Diciembre 2001 - 20 años

Memoria de una rebelión popular antipolítica

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Lo primero que hay que decir sobre los eventos de 2001 es que ocurrieron en el marco de una catástrofe. Fue durante el pico de la peor crisis de nuestra historia. Al sufrimiento que produjo en términos de desamparo, hambre y desesperación para millones de personas hay que sumar además los 38 muertos que dejó la represión. Frente a todo eso no caben nostalgias: nadie en su sano juicio desearía volver a ese pasado. 

Dicho esto, no caben tampoco los recuerdos que niegan o banalizan el significado y los profundos efectos que tuvo la extraordinaria movilización social del 19 y 20 de diciembre y las que le siguieron. En el marco de la tragedia, una porción de la sociedad alumbró formas de acción colectiva y construyó lazos de solidaridad de enorme trascendencia que marcaron la política nacional por los siguientes quince años.

¿Qué fue 2001? Algunos intelectuales y periodistas se apresuraron a darle una interpretación estrecha: se trató de una movilización de clase media porteña motivada por un interés económico inmediato. El “corralito” les había tocado el bolsillo y reaccionaron. Punto. Más tarde, otros intentaron reducir los eventos a una simple intriga palaciega del peronismo para desplazar a Fernando De la Rúa

Los sucesos reales, sin embargo, no validan esas interpretaciones. Puede que la velocidad de la caída del gobierno tuviese que ver con que el PJ le retirara su apoyo. Pero ni siquiera eso resulta comprensible sin el hecho principal: la rebelión. Porque de eso se trató 2001: no fue una conspiración, ni un espasmo de la clase media, ni tuvo un sentido prioritariamente económico, ni fue de alcance meramente porteño. 

Por el contrario, se trató de una rebelión popular, múltiple en su composición social. Sin dudas el “corralito” había contribuido al descontento y no sólo al de los sectores medios (suele olvidarse que se habían inmovilizado también los sueldos de los trabajadores, cosa que llevó a las dos CGT y a la CTA a decretar un paro general). Pero las motivaciones y demandas de la rebelión excedieron con mucho el problema de las cuentas bancarias. 

De hecho, el cacerolazo del 19 formó parte de una trama de acontecimientos previos protagonizados tanto por sectores medios como por clases populares en todo el país. Desde mediados del mes venía habiendo una escalada de acciones de protesta de comerciantes, trabajadores, estudiantes, desocupados, vecinos. A todo eso se sumó una ola de saqueos que creció en intensidad desde el día 13 y que involucró a barriadas humildes de varias ciudades.

Simultáneamente hubo huelgas, manifestaciones, ataques a edificios públicos y choques con la policía de obreros, empleados públicos, desocupados, docentes, estudiantes y organismos de derechos humanos en varias provincias. El mismo día 19, antes del cacerolazo nocturno, hubo acciones de una multiplicidad de grupos sociales. Docentes universitarios, trabajadores municipales, comerciantes, camioneros, vecinos y desocupados realizaron protestas en diversas partes del país, algunas bastante violentas. Los saqueos se hicieron más intensos, especialmente en el conurbano bonaerense. El cacerolazo se inició precisamente como respuesta al anuncio del Estado de Sitio que anticipaba la salida represiva que el gobierno tenía en mente. De hecho, los cánticos de la multitud esa noche celebraban el bloqueo de esa opción (“¡Que boludos, el Estado de Sitio se lo meten en el culo!”) y exigían “que se vayan” los políticos. No hubo ninguna referencia al problema del “corralito”.

Algo similar sucedió con los eventos del día 20. En varias provincias hubo cortes de ruta y otro tipo de acciones protagonizadas tanto por trabajadores y desocupados, como por pequeños productores y comerciantes. Las imágenes de TV de lo que sucedía en la Capital inspiraban acciones de todo tipo en todo el país. Las centrales sindicales –la CTA y las dos CGT– declararon un paro por tiempo indeterminado. Por otra parte, entre la multitud que combatía con la policía en Plaza de Mayo había gente de sectores medios pero también desocupados y trabajadores. Ese día el corralito tampoco fue motivo de cánticos. “¡Que se vayan todos, que no quede ni uno solo!” –una consigna política y no económica– fue la frase principal que unificó a los que participaban en la rebelión. En varias localidades del interior los manifestantes reclamaron también la renuncia de gobernadores, concejales e intendentes.

Una rebelión popular antipolítica

En fin, la de diciembre de 2001 fue una rebelión que ocurrió en varias regiones del país, fue protagonizada por múltiples sectores sociales y no se identificó expresamente con ninguno de ellos en particular. Fue popular en sentido genérico. En las consignas y demandas con frecuencia se combinaban las aspiraciones de cada grupo. Podían exigir el fin del corralito, pero también el pago de sueldos atrasados y mayores subsidios para desocupados. Se preocupaban por las dificultades financieras de los comerciantes y pequeños productores, pero también por la defensa de la salud y la educación pública. 

