Un lejano (y muy presente) 17 de noviembre del 72
De ese día se recuerda que llovía por las imágenes de Rucci guareciendo con su paraguas a Perón.
Acaso algunos más informados recuerden que estuvo más de 14 horas retenido contra su voluntad en el Hotel de Ezeiza amenazado por la guardia pretoriana de Lanusse.
Y así se van licuando los recuerdos, datos, información, si no se los alimentan.
Éramos jóvenes, pero ya adultos.
Éramos parte de la generación que había pasado ese tiempo votando en blanco, gracias a las proscripciones de militares y sus gerentes radicales. Una generación que ya había empezado a perder vidas, y que prontamente perdería miles.
En el 58, ni siquiera pude votar, pues por estar en la colimba, solo participé custodiando las urnas.
A la sazón, ese día hacia una semana que yo había cumplido 35 años y tenía dos hijos, Gonzalo de 5 y Mariana de 3; ya llegarían Rodrigo en el 73, en los días del asesinato de Rucci y Ceci en el 77, en los días más sangrientos de la represión, cuando habíamos recalado con Marisú, en Máximo Paz.
Llovió desde las vísperas y resolvimos que mi esposa, Marisú, se quedaba con los dos hijos en la casa de los suegros, no daba para ir todos.
Hacía semanas que estábamos movilizados a la espera de la data de la confirmación del vuelo y rumores catastróficos sobre la represión a quienes se acercasen a recibirlo, cruzaban todo el espacio.
En Lomas de Zamora teníamos un grupo que se alimentaba de diversos sectores y territorios; compañeros con quienes, desde el debate de nuestras perspectivas, discutíamos lo que nos había pasado en 17 años; y lo que esperábamos, lo que necesitábamos, lo que deberíamos exigir, lo que nos tocaba en suerte en estas paradas, a partir de ese nuevo tiempo que podía alumbrar estos terribles años de desesperanzas.
Acaso estábamos lejos de las orgas y lejos de los aparatos, pero estábamos muy cerca, muy en contacto con la organización barrial, y con los núcleos de resistencia gremial. Ya habíamos tenido nuestras propias heridas y bajas, ya que casi todos habíamos conocido en algún momento la golpiza de la cana y hasta horas en la sombra de algún calabozo perdido.
Tenía mi propio compromiso con un numeroso grupo de compañeros, con quienes tenía responsabilidades de conducción.
Así fue que tuvimos nuestro propio 17 de noviembre, el que nos quedó en la memoria de aquellos que compartimos la parada, como imágenes congeladas.
Era responsable de la organización y conducción del grupo que se había formado desde dos proveniencias muy marcadas; una la territorial que derivaba del nucleamiento formado por la acción política que desarrollábamos en Villa Benquez, barrio extramuros al Este y bien al fondo de la estación Banfield, que lo enmarcaba las calles Pasco y Cerrito, Roma y diagonal Lynch, y terminaba en ángulo agudo en las vías del FFCC Provincial, en el linde de Monte Chingolo.
Allí nuestra querencia era una modesta pieza que alquilábamos a un cumpa, en el frente de su sencilla casa, que fungía de centro político y escuelita de adoctrinamiento para el barrio. Ninguno de ellos orinaba agua bendita ni olían a santidad. La pelea por el espacio y por la identidad, casi la arrastraban desde su nacimiento y formaba parte de su ADN.
Nuestros cumpas ya estaban curtidos por la aspereza desde su infancia y siempre alardeaban de ser “la más brava” de la hinchada de Banfield.
El otro sector que aportaba lo suyo y que integramos orgánicamente al grupo para que se fundiera con el territorial, provenía de sectores medios vinculados a la educación del adulto, profesores y alumnos que movilizaba el sociólogo y amigo Mario Marolla, docente de una escuela en Lomas. Una experiencia sumamente valiosa para unos y otros que aprendieron a convivir y razonar desde experiencias opuestas.
Habíamos desarrollado, en base a la técnica de la educación al adulto, unos cuadernillos mensuales que eran la base de la interacción política en el barrio, una experiencia que vista a la distancia fue muy piola y diría de avanzada.
Ya habíamos leído a Paulo Freire evidentemente y hacíamos de su experiencia, la enseñanza de una militancia para el crecimiento.
