Opinión

Un país que sólo puede imaginarse y gobernarse desde el AMBA

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Suele decirse que el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner es una expresión política del AMBA, y que ello constituye un agravio a la diversidad de intereses regionales (y por ende sociales) que animan la vida pública de nuestro país. La observación no carece de sustento. Fernández es el más porteño de los presidentes argentinos de las últimas décadas. Y casi todos sus ministros y secretarios, así como casi todo su cada vez más raleado e insignificante elenco de colaboradoras más cercanas, forjaron su carrera en un radio que no excede los 70 kilómetros de la Plaza de Mayo. Así comenzó y, todo sugiere, así terminará su mandato. Las peores pesadillas de los críticos de la Cabeza de Goliat parecen haberse realizado.

Por un momento, sin embargo, tras la llegada del tucumano Juan Manzur a la Jefatura de Gabinete en septiembre de 2021, pareció que la preeminencia de los dirigentes del Área Metropolitana de Buenos Aires iba a verse reducida o, al menos, contestada. Pero esa expectativa se disipó muy pronto. La gravitación de este supuesto representante de una inexistente liga de gobernadores del interior se diluyó más rápido de lo que tarda en deshacerse un trozo de hielo en las arenas del desierto de Qatar. El proyecto Juan XXIII no fue más que una quimera, el sueño imposible de ese desarticulado segmento de nuestra clase dirigente que sabe muy bien cómo ganar elecciones locales y cómo explotar las instituciones del federalismo para defender sus intereses de pago chico, pero que no conoce fórmula alguna que le permita alzar la mirada más allá de las fronteras de sus provincias para interpelar al país en su conjunto.

Al margen de la simpatía que nos merezcan algunos integrantes de esta fracción algo miope de nuestra clase dirigente –en cuyas filas, hay que decirlo, junto a personajes repulsivos, también hay políticos imaginativos y buenos administradores de los recursos provinciales–, el problema de fondo es que una distribución espacial del poder tan sesgada hacia la gran metrópolis argentina ha convertido al interior en una presencia espectral en el debate sobre cuáles deben ser las líneas maestras de la política pública nacional. Ese heterogéneo universo político que hoy constituye el interior está poco menos que ausente al momento de concebir respuestas a los grandes problemas del país, e imaginar posibles vías de desarrollo.

La anemia política del interior no constituye, sin embargo, un rasgo original de ese experimento singular que es el gobierno de los Fernández, toda vez que su sesgo AMBA-céntrico sólo lleva al extremo un rasgo ya presente en administraciones anteriores. A su manera, el gobierno Macri también significó el predominio de los hombres de Buenos Aires –solo que apoyados sobre una sociología electoral diferente–, y otros anteriores no fueron muy distintos.

De hecho, el punto de quiebre está asociado al nombre de Carlos Menem. El riojano fue el último jefe de estado cuyo estilo político revelaba, de manera ostensible, hondas raíces provincianas. Más aún, en 1988 Menem desafió y venció a Antonio Cafiero, jefe del peronismo bonaerense, en su carrera hacia la Casa Rosada. Por supuesto, el riojano debió ceder espacios de poder a dirigentes del conurbano (como Eduardo Duhalde y Alberto Pierri), pero éstos nunca dominaron la arquitectura de su gobierno. En lo que Ricardo Sidicaro llamó la “anti-elite” menemista, los dirigentes del interior –Eduardo Bauzá, Antonio Erman González, Raúl Granillo Ocampo, Mera Figueroa, José Luis Manzano, Roberto Dromi, para nombrar sólo algunos que ocuparon cargos ministeriales– tuvieron un lugar muy destacado, mayor que en cualquier otra experiencia de gobierno posterior.

Todo Buenos Aires

En el siglo XXI, en cambio, todos los presidentes surgieron de Buenos Aires e imaginaron el país desde el ángulo de observación que ofrece la gran mancha urbana que comprende a la CABA y los 24 municipios del conurbano; sus colaboradores y equipos de gobierno reflejaron ese dato. Alguien podría argumentar que Néstor Kirchner constituye una excepción a este sesgo metropolitano. Pero hay que recordar que el santacruceño llegó a la Casa Rosada no por lo que había hecho en su provincia (que no sólo era poco lucido sino que muy pocos de los que fueron a las urnas en 2003 conocían) sino gracias al auxilio que recibió de Eduardo Duhalde, entonces el jefe indiscutido del peronismo del conurbano, que lo tomó bajo su protección y le abrió el camino hacia la primera magistratura. Lo que es más importante, Kirchner no tardó en advertir que para gobernar un país cuya política estaba y sigue estando marcada por las nuevas formas de la cuestión social –cuya principal expresión política es la movilización de los pobres y desocupados de las periferias urbanas– era preciso mantener un ojo muy atento a lo que sucede en la gran metrópolis, y desde muy temprano trabajó para reemplazar a Duhalde como mandamás del justicialismo bonaerense.

