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OPINION

“Ñoquis”, ocio intelectual y temas poco “sexies”: la fantasía que alienta Milei sobre la ciencia nacional

Daniel Salamone es el referente de ciencia de LLA, posible funcionario a cargo del Conicet

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Las declaraciones de Javier Milei desde su candidatura han sido, cuanto menos, incongruentes. Desde la privatización y el cierre del organismo hasta la delegación de la toma de decisiones, sus aserciones fueron coherentemente acompañadas de un notable desprecio hacia nuestro trabajo: “¿Qué han generado los científicos? No se nota que hayan generado desarrollo e investigación”, expresó en una entrevista. Esto habilita un razonable pesimismo sobre la próxima dirección de CONICET posiblemente a cargo de Daniel Salamone, amigo íntimo del mandatario entrante. Pero lo cierto es que no es un discurso nuevo.

La necesidad de la investigación científica viene siendo puesta en duda por distintas voces desde hace aproximadamente una década. Es entendible que muchxs no sepan por qué estudiar películas de Disney puede contribuir a identificar prácticas discriminatorias en la sociedad, o cómo analizar discursos puede ayudar a evaluar y guiar políticas migratorias. Sin embargo, la potencial aplicabilidad de los resultados científicos ha ocupado un lugar indiscutible en el proceso de desprestigio del CONICET y quienes allí trabajamos. 

Se ha vuelto habitual que gente ajena al ámbito académico opine sobre la legitimidad o no de los títulos de proyectos de investigación -digo “títulos” porque las críticas no se basan nunca en una lectura de los proyectos ni de los artículos ¡ni de los resúmenes!-. La vara para la aprobación de los juzgadores de trabajo ajeno se resume en una pregunta: ¿para qué sirve tal o cual investigación? Y acá Daniel Salamone tiene un punto: en TN dijo que la productividad del CONICET la está reclamando “hasta la gente común, que a uno le dice ‘escuchame, están haciendo esto, ¿te parece bien?’”. Para el sentido común, la ciencia se pronuncia en singular e involucra guardapolvos, tubos de ensayos y resultados cuantificables. Esa misma “gente común” es, por ejemplo, el periodista que dijo -sin ser cuestionado por Salamone- que el 75% de la planta de CONICET es “para cientistas sociales”. Nada más lejos que las cifras reales: las ciencias sociales y humanas representan el 23,65%. 

Pero el problema no es “la gente común” sino nosotrxs mismos, que no hemos sabido cuestionar el sentido común ni difundir nuestros trabajos para explicar su relevancia.

Pensar la investigación como una herramienta que da resultados aplicables en el corto plazo no solo es desvalorizar el conocimiento en su carácter simbólico, social, cultural y cognitivo, sino que significa reducir el saber a una mirada exclusivamente mercantil. En una entrevista previa a las elecciones, Daniel Salamone explicó su concepción del sistema científico: el CONICET debe ser una incubadora de empresas, hay que priorizar las investigaciones “que generen divisas” (sic). En sus palabras, lxs investigadorxs tienen que aprender a ser emprendedores. Además, aunque el futuro funcionario confiese amar las ciencias sociales, campo en el que trabaja su propia hija, expresó que hay que priorizar el financiamiento de temas más “útiles” en detrimento de temas más “sexies”. ¿Sexy, la ciencia? El sentido que adquiere esta palabra en el enunciado de Salamone activa una oposición ya recurrente entre las ciencias humanas y las ciencias exactas y naturales.

La diferenciación entre las investigaciones útiles y las sexies ubica a las ramas humanísticas del lado del ocio y el regodeo intelectual. Esto tiene un efecto claro: la concepción de que investigar no es trabajar. El tan repetido insulto “ñoquis del CONICET” no hace más que martillar esa idea, y borrar la cotidianidad exigente y demandante de quienes trabajamos en el organismo en condiciones.

