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Análisis

En su nueva Guerra Fría contra Rusia, la bandera de la Casa Blanca es ahora la 'diversidad'

La jueza federal Ketanji Brown Jackson es la primera mujer afroamericana nominada para integrar la Corte Suprema de EEUU. El presidente demócrata Joe Biden rompió el viernes con esta exclusión que duró 233 años y con su nominación desde la Casa Blanca (foto) dio un paso necesario para reparar el desprecio por la diversidad en el más alto tribunal del país.

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Mientras latió caliente la larga Guerra Fría entre EEUU y la URSS durante las cuatro últimas décadas del corto Siglo XX que había empezado en 1914, era fácil detectar el slogan ideológico del Mundo Libre. Palabra sonora, libertad, era el alarde que brotaba de inmediato. Valor de primacía indiscutida: esperanza de vencer al fin, gratificada en 1989 por la Caída del Muro y en 1991 por la disolución de la Unión Soviética. En el actual enfrentamiento con Rusia, Joe Biden afina su retórica para enmarcar el conflicto con un nuevo slogan. Lo hará en el momento de cumplir con una obligación anual que desde 1787 la Constitución impone al titular del Ejecutivo, el pronunciar en el Capitolio, al inicio de cada calendario el discurso del ‘Estado de la Unión’, donde el presidente revela las directrices que guiarán su política ese año, y busca apoyos para sus proyectos. La guerra cuyas batallas se están librando en Ucrania, la conceptualización del enemigo en Rusia, y la reconceptualización de EEUU frente a su tradicional y mayor adversario militar, serán el centro de la oratoria del 1° de marzo. No ha sido ajena al andamiaje argumentativo cuyos efectos prepara Biden la velocidad con la que nominó, para una vacante entre los 9 integrantes de la Corte Suprema, por primera vez en la historia, a una jueza afroamericana. Porque para el partido Demócrata, ya antes en la oposición contra el republicano Donald Trump, pero ahora desde el gobierno,  ya no se trata de la libertad como cifra y clave de la democracia: es ahora la diversidad el valor superior, que santifica la cruzada contra la opresión de las tiranías.

´Jamás lograrán ponerle cadenas a la libertad’, discurseó John Fitzgerald Kennedy en Alemania en 1963, después de que los comunistas levantaran el Muro; cuando los capitalistas lo derribaron en 1989, otro presidente estadounidense, el republicano George H. Bush, viajó a Berlín para cantar ‘Libertad, libertad, libertad’. El coro de la 9ª Sinfonía de Beethoven, pero con la letra liberalmente modificada: donde decía alegría habían sustituido por una voz más familiar, la más dilecta, libertad. Las ciudadanías de las democracias occidentales eran libres. A los ojos críticos de las autoridades electivas -elegidas por esas ciudadanías a través del voto-, libres hasta la saciedad, el hartazgo o la apatía electoral. En la Casa Blanca, en el Pentágono, en la CIA (prejuiciosa agencia de espionaje internacional pero juicioso mecenas de cultura y artes occidentales) creían que ese goce de la libertad, garantizado por un Estado respetuosamente ausente que evita meterse en nuestras vidas, era cifra y clave de la victoria liberal sobre el comunismo. Y antes de ese triunfo, bastaba para recomendar a Washington sobre Moscú (y a Nueva York sobre París). En la Unión Soviética, en Europa Oriental, la queja de que las raciones de libertad resultaban siempre exiguas, y los lamentos de que la intromisión del aparato policial y de la burocracia administrativa del Estado en las vidas privadas era excesiva, ofrecían un espectáculo rutinario que Occidente interpretaba como el tributo que la servidumbre paga a libertad.