La tarea la completó su esposa y sucesora que, para afirmarse en la presidencia, invirtió tiempo y esfuerzo en la construcción de una personalidad pública enteramente nueva. Protagonista de la migración política e identitaria más exitosa de la era democrática, Cristina Fernández se despojó del pesado ropaje patagónico con el que había trajinado dos décadas de carrera pública en Santa Cruz o en representación de Santa Cruz para convertirse en la mejor intérprete de las demandas más urgentes de los votantes de los barrios populares de Buenos Aires.

Estas derivas ponen de relieve que un dirigente que no halla la manera de hacer sentir su voz en la escena pública de la segunda mayor aglomeración urbana de América del Sur –no importa si recaba sus principales apoyos entre las clases populares o entre las medias– no está en condiciones de alcanzar la estatura de líder político nacional. Sólo desde ese punto de nuestra geografía parece posible interpelar con algún éxito al conjunto de la ciudadanía. Para entender la singularidad de este fenómeno es importante tener presente que, pese a que la política argentina siempre reservó un papel estelar a Buenos Aires, su forma e intensidad fueron cambiando. Durante mucho tiempo, incluso, el tablero estuvo inclinado en sentido opuesto, al punto de que fueron los hombres del interior los que, en la estela de figuras como el tucumano Alberdi o el entrerriano Urquiza, propusieron las ideas y las iniciativas más potentes para imaginar y moldear la peripecia nacional.

Desde la sanción de la Constitución de Paraná en mayo de 1853, que abrió el camino para la formación de un sistema político nacional, el fiel de la balanza se inclinó en favor del interior, que por más de medio siglo logró proyectar a sus figuras de mayor relieve al centro de la vida pública. Hasta entonces, en los tiempos de Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires había sido imbatible porque su poder se apoyaba sobre recursos fiscales y militares que ninguna provincia podía igualar. Pero cuando la competencia política tendió a institucionalizarse tras Caseros, y cuando cobraron forma organizaciones partidarias implantadas en todo el país, las bases infraestructurales que habían asegurado el ascendiente de Buenos Aires en la etapa rosista se volvieron menos decisivas y, por varias décadas, los “trece ranchos” impusieron más jefes de estado que la Reina del Plata. Sarmiento era hijo de San Juan y Avellaneda vino de Tucumán, lo mismo que el poderoso Roca, que fue dos veces presidente. Con Juárez Celman, la tonada cordobesa dominó las conversaciones en la Casa Rosada. Durante la presidencia de Figueroa Alcorta, y para horror de muchos porteños de alcurnia, las costumbres adquirieron un claro aire provinciano: cuando el calor apretaba las reuniones de gabinete se hacían en mangas de camisa, con el mate circulando de mano en mano.

La política de la era liberal fue muy favorable a las elites del interior, que no sólo lograron llegar varias veces a la Casa Rosada y pesar mucho en el Congreso sino que, apoyándose sobre los recursos de poder que les otorgaba el sistema federal, sesgaron la política pública en favor de sus regiones de origen. El sistema de elección indirecta de la fórmula presidencial, que tenía lugar en colegios electorales en los que las provincias del interior estaban sobrerrepresentadas, también contribuyó a este resultado. Y la división de Buenos Aires en dos distritos como consecuencia de la derrota militar y política del Ochenta, y la federalización de la ciudad, ayudó a recortar el poder de la elite porteña. La consecuencia fue que, pese al brillo de la capital, los grupos dirigentes de Buenos Aires por largo tiempo quedaron opacados, en un segundo plano. Un líder de la talla de Carlos Pellegrini sólo alcanzó la primera magistratura por vía indirecta, tras la renuncia de Miguel Juárez Celman. Y Bartolomé Mitre, el primer presidente de la Argentina unificada, y el que en 1862 había lanzado a Buenos Aires a la conquista del interior, pasó los últimos veinte años de su vida pública como un prócer decorativo, que tenía más prestigio que poder.

Este cuadro comenzó a alterarse con la ley Sáenz Peña de 1912, porque la democracia de sufragio masculino obligatorio hizo que el número se volviera más influyente, acotando la importancia de los acuerdos entre los grupos dirigentes. El peso político de Buenos Aires creció cada vez que, venciendo las resistencias del interior, un nuevo censo nacional mostraba que la demografía de ese país marchaba a dos velocidades. Hipólito Yrigoyen fue de los primeros en entenderlo, y por eso invirtió tiempo y esfuerzo para convertir a la provincia de Buenos Aires en su fortaleza electoral.

Con Yrigoyen, la Unión Cívica Radical se expandió desde su base porteña y bonaerense hacia el resto del país, que conquistó en el curso de la década de 1920. Luego vino el coronel Perón, que comenzó su carrera en los cuarteles, pero que pronto entendió que para ganar elecciones lo más importante era dominar los grandes distritos y, sobre todo, seducir a los trabajadores urbanos. En particular a los de la capital federal y el expansivo cinturón de municipios que la rodean, entonces en veloz crecimiento demográfico gracias a los grandes movimientos migratorios de las décadas centrales del siglo XX. Un costado muy relevante de esta transformación fue la creciente gravitación del movimiento sindical, que le dio a la gran ciudad un peso político mayor que el que resultaba de su mero volumen demográfico o electoral.

