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Eso que llaman honor es trabajo no pago

Eso que llaman "honor" es trabajo no pago

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Me pregunto si hay alguna relación entre esas demandas laborales plagadas de adjetivos grandilocuentes, eufemismos y pomposidades por un lado, y la ausencia absoluta de la mención al dinero, por otro. Ejemplos hay muchísimos: “sería un honor para nosotros contar con un texto suyo”, “queremos que alguien de su prestigio nos capacite en estos temas”, “estaríamos orgullosos de que nos brinde una conferencia”, “sería importantísimo contar con su presencia en la inauguración de nuestro espacio”, etc. No me refiero a trabajar gratis porque así lo elegimos, ni a pretender ganar dinero siempre. No estoy hablando de la avidez por ganar dinero ni de las variables de mercado -cuánto se cobra por X cosa- que estipulan si algo es mucho o poco. Cada uno de nosotros tendrá sus propios parámetros de lo que quiere hacer gratis o de cuánto quiere cobrar por su trabajo o de lo que considera adecuado para sus honorarios. A Borges, por ejemplo, según cuenta Ricardo Piglia, una vez le resultó excesivo lo que le ofrecieron como pago por una conferencia y, entonces, pidió que le pagaran menos. Al finalizar el encuentro, remató: “No me va a negar que conseguí una buena rebaja”.

La situación a la que me refiero es totalmente otra: me refiero a la ausencia total y absoluta de la mención al dinero en este tipo de pedidos laborales, incluso de la mención de que no hay dinero para pagar el trabajo, cuestión que ya sería de por sí una mención y un reconocimiento al trabajo de aquel al que se está convocando. Y entonces pienso si “prestigio” “orgullo” “importantísimo” “honor” “fundamental” y otro tipo de palabras llenas de humo, no estarán ahí justamente para hacer más tabú un asunto tan mundano como el hecho ofrecer dinero -mucho, poco, nada- a cambio de un trabajo. Todavía hoy me río de ese sitio de otro país que garantizaba más de 10.000 clics en una conferencia que se daría un martes a las 22 horas horario argentino. Está claro que se puede dar una conferencia sin remuneración alguna, pero este último ejemplo muestra aún más el modo en que se degrada el trabajo intelectual cuando se pretende que la cantidad de espectadores sustituya el pago. Puedo entender que haya quienes se fascinan con la lógica del espectáculo y la figuración, pero evidentemente algunos se aprovechan de eso para escamotear el dinero. 

Creo que sí, que hay una relación entre idealizar, sacralizar y mistificar ciertos trabajos y no registrarlos como tales. Es habitual que pase en el ámbito de la cultura, en el de la educación y en el de la salud. Justamente porque son zonas en las que se despliegan esas posiciones absolutas, algo sobreactuadas, algo infatuadas. ¿Acaso hay alguien que se pronuncie en contra de la educación o de la cultura o de la salud? ¿Acaso a alguien se le ocurriría que sería mejor que no existieran? Ahora bien, esa sobreactuación está en el lugar de otra cosa. Pretende distraernos de los modos en que se reconoce, o no, el trabajo del otro. Apenas uno avanza en la conversación, se habla, por ejemplo, de la vocación de los docentes, cuestión que debería, según cierto sentido común, bastar para alimentarse. Si se trabaja por vocación, qué importan los salarios. O se les escapa la pregunta “¿por cuántas horas?”, para tratar de hacer entrar el magro salario del docente universitario en una escala digna. En esas situaciones me gusta contestar “¿por cuántas horas te parecería bien que un docente con más de veinte años de antigüedad y en constante formación cobre $16.358,81?”. Por otro lado, el eufemismo Ad-honorem cifra el destrato hacia la docencia universitaria. Ninguno de los docentes que trabajan gratis en la Universidad de Buenos Aires consensuó hacerlo por el honor; aunque sí esté instalado, en el mercado del saber, que hay que engordar el currículum de cualquier manera y a cualquier costo. Pasa también en el ámbito de la salud: hemos vivido durante la pandemia el procedimiento por el cual a más sobreactuación del reconocimiento, menos evidente resulta la realidad de las condiciones laborales. Hubo aplausos para el personal de salud en el inicio novedoso de la pandemia, pero ese ruido impedía escuchar el susurro tímido de sus paupérrimos salarios.

