de la casta lo afecten: sigue siendo, les muestra a sus seguidores, un taringuero. No me preocupa Lali, que contesta con altura porque es una estrella con códigos del siglo XX y no de reddit. Me preocupa un poco más, sí, esta sensación de que nadie nos esté convocando a nada, de que ya nadie quiera participar de esa hipocresía épica y hermosa que es la democracia, porque se puede ganar, o al menos son muchos los que lo creen, llevándose la pelota y ya. 

TT/CRM