Libertarianismo de expresión

Cada vez que se critica al Presidente por sus expresiones desaforadas (cuando, digamos, insinúa que somete sexualmente a sus adversarios), no falta quienes solícitamente acuden a defender “la libertad de expresión del Presidente”, como tituló la Revista Seúl. “La libertad de expresión es al 100%”, explicó Bertie Benegas Lynch cuando algunos osaron cuestionar que el Presidente hablara de meter (metafóricamente, claro) un partido opositor en un ataúd. Por eso no sorprende que ante el video que se viralizó unas horas antes de la elección porteña (un deepfake de Mauricio Macri anunciando la baja de la candidatura de Silvia Lospennato y llamando a votar por Manuel Adorni), ministros del gobierno hayan aclarado que “es parte de la libertad de expresión, que es lo más importante que tenemos que preservar”. Libertad, libertad, libertad.
El Tribunal Electoral de la Ciudad de Buenos Aires no creyó lo mismo. A las tres menos cuarto de la madrugada, el Tribunal desmintió oficialmente que Lospennato se hubiese bajado, observó que “inducir con engaños a votar en determinada forma” es un delito penado en el Código Electoral y ordenó a la red social X/Twitter dar de baja los posteos que habían difundido el deepfake. A pesar de esta decisión, de todos modos, el video sigue allí.
La resolución del Tribunal Electoral puede parecer de sentido común. La libertad de expresión no es un valor absoluto (el propio Presidente reconoce esto, por ejemplo, cuando denuncia penalmente a periodistas que lo critican) y la proliferación de información falsa en las redes puede generar una sensación de urgencia incluso en autoridades bienintencionadas. Preservar la pureza del comicio es esencial, y un video que anuncia falsamente la baja de una candidatura horas antes de la elección no parece tener ningún valor que proteger; ordenar su desaparición parece de lo más razonable. Ojalá fuera todo tan simple.
Para empezar, la propia legitimidad de los jueces para tomar este tipo de decisiones es frágil. Hagamos un experimento mental: ¿habría reaccionado con la misma audacia y premura la Justicia de la Ciudad de Buenos Aires si el partido afectado no hubiera sido el que gobierna el distrito hace 18 años? Medidas tan drásticas como la baja de un video de las redes sociales exigen que quienes toman este tipo de decisiones sean insospechados de favoritismos políticos, y es difícil mantenerse en ese estado de gracia después de tomar decisiones como esa.
Un ejemplo ilustrará la cuestión: Alexandre de Morães, juez del Supremo Tribunal Federal brasilero, era una figura respetada por la derecha de su país (había sido, incluso, Ministro de Justicia de Michel Temer), hasta que comenzó una cruzada contra las fake news filo-bolsonaristas en las redes sociales. Hoy es una figura divisiva, celebrado por algunos como el custodio de la democracia pero acusado de dictador por figuras de la talla de Jair Bolsonaro o Elon Musk. En unos días se estrena el documental Fake Judge: La historia de una nación en las manos de un psicópata, promocionado entusiastamente por Eduardo Bolsonaro en sus redes. Imaginemos cómo serían recibidos en el debate público argentino los jueces que osen tomar medidas de este tipo contra las fake news de los partidarios del gobierno. Ubicados prontamente en la vereda de los opositores (¿mandriles?), probablemente su legitimidad para tomar no sólo ésta sino cualquier otra decisión comience a peligrar. Un camino delicado.
Además, el Tribunal Electoral no termina de explicar de dónde saca la facultad de ordenar la baja de determinadas publicaciones de Internet. Los jueces no pueden simplemente remediar situaciones que nos parezcan mal, sino que deben basar su autoridad en normas precisas. Así, el Tribunal invoca su rol de “fiscalizar el desarrollo de los comicios”, pero está claro que entender esa facultad de ese modo expansivo lo eximiría de cualquier límite. ¿Qué más podría hacer el Tribunal Electoral para “fiscalizar” la elección? Por ejemplo, ¿podría ordenar la baja de cualquier publicación que viole la veda electoral, como las hay a montones? En ese caso, ¿cómo hacer para asegurarse de que lo hará de modo ecuánime, y no únicamente las que favorezcan a determinado partido? Por supuesto, no son preguntas nuevas, pero sin una ley que regule específicamente esta cuestión, no encontrarán respuestas.
Finalmente, ¿qué es lo que hace diferente a un deepfake de otras formas de manipulación de la opinión pública (digamos, para evocar un clásico del repertorio antikirchnerista, “menos pobres que en Alemania”)? El propio presidente Milei explicó que el video era un chiste que Macri no entendió. Una interpretación aventurada, pero posible, y por eso mismo el tipo de razonamientos que el derecho occidental se ha acostumbrado a no hacer y simplemente permitir cualquier tipo de discurso político, incluso el engañoso, y dejar que sea el “libre mercado de ideas” el que lo refute.
Los deepfakes, sin embargo, someten a la discusión democrática a un desafío sin precedentes: si hasta ahora siempre podíamos desconfiar de lo que nos decían, al menos sí podíamos confiar en quién era el que decía lo que decía. Como ocurre con la emisión monetaria, la proliferación de videos falsos baja también el valor de los verdaderos. Los expertos han llamado a este fenómeno “el dividendo del mentiroso”: quien se avergüence de algo que dijo o hizo puede simplemente atribuírselo a la inteligencia artificial y sus partidarios no tendrán dificultad en creerlo. Apenas exagerando, se crean realidades diferentes: en una, el deepfake es realidad; en la otra, la realidad es fake. Es difícil creer que nuestra doctrina actual de la libertad de expresión pueda capturar esta complejidad. El intento del Tribunal Electoral fracasó desapercibidamente, pero probablemente no sea el último. En este tiempo convulsionado, la lucha por clasificar la información se transformará, probablemente, en la última de las versiones de la grieta.
0