Algunas voces nos dicen hoy que careció de un contenido político determinado y que “cada uno vio en 2001 lo que quiso”. Cierto, se trató de una rebelión popular antipolítica. La antipolítica puede tener y con frecuencia tiene un contenido ideológico de derecha. Pero lo interesante del caso es que la dinámica de los acontecimientos orientó la rebelión de 2001 en un sentido opuesto: fue antipolítica –como, en cierto sentido, lo son todas las rebeliones y revoluciones– pero canalizó esa energía de cuestionamiento a la política en un sentido tendencialmente izquierdista. 

La antipolítica del Que se vayan todos asumió esa orientación básicamente por dos motivos. Primero, porque desde mucho antes la narrativa que explicaba el origen de la crisis indicaba que lo que había fracasado era el programa neoliberal de Menem. El empobrecimiento y la exclusión eran su resultado. El peronismo de Menem y Duhalde (y su continuación en De la Rúa) eran percibidos como la derecha, por lo que inevitablemente la rebelión se posicionó en el polo opuesto. Fue antiperonista, claro, pero también anti-neoliberal. Eso se evidenció en las solidaridades amplias que construyó con los excluidos, en la revalorización del movimiento de derechos humanos y sobre todo en la evolución de las demandas de la rebelión. Los reclamos puntuales se entrelazaron con otros más generales y estructurales: del universal odio a los bancos se pasó con frecuencia al cuestionamiento de las multinacionales, las grandes empresas de servicios públicos privatizadas o las políticas neoliberales impulsadas por el FMI.

Pero incluso más importante fue otro hecho, que tiene que ver con la gramática de la rebelión. Porque la antipolítica no se dio en el vacío, sino en el espacio público, en las calles, con movimientos sociales poderosos, como los piqueteros, las asambleas, las fábricas recuperadas, o algunos sindicatos ocupando el centro de la escena. La antipolítica no significó entonces la impugnación de la política por parte de individuos que la rechazan como aquello que los amenaza en el confort de su espacio privado –esta es la antipolítica liberal o de derecha– sino, implícitamente, una impugnación del status quo que realizaba un sujeto político colectivo, presente, que era la multitud ocupando las calles. Váyanse todos, porque aquí estamos nosotros: había en las calles un “nosotros” protagonista de esa rebelión.  Y no era cualquier nosotros: se identificaba políticamente con un horizonte progresista. 

Fue ese horizonte el que, para bien o para mal, determinó el curso de la política nacional durante los siguientes quince años. Porque es preciso no olvidar que, pasadas las elecciones de 2003, no hubo fuerzas políticas relevantes que se presentaran a las elecciones enarbolando un programa o una identidad abiertamente de derecha. Nadie reivindicaba, como sucede hoy, a Cavallo o a los militares. Incluso Mauricio Macri, para ganar en 2015, todavía debió fingir progresismo (Jaime Durán Barba, Federico Pinedo o Alejandro Rozitchner incluso sostuvieron que era “de izquierda”).

En ese sentido, 2001 sí marcó un claro parteaguas entre la década neoliberal y el escenario que se abrió a comienzos del nuevo siglo. Pero no porque alumbrara un nuevo ordenamiento –de eso se ocuparían luego los políticos– sino por su capacidad de interrumpir el curso “normal” de la historia. 2001 fue eso: una interrupción. Alteró el flujo esperable de los acontecimientos. Detuvo parcialmente la máquina. 

Si uno se sitúa mentalmente en comienzos de 2001, se puede ver claramente adónde se dirigía la historia. Todo conducía hacia una salida que profundizaba las reformas neoliberales. Vemos a un De la Rúa que alternaba entre el ministro de economía emblemático de Menem –Domingo Cavallo– y otro figurón del liberalismo extremo como Ricardo López Murphy. Vemos movimientos para habilitar una intervención incluso mayor del FMI. Vemos la continuidad del dominio indiscutido de los intereses financieros con el Megacanje. El plan déficit cero. El recorte de salarios y jubilaciones. La salida era esa. 

Fue ese curso de acontecimientos lo que la rebelión suspendió. Lo volvió políticamente inviable. Y con esa suspensión, abrió una ventana a la democracia sustantiva, un momento en el que la acción popular podía definir rumbos. Abrió una ventana de “anormalidad” en la que se pudieron vislumbrar futuros impensados.

Pierden de vista ese hecho quienes hoy vuelven sobre 2001 y afirman –confundiendo gestualidades y estéticas con realidades sustantivas– que la antipolítica de derecha que florece en la actualidad hereda su impulso. Es todo lo contrario. Cuando los desquiciados de la extrema derecha convocan por TV a la “rebelión”, cuando llaman a acabar con la “casta política”, cuando hacen sonar “Se viene el estallido” en sus actos, se afirman en el gesto profanatorio del recuerdo del 2001, ahora que su ciclo está finalmente cerrado. Que se deleiten en apropiarse de algunas palabras y estéticas de 2001 no demuestra que son sus herederos sino todo lo contrario. Si algún día vuelven de verdad tiempos de rebeliones populares, los veremos como los vimos entonces y otras tantas veces: pidiendo a los militares que saquen los tanques a la calle. 

EA