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Opinión

La historia es presente

Operativo de las fuerzas de seguridad en Villa Mascardi, Río Negro. Terminó con el desalojo de una comunidad mapuche y siete mujeres detenidas.

María Pía López

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En 1982, David Viñas publicó Indios, ejército y frontera. Una compilación excepcional y rigurosa de un conjunto de textos en los que se había amasado la cuestión de la guerra de fronteras en Argentina, con su doble implicancia: ocupación y valorización mercantil de las tierras, corrimiento y aniquilación de las poblaciones originarias. Viñas construía series: por un lado, la auto nombrada conquista del desierto era la continuidad de la guerra colonial contra el indio -o sea, el Estado nación modernizante, que se quería heredero de la ruptura del orden colonial, en realidad venía a heredar el otro rostro: el de la acción criminal de despojo territorial-; y por otro lado, la secuencia que enlazaba la expedición roquista con la de la actualidad genocida argentina en el momento en que publica. En 1979 se festejó el centenario de aquella campaña hacia el Río Negro y los fastos transcurren bajo el terrorismo de Estado. Continuidades y variaciones, solía decir el escritor.

En 1892, el artista Della Valle pinta y expone La vuelta del malón, en conmemoración de los 400 años de la llegada de Colón a América. La persistente marca colonial en la vida argentina ha sido la del racismo. Soterrado, escondido bajo la alfombra, mutante. Que si había justificado la empresa aniquiladora, convertido a los cuerpos indígenas en objeto de museo o en vidas destinadas a la servidumbre, también se actualizaría en la denostación persistente de quienes las clases dominantes nombran cabecitas negras: mestizos, aindiadxs, oscuras. Pieles marrones, con una politicidad plebeya que no dejaría de incomodar. Con todas las complejidades, porque si aquí estamos insinuando un cierto arco que va desde la indiada perseguida a la multitud peronista; eso es solo un hilo que se contradice con otros. Con el Malón de la paz que en 1948 viajó del norte hacia la ciudad capital para reclamar tierras y reforma agraria, y fue bruscamente desconocido por el presidente Perón y quienes lo integraban alojados en el hotel de Inmigrantes y despachados raudamente hacia sus provincias de origen. O con el hilo que va de Viñas a Martínez Estrada, que para criticar al peronismo fue capaz de pensar, de los modos más profundos, la cuestión de la frontera y la vida popular. En Muerte y transfiguración del Martín Fierro, publicado en el mismo año en que caminaba el Malón de la paz, señala que se nombra expedición militar a lo que es, solo, un malón blanco que mata, secuestra, reduce a la servidumbre, despoja y se apropia de bienes. Para Ezequiel Martínez Estrada, la guerra contra el indio era el crimen silenciado en la historia nacional, pero ese silencio operaba de modo traumático, impidiendo nombrar y sentir y denunciar las injusticias del presente.

Es necesario volver a traer esos textos, en los que se configuró la crítica nacional, para comprender que no alcanza con el derecho liberal del reconocimiento de la propiedad privada, para considerar lo que sucede con las comunidades indígenas que intentan la recuperación territorial y que, al hacerlo, ponen en tensión toda la historia del propio Estado. Porque cuando aparecen allí, y reclaman derecho a construir sus vidas, sus lógicas comunitarias, disponiendo de tierras y aguas, traen con ellas una historia entera que debe ser reparada. Muchas veces el Estado debe pedir perdón: lo supo Néstor Kirchner cuando en las puertas de la ESMA lo hizo respecto de los actos criminales del poder militar. No significaba que se declarara heredero de ese gobierno, sino que debía poner en tensión al Estado que empezaba a gobernar para que tuviera otra legitimidad.

Nadie se ha animado a pedir perdón por los crímenes de la guerra de fronteras. Por el contrario, aparece ratificado el esfuerzo de desconocer a esos sujetos que demandan por una larga expoliación. El desconocimiento tiene muchos modos: a veces se presenta como reclamo de autenticidad -¡pero si esta gente antes vivía en las ciudades, ya no eran indixs!-, otras como demanda de incoherencia -desconocen al Estado pero usan sus planes sociales-, otras como racismo explícito. En ese magma de discursos -basta asomarse unos minutos a los medios de comunicación dominantes- flota la voluntad de aniquilamiento. Ya murieron Rafael Nahuel y Santiago Maldonado. Ya sabemos de qué se trata. La pregunta que se abre es por qué un gobierno democrático, que buscó su legitimidad en la apelación a las luchas por los derechos humanos y las peleas feministas, actúa con lógicas represivas, aceptando decisiones judiciales que están permeadas de una estricta parcialidad, la que llama a blanquear el mundo de las bellezas mayúsculas del paisaje sureño. Hay conflictos, hay lógicas de ocupación, hay tensiones y confrontación entre las ocupaciones y vecinxs de las ciudades. Todo eso se sabe, como se sabe que solo la negociación, la conversación y el reconocimiento, permiten la resolución democrática de una situación conflictiva.

Hay otra disputa más sorda, no habilitada en el campo de la visibilidad, que hace al acceso a recursos naturales -ya nombrar así las potencias de las tierras y las aguas es un problema-, que es geopolítica e internacional. ¿Quiénes son los dueños de la tierra? ¿Qué implica esa propiedad? ¿Qué pasa con la soberanía nacional cuando quienes compran son millonarios de cualquier parte del mundo, que pueden cercar lagos, cerrar montañas, disponer circulaciones? La revista Crisis publicó un informe preocupante sobre el tema mientras seguimos azoradxs ante el acompañamiento de ciertos sectores políticos a la privatización encarada por Joe Lewis.

Cuando se persigue y reprime a la Lof Lafken Wincul Mapu no se trata, entonces, de preservar la soberanía. La situación en la que se coloca el gobierno nacional es, por lo menos dramática: se ata las manos para intervenir en la preservación de esa soberanía en nombre del respeto a la propiedad privada; y suelta las manos de las fuerzas de seguridad para perseguir mapuches. Mucho hay que desandar en esa historia que nos constituye, en la que encarnamos cuando nos decimos argentinxs, pero no podemos retroceder ante esa incomodidad ratificando los pactos criminales del origen, actualizándolos, una y otra vez, con las balas de la gendarmería, los traslados a las cárceles, el elogio de las fuerzas vivas y el festejo de la prensa dominante. Porque mientras nuestro presente se conmueve con la actualización fílmica del fundamental juicio a las juntas militares, los sucesos de estos días en Villa Mascardi nos traen inesperados flashbacks del film La Patagonia rebelde.

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