Las horas ásperas
De pronto, en ese reencuentro con amigos tan esperado, protocolizado y organizado, te asaltan unas ganas incontrolables de irte. No entendés bien qué pasa: nadie hizo nada grave, no hubo ninguna pelea, ni siquiera podrías decir que la gente está cambiada. Es solo que no podés soportar más sus voces y sus anécdotas, esperar tu turno para hablar, dedicarle tanto tiempo a algún tema que te aburre o incluso a tu propio tema; hasta tu propia voz te aburre. El retorno paulatino a esta vida social que estamos tratando de llevar a medio camino—para colmo, en medio del rebrote— fue más difícil de lo que imaginábamos en términos subjetivos. Quizás algunas personas pudieron retomarlo como si nada hubiera pasado; para muchas otras, en cambio, la sensación al principio fue que se nos había atrofiado un músculo que antes ni siquiera sabíamos que existía. Y todavía, cada tanto, se puede sentir un tirón.
En los meses en que lo que primaba era extrañar se hacía difícil recordarlo, pero antes de eso la soledad era algo con lo que muchos soñábamos a diferentes niveles: la ilusión del silencio, de lo imperturbable, de que te dejen en paz. Dos libros que me movilizaron mucho en los últimos años (casualmente, ambos publicados originariamente en 2018; quizás no tan casualmente, ambos escritos por mujeres jóvenes) dibujaban fantasías muy distintas de soledad: Mi año de descanso y relajación, de la norteamericana Ottessa Moshfegh, y Tundra, de la inglesa Abi Andrews.
En Mi año de descanso y relajación, una narradora sin nombre se harta de su vida y decide que lo que tiene que hacer es dormir un año entero. Con la ayuda de la herencia de sus padres ricos y un seguro de desempleo, la protagonista del libro encuentra a una médica suficientemente extraña, ingenua o indiferente como para procurarle grandes cantidades de calmantes cada vez más fuertes. A medida que avanzamos en las aventuras de somnolencia y sonambulismo de la bella durmiente de Manhattan, hay una pregunta que la novela evita responder con claridad: ¿De qué se escapó? ¿Qué fue lo tan tremendo que le sucedió que la hizo tomar la decisión de prácticamente suicidarse? En algún momento, cuando la novela se mete con la tristeza de esta niña rica y sus padres que no le prestaban atención, parece que se tentara con ofrecer esta explicación, pero creo que esa sería una lectura demasiado literal, y mucho menos interesante que una alternativa que está claramente disponible en la propia obra. A esta chica no le sucedió nada que no les sucediera a muchas chicas: tenía un trabajo en una galería que disfrutó mucho menos de lo que esperaba, un novio un poco básico, una familia complicada y una amiga pesada pero que la quería mucho. En el fondo no hace falta que nos expliquen qué le pasó. Se cansó de las nimiedades de la vida, de las conversaciones intrascendentes, de los jefes pesados y de los conocidos superficiales y de las responsabilidades familiares, del sexo sin amor, sin placer y ya casi hasta sin sexo. De no encontrarle la magia a los encuentros más que muy de vez en cuando, y en cambio sentir a los otros como una especie de interferencia constante y molesta, como le puede pasar a cualquiera.
Erin, la protagonista y narradora de Tundra, empieza con un tono más inocente, menos cínico. Ella se escapa, también, pero no se trata solo de eso: Erin tiene una búsqueda. Fascinada con los relatos de hombres como el naturalista Henry David Thoreau, que abandonaron la civilización para ir a encontrar la verdad en lo salvaje, Erin empieza a preguntarse por qué hay tan pocos relatos de mujeres que hayan hecho eso, y qué particularidades presentaría una historia así contada desde la perspectiva de una mujer, tanto por las cosas que le pasarían (y que seguramente no le pasarían a un varón) como por el modo en que la percibiría el mundo. Así, ni bien termina el colegio secundario, emprende un viaje desde Londres a Alaska para pasar un tiempo en completa soledad con la naturaleza virgen, evitando las comodidades del avión, por conciencia ambiental pero también por la sensación de que hay que ganarse un destino así, de que tiene poco sentido depositarse simplemente del otro lado del globo como si eso tuviera algo de natural. Erin no parece estar harta de la vida, sino más bien anticipadamente aburrida de lo que su mundo (sus padres) entiende por vida: ir a la universidad, conseguir un trabajo, formar una familia, cierta organización planificada y predecible del tiempo y el devenir. Sobre todo, a Erin le molesta la idea de una vida parcelada: lo que la seduce de la imagen de una montaña blanca o una cabaña perdida en un páramo helado es la noción de lo inmenso, de lo no dividido. La existencia organizada en instituciones que regulan los vínculos con los demás se le aparece como una forma fragmentada de la experiencia: lo que ella está buscando es la totalidad, la plenitud, e intuye que eso, o un destello de eso, se lo dará la soledad.
