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Atención flotante

Esto no es un chiste

¿Dónde está tu sentido del humor?

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En una conferencia que dio en 1967, Jacques Lacan dijo: “todo el mundo cree saber lo que es el psicoanálisis, salvo los psicoanalistas, y eso es lo molesto. Ellos son los únicos que no lo saben. Si creyeran saberlo de inmediato, sería grave”. Lejos de ser una crítica al no saber, es un señalamiento de cómo cierto saber funciona en la creencia, funciona como obstáculo. Quizás habría que subrayar “cree saber” porque, como había dicho varios años antes, “saber siempre es, en algún aspecto, creer saber”. Se refería, en esa ocasión, al Yo como sede de las resistencias y al conjunto de prejuicios que conforman el saber. No hay saber -del prejuicio- sino en la creencia, no hay saber -del prejuicio- sino como creencia. No hay dudas de que en Buenos Aires “todo el mundo” cree saber lo que es el psicoanálisis, se analicen o no se analicen, lo amen o lo odien; a casi nadie le es indiferente. Hay saber sobre el psicoanálisis porque hay prejuicios sobre el psicoanálisis (como sobre todas las cosas). Uno de esos prejuicios suele recaer sobre los fundamentos del descubrimiento freudiano. Se supone, por ejemplo, que alguien dice una cosa pero que “en el fondo” quiere decir otra. Si algo descubre Freud, es que el inconsciente está en lo que se dice, que no hay fondo. Que no se trata de leer entre líneas, sino de leer las líneas. No se trata nunca de lo que alguien quiso decir, sino de lo que dijo. Pero hay una complicación más: eso que dijo, lo dijo en el enunciado pero también en la enunciación. No hay decir sin enunciación. Y lo que se dice es también posible por lo que no se dice en lo que se dice. 

Si algo descubre Freud, es que la dimensión fundamental de la puesta en acto del inconsciente es la sorpresa. La sorpresa es la punta que muestra eso que desborda, que excede, que rebasa la intención. Uno puede querer decir algo, pero la intención queda coartada, interrumpida, desfasada, desquiciada por algo que viene de otra escena: el inconsciente. Y ahí, en la sorpresa, Freud lee las llamadas formaciones del inconsciente: el sueño, el lapsus, el síntoma, el chiste. Toda la psicopatología de la vida cotidiana está atravesada por eso: el hallazgo del sujeto que rebasa la intención. Sin embargo, no todas esas formaciones son iguales. Me quiero detener en el chiste pero, sobre todo, para volver a sus fundamentos, esos que, sutiles, hacen al descubrimiento de Freud, hacen a la relación con lo inconsciente. La sorpresa, muchas veces, está cifrada en la risa. La risa ocurre involuntariamente como un estallido ahí donde algo pasó. Pasó que se obtuvo placer en la suspensión de las inhibiciones. Si algo aporta Freud, es que para que un chiste sea un chiste, tiene que haber risa -por eso a veces se confunde un lapsus con un chiste: porque hace reír-. El propósito del chiste culmina en la risa, no en la intención. Este pequeño giro resulta fundamental. ¿Quién dice que algo es un chiste? Nunca el que lo enuncia, más allá de que su intención haya sido hacer un chiste, siempre es el oyente. Freud cita a Shakespeare: “que una chanza prospere depende del oído/de quien la escucha, nunca de la lengua/ de quien la hace”. Si el chiste es un fenómeno social -y político-, lo es en tanto pone en juego una cantidad de variables que exceden la simple intención de un individuo. El descubrimiento freudiano viene a jaquear la intencionalidad para mostrar que uno nunca dice lo que quiere decir, porque el Yo no es el que maneja los hilos, es más bien la marioneta. Por eso resulta aparatoso escuchar que alguien anticipe los efectos de lo que va a decir cuando avisa “voy a decir algo polémico”, “voy a decir algo que no te va a gustar”, “voy a decir algo gracioso”. Eso es permanecer en el terreno de lo voluntario, eso es creer que uno sabe lo que dice antes de decirlo y podrá por lo tanto controlar sus efectos. Eso implica permanecer en la creencia de que se sabe acerca del otro -y de uno mismo-. Si algo enseña el psicoanálisis, es que no podemos saber antes qué estamos diciendo. Algo escapa a nuestro dominio, por suerte.