En esta línea, Salamone habla de “la ciencia”, en singular. Las pretendidas unicidad y homogeneidad del trabajo científico se articulan, así, sobre dos ideas fundamentales: las únicas ciencias válidas son las ciencias “duras”, lo cual presupone que las sociales no son ciencias, y el único científico posible es el que expresa en su pizarra resultados cuantificables. Este estereotipo es perfectamente encarnado en la figura de Salamone, un biotecnólogo especialista en clonación animal. Con ese estereotipo, Salamone sostiene que la ciencia debe ayudar a resolver la crisis, por lo menos en los próximos dos años. Es entendible que, si hay investigaciones ya en curso y con resultados concretos, se apele a una inversión adicional que permita capitalizar esos resultados. Pero eso no puede abarcar la totalidad de las investigaciones -ni, posiblemente, la mayoría- porque la generación de conocimiento se mueve a un ritmo distinto que la generación de bienes y servicios. Los desarrollos científicos tienen tiempos propios, que responden a la necesidad de pensar en profundidad, la habilidad de relacionar hallazgos que podrían parecer inconexos y que finalmente no lo son, la atención a las circunstancias sociohistóricas en las cuales se plantean los problemas de investigación, la puesta a prueba de hipótesis que a veces requieren varias reformulaciones, etc. 

Estos tiempos largos, que evidentemente generan rispideces con las prácticas sociales actuales, hacen pensar que las ciencias humanas son un capricho y que los temas que hacemos en las áreas sociales son irrelevantes. Lo cierto es que para conseguir financiamiento (becas o entrar a la Carrera de Investigación Científica) debemos justificar la relevancia de nuestro tema de investigación y los objetivos esperables para los próximos 3 a 5 años, todo lo cual es evaluado por comités de especialistas, y las evaluaciones son constantes y muy exigentes. Es decir, los temas irrelevantes simplemente no consiguen financiamiento. 

Ahora, si queremos ser “sexies” como propone Salamone debemos obligarnos a pensar la relación entre las humanidades y el dinero. ¿Realmente las ciencias sociales y humanas no pueden generar divisas? En esto hay que admitir que el CONICET viene funcionando mal, pero no porque financie temas poco importantes, sino por cuestiones de organización y funcionamiento más estructurales. Quienes intentamos articular motu proprio nuestras investigaciones con empresas, fundaciones y ONG, nos vemos siempre en problemas. No solo debemos dedicar extensas horas de trabajo gratis a cuestiones administrativas sino que, por ejemplo, lxs becarixs no pueden cobrar por su trabajo en este tipo de iniciativas. La cantidad de burocracia y los requisitos para hacer convenios son tales que terminan desincentivando la voluntad de conexión con esferas no académicas. 

Pero además, las condiciones en que trabajamos son malas en general. No hay tal cuco que quiere venir a recortar un sistema científico que funciona a la perfección y donde todxs somos felices. Por supuesto que con la gestión de Milei tenemos un miedo razonable a las voluntades de despedir trabajadorxs, bajar sueldos y frenar ingresos al sistema científico. Pero no olvidemos que desde hace años la precarización es alta, los salarios son bajos, cada vez es más difícil obtener becas y cada vez es más difícil ingresar a CIC. Ya nos fueron desfinanciando en silencio -suyo y propio-. En 2022 directamente no hubo convocatoria: se fue corriendo el calendario de las postulaciones. 

Como si fuera poco, cuando otros países valoran lo que hacemos muchas veces no podemos concretar nuestros trabajos porque no podemos exportar servicios. Si nos invitan a dar una conferencia, tenemos que usar todo el dinero extranjero en el país anfitrión o conseguir que nos paguen en efectivo porque no podemos entrar divisas a nuestro país o directamente hacerlo gratis confiando en que el prestigio abultará nuestro curriculum y que eso será, paradójicamente, valorado por el sistema científico nacional.

Más allá de estos problemas, Salamone debería comprender que “los grandes científicos”, esas “ferraris a las que no les podemos poner nafta” estamos en todas las ramas de las ciencias y que todas estas ciencias se complementan entre sí. La interdisciplina viene ganando terreno, no podemos seguir pensando el sistema científico en un cuadro anacrónico de disciplinas tajantemente delimitadas ni pensar que la única solución es cuantitativa y financiera: cuánto hay que recortar. 

Y gran parte del problema, insisto, es nuestro: “la gente común” importa y la presión política y social existe. Nuestra función como cientistas sociales es contarle a la sociedad por qué le conviene que haya desarrollo científico en todas las áreas del conocimiento. Salamone dijo “vamos a tener que ser ingeniosos”: ojalá lo sean. Y quizás es momento de que aportemos ideas creativas desde adentro y en voz alta.

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