Pongámonos en situación: en ese momento histórico al cual estábamos en vísperas de llegar, no había direccionalidad ni conducción nacional, ni provincial ni municipal sobre qué hacer. La espontaneidad era el común denominador para todos los grupos y cada cual ponía sobre la mesa, sus ganas y su cuerpo.... y dios dirá. No era un día cualquiera. Era “EL DIA”, ese tan mentado y esperado momento durante 18 años, que cada cual con su propia imaginación había adornado o realzado con tantas versiones, como fuera una verdad irrefutable, que el transporte sería a través del mentado “avión negro” ese mito urbano que alegro a millones de esperanzados.
Ya 8 años antes gracias a los radicales en el gobierno, había fracasado la operación “Retorno” abortada en Brasil, así que teníamos una natural ambivalencia de percepciones; había esperanza y miedo a otra frustración.
Pero nadie, pensaba en sí mismo, en riesgos o consecuencias, solo, creo, dábamos gracias de estar en el lugar indicado, el día preciso.
También estábamos lejos de acceder al conocimiento y uso de los engendros tecnológicos que en estos tiempos, no solo informan, sino que abruman con su inexorable machacar, pero también facilitan encuentros, actividades comunes o alertan sobre cambios de marchas o situaciones de peligro.
Era otro mundo, todavía.
Menos grises.
La cita de ambos sectores sería en el predio de Canguro, un supermercado que supo existir en el mismo predio que hoy está COTO en Temperley sobre H. Yrigoyen y la hora 2 de la mañana del 17.
Yo fui en un camión - de la empresa de pavimentación donde laburaba- al barrio donde apretujados subieron alrededor de 40 cumpas.
Me conmovió, y es una imagen que me quedo para siempre, ver subir a una cumpa mayorcita, en uniforme de enfermera toda de blanco, incluido birrete y valijín, con una sonrisa que al responder mi bienvenida, se amplió a un comentario: “voy bien preparada para cualquier emergencia”.
Así somos a veces.
La consigna era ir ligero de ropas, con el zapato más cómodo, con un bolsito en bandolera para un par de sandwiches y agua, y si fuera necesario protegerse, algún plástico o nylon que no impidiese correr si nos daban leña.
A las 2 estábamos todos los previstos en total éramos entre 50/60 más un “espontáneo” que nos hizo reír y alarmar; un cumpa se apareció con una bocina arriba en el techo de su autito, un auténtico laburante de la publicidad de la época con su máquina “la propaladora”, un aporte de un amigo de Mario.
Mario vino con una novia muy joven que supo tener en esos momentos, hija de familia muy gorila, que era otra preocupación más, y que se acopló con la misma disposición de los que saben ir a Luján, con la excusa de la virgencita, para parlotear con su amiga, ya que aportó a su vez, una amiga.
Fue motivo de arduo debate que hacer con la propaladora, y pactamos utilizarla reiterando a todo volumen “la marchita”, por lo menos en el arranque de la procesión.
El plan A era caminar por la 205 hasta la Jorge Newbery y tomar por ésta hasta la penitenciaría (Newbery y fin de Fair, Monte Grande) que está en los fondos del Aeropuerto y entrar por los pastizales hacia la pista.
Toda la zona Sud tenía el mismo plan, y las fuerzas de represión ya lo imaginaban o sabían.
La entrada por Jorge Newbery que enlaza la 205 con la autopista Ricchieri es de cajón, para cualquier estratega barrial.
El Plan B sería cruzar las vías y atravesar el barrio El Jagüel, terreno desconocido totalmente y eludir la Newbery, solo cruzarla a la altura de la penitenciaría.
Así que comenzamos a caminar por Hipólito Yrigoyen (la mítica Pavón) bajo la garúa, y en la curva de Turdera, seguimos por la Antártida Argentina que a la salida de Monte Grande ya se conoce como la 205.
Fuimos parados varias veces por retenes que nos iban demorando, pero aún así avanzábamos.
Ya en la 205 al pasar por la estación El Jagüel divisamos tanquetas y jeeps con ametralladoras.
El Jagüel es hoy un barrio trabajador de enorme progreso edilicio, hasta con un moderno túnel recientemente inaugurado que conecta ambas márgenes del FFCC que corre paralelo a la 205 hasta Cañuelas.
En ese tiempo era un barrio muy modesto con casas cuyos techos apenas se divisaban por encima del terraplén ferroviario y sin accesos directos, salvo el de la estación totalmente custodiado; para acceder sin vigilancia habría que saltar el doble alambrado perimetral que aislaba vías. Tomamos nota.