Quiero detenerme especialmente en ese procedimiento tan habitual: el de atribuir a aquel que no se rió de un supuesto chiste, el no tener sentido del humor, el ser demasiado susceptible, el ser literal, el ser solemne. No digo que no haya personas solemnes, susceptibles o que no tengan sentido del humor. Me estoy refiriendo a los casos en los que esas acusaciones provienen de quienes supuestamente hicieron un chiste pero ese chiste no fue recibido como tal. Apelar a la treta de “es un chiste” luego de que se hirió a alguien es un procedimiento un tanto tramposo. Es apelar a las “buenas intenciones”, es apelar a la intención como garantía. Porque lo que queda confundido ahí, no es solo la cuestión de la intencionalidad sino, sobre todo, la creencia de que un chiste radica en que se pueda decir cualquier cosa agregando la cláusula “lo digo en chiste”; aprovechar esa cláusula para agredir, insultar, agraviar, difamar, lastimar o exudar la propia crueldad amparándose en que “es un chiste”, atajándose en un estéril y gratuito “perdón si ofendo”,  en lugar de advertir que se ha dicho algo fuera de lugar más allá de la intención inicial. Freud no dice que no existan los chistes hostiles -de hecho hace un catálogo minucioso de los distintos tipos de chistes-, lo que plantea es que en el caso de los chistes tendenciosos agresivos se registra un poderoso componente sádico más o menos inhibido en la vida cotidiana. Pero ese sadismo sublimado no siempre llega al otro tan adornado. Porque que sea un chiste hostil no implica esa hostilidad vaya a quedar neutralizada del todo.

Una cosa es que todo chiste apunte a agujerear un poco la autoridad del otro que nos agobia, que se nos viene encima, y otra es que con el chiste se pretenda arrasar con todo el otro, con su persona, que se apunte a su aniquilación. Quizás la diferencia esté mejor dicha por Lacan: necesitamos que ese Otro al que se dirige mi provocación sea un otro real, sea un ser vivo, “de carne, aunque mi provocación no se dirige, de todas formas, a su carne”. Se requiere de la carne del otro para hacer algo con esa autoridad, para que esa carne no nos aplaste, pero eso no es igual a encarnizarse con el otro o a hacer una carnicerìa con el otro.

En este punto, resulta paradigmático el humor judío. Freud distingue perfectamente los chistes judíos de los chistes sobre judíos. Una cosa son los chistes nacidos en el propio suelo de la vida popular judía -chistes que abundan en el libro- y que resultan certeros y otra, muy distinta, son los chistes sobre judíos hechos por extraños que resultan chascarrillos o una irrisión brutal. Según Freud, estos últimos se ahorran el chiste porque ven en el judío una figura cómica de por sí. Pero Freud dice, además, que pocos pueblos como el judío conocen tanto sus defectos y se ríen tanto de su propio ser. Es ahí que se puede retomar la enunciación, la posición desde la que se enuncia eso que se dice. Incluso, la pregunta que habría que formular, cada vez que no aparece la risa y, en cambio, queda en evidencia la hostilidad del “chiste”, es: ¿qué condiciones sociales, políticas y/o subjetivas son las que se necesitan para reír? Y no porque la risa sea voluntaria o moral, sino porque se hace necesario ser capaces de atajar los efectos, ese exceso incalculable que desborda la intención y lastima al otro. Sobre todo si ese otro aún no puede lidiar con sus tragedias, con su horror. No se trata solamente de ir con cuidado, no se trata solamente de cuidar un poco a los otros, sino de estar dispuestos a escuchar lo que uno dijo; se trata de estar dispuestos, no a atajarse, sino a atajar eso que no sabíamos que pensábamos.

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