En 1972 Joe Biden, católico y demócrata como JFK -asesinado nueve años antes-, ganó su primera elección para ocupar una banca en el Senado. Nacido en 1942, el que hoy es el presidente más viejo en la historia de Casa Blanca fue entonces el senador más joven en la historia del Capitolio. Fue en la Convención de 1972, el año en que el republicano Richard Nixon ganó su reelección, que el partido Demócrata dio un giro anticlasista en el cortejo de su electorado. Se iba a volver -se ha vuelto- un partido de grupos, de minorías, de personas coligadas por miserias o maltratos, con agendas progresistas -pro aborto, pro derechos civiles, pro igualdad de género, pro colectivos afroamericanos, pro colectivos hispanos y después asiáticos y de americanos nativos (indios), pro educación, salud accesibles, pro discriminación positiva, absolutamente anti discriminaciones negativas. Pero también pro globalización, libre comercio, Wall Street, Washington, cosmopolitismo suburbano de los grandes centros urbanos. El proletariado industrial, manufacturero, la antigua clase obrera de overol azul, dejó de ser moderno (lo eran los servicios, y su neo proletariado de cuello blanco), y este antiguo fondo de comercio electoral pasó a ser, finalmente, el movimiento de base del republicano Donald Trump. El partido Republicano que, ya tenía a los red necks (cuellos rojos por el aire libre) rurales, a la basura blanca de casas rodantes, se hizo con los blue collars urbanos, industriales, oxidados. Un electorado que en Rusia es el de Vladimir Putin, y el del Partido Comunista que es su aliado. Para Biden, para Trump, para Putin, para el brasileño Jair Messias Bolsonaro, para la Lega Nord en Italia, un gobierno es democrático cuando sus políticas se dirigen a atender las demandas de su electorado. Al que Biden identifica con la ciudadanía sin más, y Trump, más literal, identifica con quienes pueden votar y votan en las elecciones. Biden entiende que la ciudadanía, y la Historia, lo juzgarán por el caudal de diversidad con el que conforme a su administración. Es en lo que se define la democracia, y el criterio que permite distinguir, en suma, el Bien del Mal: si algo no son los gabinetes de Bolsonaro, de su predecesor en la presidencia brasileña Michel Temer, de Putin, de su amigo italiano Silvio Berlusconi, de Trump, es diversos.  

Según Biden y los demócratas progresistas, la diversidad es un fin en sí mismo, y un artículo de primera necesidad. Al tiempo que una prioridad de gobierno. Una administración es tanto más democrática cuanto más lugar da, en la asignación de cargos políticos, y en la visibilización y representación asegurada, de minorías nunca antes incluidas en esas jerarquías del poder o la dignidad del Estado. El deber histórico que Biden hace ver, cuantas veces tiene oportunidad, como el suyo, y como la vara por la que acepta medirse dolorosa pulgada por incisiva pulgada, es el de terminar con la injusticia de la exclusión supremacista o prepotente de determinadas minorías o grupos de enclaves decisivos de la toma de decisiones o del asesoramiento técnico o científico que ha de guiarlas o referenciarlas. La ironía, que está en la base de la burla de quienes en reacción se llaman 'iliberales' es que al reparar la injusticia de esas ausencias y relegamientos centenarios el poder pueda elegir, como representante emergente de la exclusión enmendada, a personas que en sus biografías y carreras personales exitosas no hayan conocido más limitación, en el caso de ver fracasada una aspiración, que aquella exclusión taxonómica, injusta, ilegal, impersonal. Pero en el resto de su existencia pueden ser vistas como privilegiadas, y herederas de privilegios. Los avances y las batallas ganadas en el combate por la diversidad no marchan necesariamente en simultáneo compás con la lucha contra la desigualdad.

Ante el anuncio del retiro en junio de un octogenario juez (blanco y progresista), Stephen Breyer, de la Corte Suprema, Biden se apuró a nominar, en su remplazo, a la jueza afroamericana Ketanji Brown Jackson. En 233 años de historia judicial, será la primera afroamericana que ocupará uno de los nueve sitiales del más alto tribunal del país. La llegada de Jackson a la Corte no cambiaría la composición ideológica del supremo tribunal estadounidense. Con seis integrantes de tendencia conservadora y tres progresistas, la Corte está más inclinada a la derecha que en ningún momento desde la década de 1930.

Sin embargo, la decisión de Biden sí ampliará la diversidad de una Corte en la que ahora mismo hay cinco varones blancos, uno negro y tres mujeres, una de ellas la latina Sonia Sotomayor. La razón es que el mandatario quería mantener su promesa de nominar a la jueza antes de que acabara febrero, antes de su discurso anual sobre el Estado de la Unión. Jackson creció en Miami, se graduó en Harvard, hizo una carrera judicial brillante, su madre y su padre son docentes de Derecho en la Universidad: el mejor ambiente para destacarse por sobre el resto del alumnado. “Es una de nuestras mejores juristas”, aseveró Biden, un hijo de obreros sin instrucción formal, alumno mediocre, con malas calificaciones, que tuvo que esforzarse mucho para concluir sus estudios de Leyes.

AGB

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