En algún sentido también en el libro de Moshfegh hay esa búsqueda de lo completo: un sueño total, un año entero durmiendo sin parar, una continuidad que le permita realmente empezar de nuevo. Eso es lo primero que creo que pensábamos que nos iba a dar la soledad, al menos quienes siempre tuvimos un temperamento demasiado seducido por fantasías de ermitaño: la posibilidad de una experiencia continua, de un mundo interior no interrumpido por los ruidos y las intervenciones del afuera. Después de tanto tiempo solos con nuestros propios pensamientos y nuestros propios deseos, la necesidad de quebrar esa continuidad de la conciencia y la voluntad, de adaptarse a las demandas de los demás aunque solo sea para cambiar de tema o elegir una pizza, puede sentirse como una interrupción insoportable, o al menos agotadora o incómoda, como caminar todo el día con zapatos chicos: salimos cansados de esas dos o tres horas de escuchar, contestar y obedecer ritmos ajenos.
Lo segundo que aparece en ambos relatos y también en nuestras fantasías de soledad (al menos en las mías) es la cuestión de la autenticidad, la búsqueda de una experiencia auténtica. En Tundra son los padres de Erin los que representan las demandas mentirosas y parciales de la sociedad, y la naturaleza parece ofrecer, como en tantos otros discursos a lo largo de la historia, la posibilidad de una verdad incontestable: ante ella, todos los objetivos mundanos —estudiar, trabajar, formar una familia— parecen inventados. Algo así también siento que nos estuvo pasando estos meses, con la pandemia como representación de esa inmensidad silvestre: con todo lo que estaba pasando a cada minuto, a veces parecía difícil tomarnos en serio nuestras metas pedestres y las de nuestros amigos, retomar conversaciones sobre el trabajo nuevo de tal y tal o la heladería recién inaugurada a cuatro cuadras de casa. Nuestros pequeños munditos humanos parecían eso, munditos de juguete, pero sin ellos nuestras interacciones con los demás estaban limitadas a conteos de casos, muertos y vacunas. En el final de Tundra, Erin se reconcilia con la sociedad: la civilización puede ser otra cosa que violencia sobre la naturaleza. Nuestro lenguaje y nuestras categorías fragmentan el mundo, sí, y son inventados, también, pero nos sirven para entender y recordar, incluso quizás para querer. La fantasía de Thoreau, del hombre solitario en las montañas, no es la de un hombre que cuida la naturaleza, sino la de uno que huye y no cuida a nada ni a nadie, solo busca su propia paz, y hay algo de la paz que excede al narcisismo y que no puede consistir solamente en eso, en procurarse a una misma el silencio.
En Mi año de descanso y relajación, el mundo del arte visual y su hipocresía permanente encarna en parte esa falsedad que le pesa a la protagonista, pero la que representa al mundo social es, sobre todo, su amiga Reva, una chica a la que pinta como una persona profundamente preocupada por el mundo exterior y lo que otros piensen de ella: Reva quiere ser flaca, conseguir un marido, tener algún tipo de éxito social y económico, y también quiere ocuparse de la protagonista y sostener su amistad. Pasa seguido a verla, a chequear que esté bien o al menos viva, y le pide que le haga compañía cuando su madre se muere. A lo largo de la novela, la narradora narra a Reva como si fuera insoportable: justamente, como si representara toda esa incomodidad que nos produce interactuar con otras personas. Al final, sin embargo, igual que la narradora de Tundra aunque de forma menos explícita, la de Mi año de descanso y relajación se vuelve una mirada implacable sobre su propia fantasía de evasión: encuentra belleza en la posibilidad de Reva de enfrentar al mundo, sus demandas y sus desajustes con los ojos bien abiertos. Hay una búsqueda posible ahí: no huir de la incomodidad, la incompletud y la mentira que es la vida en común, como si la existencia fuera bella y verdadera a pesar de todo eso, sino tratar a la molestia, la fricción y la necesidad de navegar algo más que nuestro propio deseo y nuestra propia verdad como la auténtica evidencia de que estamos vivos, de que seguimos acá.
TT
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