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Ensayo general

La gracia de lo liviano

La guionista, directora de cine y escritora Nora Ephron.

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Hace meses que no pienso en otra cosa que en la liviandad; pienso en muchas otras cosas, por supuesto, pero el concepto de lo liviano o la liviandad aparece en mi mente todos los días, varias veces al día. Estoy escribiendo un libro y voy por la mitad: la palabra liviandad ya aparece diez veces, y eso que sé que cambié un par por ligereza

Nací en el 89; no recuerdo como adulta la liviandad de los 90, solo me la contaron y la leí. Hay una idea muy extendida en el sentido común de que la búsqueda cultural de lo liviano es una respuesta natural o lógica a tiempos difíciles; eso podría explicar mi reciente interés, pero yo no lo veo así. No digo que los 90 no hayan sido duros para mucha gente, pero no fueron los tiempos más oscuros de la Argentina; dos décadas antes hubo una dictadura asesina que como si fuera poco destruyó económicamente al país, y aunque fueran los años de gloria de Olmedo y Porcel no he leído a nadie (ni siquiera en ese maravilloso libro de Sebastián Carassai, Los años setenta de la gente común) caracterizar a esos años de livianos. La otra explicación usual es que el culto de lo ligero viene después de un ciclo cultural dedicado a la solemnidad; me parecen todas explicaciones que subestiman el valor de la liviandad, que la entienden siempre como una reacción a conceptos o climas más densos (por violentos, por ideologizados, por lo que fuera) y no como un valor ético, estético y epistémico en sí mismo. 

En estos días empezó a circular en Argentina No me gusta mi cuello, uno de los libros de ensayos más conocidos de Nora Ephron. La primera vez que lo leí, en inglés, hace más de diez años, no le encontré la gracia; me había gustado mucho más Ensalada loca, una compilación de crónicas y textos más tempranos sobre feminismo y personajes célebres de su época. No me gusta mi cuello tiene ensayos sobre todo, pero la mayoría de ellos habla, como adivinará cualquier mujer de cierta edad, de envejecer; no me causaron gracia a los veinte porque a esa edad cualquier alusión a la vejez te parece triste y poco interesante; no lo hubiera dicho jamás a nivel consciente, pero me parecía que lo elegante, en todo caso, era pensar en otra cosa y hablar de otra cosa. Que una mujer inteligente y talentosa como Nora Ephron se dedicara a algo tan vulgar como las arrugas, que hablara de las mismas cosas que hablaba cualquier tía mía, me parecía lastimoso, en lugar de tierno. Cuando una es chica no quiere que sus escritoras favoritas sean personas comunes, ni entiende, necesariamente, que lo que distingue a una buena escritora es el tono y no los temas; o más bien, que una buena escritora hace algo tan preciso con un tono que hasta logra transformarlo en un tema, y eso es lo que hace Ephron en este libro. 

La autoironía de Nora es una autoironía que no la pone por encima de nada; para nada, es un regodeo en lo más bajo de la escala humana, en los sentimientos más humillantes; cuando habla de usar poleras que la ahorcan para ocultar su cuello arrugado, o de por qué supone que tiene que haber sido la única pasante de la Casa Blanca a la que John F. Kennedy no se quiso levantar (en un ensayo que causó gracia cuando se publicó un par de años después del escándalo Lewinsky, que habría causado indignación entre gente que no sabe leer en la época más ardiente del #MeToo y ahora nos causa gracia de nuevo; con justa razón, porque es muy gracioso). Entiendo que hay algo de época en este registro, que Ephron efectivamente cultiva en el mundo post marxista y post feminista de las décadas del 80 y del 90; pero hay mucho más, en su estilo, una literatura muy personal y también una sabiduría, y por eso la seguimos leyendo. Es verdad que Ephron también tenía en su obra lugares y registros más densos: y que antes de que la obra de la gente se leyera completamente descontextualizada en tuits a los que reaccionar podíamos interpretarla con más caridad, siempre sabiendo de dónde venía (y eso no es un ad hominem: es una forma de leer, que es otra cosa). Pero aunque mi lectura de Ephron esté atravesada por esa conciencia de la amplitud de su obra, hoy no estamos hablando de esos lugares más densos: estamos hablando de los peso pluma. 

La liviandad de Ephron, además de poner la vergüenza propia en el centro de la escena, va a contramano de la hipótesis escapista sobre el humor, la idea de que “reímos para no llorar” o para distraernos de la realidad. Es en esa liviandad en la que vengo pensando, la liviandad del juego y la ficción. Hace poco la escuché en algún recorte de algún streaming a Ofelia Fernández haciendo un experimento mental, diciendo “supongamos que ganábamos”, o algo así, y luego confesando su afición por los experimentos mentales, “es que me encanta hacer esto, torcer la realidad”. El experimento mental es algo que se hace en filosofía desde mucho antes de que se lo llamara así, y que consiste en imaginar situaciones para ver adónde nos llevan conceptualmente. La gente chata suele condenarlos diciendo “bueno, pero eso pasó”: la gente que tiene imaginación, como Ofelia, sabe que sirven para pensar. Es parte de la gracia de la ficción, parte de su poder político y epistémico. 

La liviandad, en algún sentido, funciona parecido: es un registro que nos permite mirar de frente angustias, tristezas y miedos que no siempre nos permitimos mirar de frente. Es una especie de vía de acceso para pensar en realidades difíciles sin la máscara de la solemnidad, de las frases hechas, de las reglas del buen gusto. No es un escape, en ese sentido, es más bien todo lo contrario: un empujón que te pone contra la pared. Ya lo he dicho varias veces, para mí la derecha ganó sobre todo por culpa de la economía, y su futuro se juega en esa batalla; yo de eso sé poco y nada así que no digo más que eso. Pero si pienso en la batalla cultural nuestra derrota fue, probablemente, el resultado de algo tan improbable como dejarles a los conservadores el monopolio de la ligereza. 

TT/DTC

 

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