Con paradas de retenes, parlamentos y algunas bravuconadas de los milicos llegamos, junto con otros grupos expedicionarios a tener a la vista la barrera del FFCC que da inicio a la Newbery.
Pero ya allí había un despliegue masivo de fuerzas de represión.
A través de megáfonos nos exigieron volver por donde habíamos llegado, y como nadie reculó, más bien quisimos forzar el paso, comenzó una jodida batahola.
Dieron orden de tirar, y tiraron; debo suponer que no a matar, pues no supe de ningún muerto en nuestras filas, pero eso fue con el diario del lunes.
Eran ya las 10 de la mañana, llovía de manera torrencial.
Llevábamos 8 horas de caminata y nadie había dormido en las vísperas.
Mario llevaba un plástico para guarecerse y yo un mítico Perramus heredado, testigo de miles de batallas y su correspondiente paraguas; los víveres ya habían desaparecido.
Lo primero que resolvimos fue darle el olivo a la propaladora, ya a esta altura una preocupación, más que un apoyo.
Luego aprobamos intentar el plan B: para ello pasar el alambrado lejos del retén que estaba a la altura del ingreso a la estación, cruzar la vía e internarnos por el barrio.
Pero a esa altura habíamos engrosado el grupo. Un par de muchachos del Jagüel se habían incorporado. Ellos nos mejoraron la opción: nada de saltar alambrados, mejor cruzar por debajo de las vías por un conducto de desagüe pluvial que vinculaba ambos lados de las vías, por esos caños de cemento con metro y algo de diámetro, con algo de agua y yuyos bastante tapados, solamente ubicables por los lugareños. Por allí nos escurrimos, siempre hacia el aeropuerto, guiados por olfato, mientras al cruzar las bocacalles veíamos que no éramos los únicos que habían elegido la nueva ruta.
También comenzamos a escuchar el ruido de los motores de las tanquetas, lo que nos hizo volver a correr para perderlos.
Inútil, al cabo de esforzada media hora de corrida, circulando en zig-zag para intentar confundirlos, nos encontramos con una “pinza” que nos cerró el paso.
Otra vez tiros, y la desbandada fue con menor orden y al sálvese quien pueda.
Así corrimos unas 15 cuadras. Pareció una eternidad y nos estallan los pulmones, doy fe.
Algunos tropezaron y se llevaron barro hasta la médula. Al fin volvimos a cruzar las vías, esta vez por la estación, donde la guardia de infantería nos escoltó.
En la 205 hicimos recuento; faltaban dos, la “novia” y su “amiga”.
Nos despedimos de los cumpas, y Mario y yo resolvimos encontrarlas.
Ya había pasado el mediodía, y suponíamos que Perón ya había llegado.
Con la ayuda de los 2 vecinos del Jagüel, volvimos a pasar por el mismo conducto anterior y preguntando-preguntando a los vecinos dimos con la casa donde ambas se habían refugiado.
Las encontramos cómodamente instaladas frente a la TV, comiendo queso, salame y pan y muy contentas por haber visto al general y al paraguas de Rucci; ya eran cerca de las 14 horas. Y vimos la repetición de la llegada.
Volvimos caminando hasta la plaza de Monte Grande, con alguna parada para recuperar el resuello, donde nos tomamos un micro, alrededor de las 17 hs, en mi caso hasta Lomas.
Volví enchastrado hasta las bolas a encontrarme en lo de mis suegros con Marisú y los chicos, pasadas las 18 horas.
Mojado totalmente y con un cansancio infinito.
Marisú me metió en la bañadera, me senté en un banquito y deje correr la ducha caliente y me dio un sándwich y café caliente, que deglutí simultáneamente al correr del agua vivificante.
Fue un día imborrable.
Un par de noches más tarde, pernoctábamos toda la noche junto con Marisú en la vereda de Gaspar Campos y fuimos saludados por el General, a cada “hora señalada”.
Esa fue otra noche memorable, una noche carnavalesca, con baile popular y fogón en las veredas.
También con meadas en los jardines paquetes del barrio.
Pasarán más de mil años y muchos más y siempre perseverarán para no perder privilegios, y siempre los enfrentaremos por nuestros derechos. Joderse.
El autor fue un militante peronista de la zona sur del conurbano bonaerense. Murió el 21 de octubre, luego de cuatro semanas en coma cómo consecuencia de una irracional agresión en la vía pública propinada por un vecino de Lomas.
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