El falso reconocimiento se cuela entonces en las adulaciones vacuas, en la fraseología viscosa y en los eufemismos estridentes. Y eso no pasa solamente por el dinero. También se juega en el capital simbólico. Witold Gombrowicz cuenta que una vez lo habían recibido en una reunión con pompas y circunstancias y él se atrevió a preguntar a sus anfitriones, que tanto lo adulaban, qué libros suyos habían leído, para confirmar finalmente su sospecha: no sabían ni los nombres de esos libros.

El falso reconocimiento se cuela entonces en las adulaciones vacuas, en la fraseología viscosa y en los eufemismos estridentes. Y eso no pasa solamente por el dinero. También se juega en el capital simbólico.

Cuando Freud sugiere que el hombre de cultura “trata los asuntos de dinero de idéntica manera que las cosas sexuales, con igual duplicidad, mojigatería e hipocresía”, lo hace para señalar que los analistas tendrían que “tratar las relaciones monetarias ante el paciente con la misma natural sinceridad” con la que tratan los asuntos sexuales; que se trata de que el analista deponga la “falsa verguenza”. Pero hay algo que me interesa aún más en ese texto: para un analista es más digno y más ético “confesarse uno mismo sus pretensiones y necesidades reales, y no (...) hacer el papel del filántropo desinteresado (...) y luego afligirse en su fuero íntimo por la falta de miramientos y el afán explotador de los pacientes, o quejarse de ello en voz alta”. Quizás ese mismo consejo funcione si se lo hace extensivo fuera del consultorio. Porque si bien hay personas que alimentan su narcisismo y engordan su YO al preferir figurar y no cobrar, figurar en el lugar de cobrar, hay otras que pretenden que su trabajo sea reconocido como tal, sin falsas adulaciones ni sacralizaciones necias. ¿Cómo hacer para que, además, la incomodidad no quede del lado del que trabajó y debe reclamar un pago? ¿O cómo intervenir en un estado de cosas sin que se trate de una mera especulación personal que lleva agua para el propio molino? Hace un tiempo, la periodista Miriam Molero dijo “peor es el trabajo no remunerado establecido como norma. Presentar un libro, participar de un panel, etc. son trabajos a remunerar. Combinación de narcisismo y figuración le bajan el precio y bastardean la tarea. Quienes nos plantamos como laburantes quedamos como «difíciles»”.

La escritora y ensayista española Remedios Zafra se ha ocupado pormenorizada y rigurosamente de este asunto, tanto en su ensayo El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Premio Anagrama de ensayo, 2017), como en diversos textos y entrevistas que se pueden consultar acá.

Destaco una cosa interesante, entre tantas otras: “Ya hace tiempo que se instrumentalizan la vocación y el entusiasmo para justificar la deriva hacia la precariedad laboral. La tendencia va en aumento en los contextos dedicados al arte, la cultura y el conocimiento, donde conviven las ventajas de un mundo hiperconectado con el mantenimiento de viejas formas de poder que vulnerabilizan a las personas y les niegan espacios donde repensar la lógica laboral en que se inscriben”.

No se trata entonces de no trabajar gratis en ningún caso, ya que puede haber circunstancias que justifiquen la preferencia por hacerlo. Quizás se trate, en cambio, de ensayar pequeños gestos que nos permitan resistir esa naturalización, la que pretende que las cosas son-como-son, que si hay vocación entonces no importa si no cobramos; quizás se trate de atravesar la incomodidad, la “falsa vergüenza” de la que habla Freud. Quizás se trate de poder decir que no, si así lo creemos mejor. Un “no” a consentir la omisión del asunto. Un “no” pronunciado sin estridencias. Quizás se trate de pronunciar por lo bajo ese adagio que según Germán García gustaba tanto a Freud: “sólo la muerte es gratis”.

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