Pero a lo largo del siglo XX el interior siguió contando, tanto en las filas radicales como en las peronistas. La recurrente denuncia del centralismo porteño no debe hacernos olvidar que, durante mucho tiempo, el interior fue un espacio políticamente activo, sin cuya colaboración no era sencillo llegar a la Casa Rosada. Córdoba, la más potente de las provincias del interior, y un baluarte radical, funcionó como el principal contrapeso de Buenos Aires. En 1945 Perón quiso a un radical cordobés (Amadeo Sabattini) como compañero de fórmula y sólo cuando fue rechazado se inclinó por un correntino (Hortensio Quijano). Arturo Illia, el médico de Cruz del Eje, hizo de Córdoba el trampolín que lo lanzó a la presidencia en 1963. Veinte años más tarde, Alfonsín (que, por cierto, era un hombre del interior bonaerense, que llevaba a Chascomús en su corazón) se inclinó por otro mediterráneo, Víctor Martínez, como su acompañante. La importancia de Córdoba como centro político y como bastión radical también se observa al recordar que, al terminar su mandato, Alfonsín volvió a elegir a otro hombre de esa provincia, Eduardo Angeloz, como el candidato más competitivo de la UCR. Para el peronismo, el interior también contaba. En 1983, Italo Luder tuvo como compañero de fórmula a un chaqueño, Deolindo Bittel. Menem fue el heredero más prominente de esta saga. Y su último exponente.  

En la Argentina AMBAcéntrica del siglo XXI, esa historia es puro pasado. Y para comprobarlo basta reparar, además de los nombres que pueblan la actual administración, en las figuras que más suenan como posibles candidatos a suceder a Fernández en 2023: Horacio Rodríguez Larreta, Axel Kicillof, Patricia Bullrich, Javier Milei, la propia Cristina Fernández, nos confirman que el panorama AMBA-céntrico que cobró forma en estas últimas dos décadas seguirá acompañándonos por algún tiempo.

La reforma de 1994

¿Cómo explicar la pérdida de gravitación del interior? La reforma constitucional de 1994 ocupa un lugar central en esta historia. La nueva constitución eliminó el colegio electoral e instauró el voto directo para la elección de la fórmula presidencial y, gracias a este avance democrático, acrecentó la importancia de los distritos de mayor tamaño, que hasta entonces habían estado sub-representados. Buenos Aires fue la provincia más beneficiada, pues pasó de aportar el 27% de los electores a alojar al 37% de los sufragantes. Visto desde el otro lado, esto significó que las diez provincias menos pobladas redujeron su incidencia en la elección presidencial, pues pasaron de aportar más del 20% de los electores a menos del 5% (mantuvieron, sin embargo, muchos de sus privilegios en la cámara de diputados).

Por sobre todas las cosas, la reforma de 1994 puso en el centro del escenario a los municipios del conurbano, donde residen dos tercios de los votantes bonaerenses, que pasaron a representar el 25% del padrón nacional. Sumado a la CABA, que aporta otro 7,5% del voto nacional, tenemos que ese tercio de la población del país que habita en el AMBA se ha vuelto crucial para inclinar la balanza en la disputa presidencial. Menem, el hijo más exitoso del interior, fue también su sepulturero. Logró la reelección, pero el precio que le hizo pagar fue muy considerable.

De todos modos, es importante reparar en el hecho de que, pese a su indudable importancia, dos tercios del electorado siguen residiendo fuera del AMBA, por lo que para entender el predominio poco menos que absoluto de las figuras surgidas en este distrito –se llamen Fernández o Macri, Larreta o Kicillof– hay que tener en cuenta otros factores que van más allá del número de votos que aportan las urnas de la gran metrópolis argentina (que, además, se inclinan, en proporciones relativamente similares, por candidatos peronistas y no peronistas). En rigor, tanto o más importante que la cantidad de sufragios que aporta el AMBA es su condición de principal articulador de la esfera pública nacional. Cualesquiera sean sus preferencias ideológicas, cualquiera sea el espacio político al que pertenezca, ningún dirigente que pretenda llevar su mensaje a todos los argentinos puede prescindir de exhibirse en esa enorme vidriera.

En las últimas décadas, dos factores acrecentaron la relevancia de la esfera pública del AMBA para impulsar las carreras políticas de los aspirantes a gobernar el país. Por una parte, la autonomía política de la capital federal, consagrada por la reforma constitucional de 1994, enriqueció y jerarquizó la vida cívica de este distrito. Liberados de la tutela del poder federal del cual dependían desde 1880, y apoyados sobre un generoso presupuesto, los grupos dirigentes porteños pudieron disfrutar de una plataforma política que acrecienta su visibilidad y les permite proyectar su influencia más allá de la jurisdicción de la ciudad. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires tiene la rara cualidad de producir, al mismo tiempo, una vida política local de escaso vuelo (cuyo escenario más importante es su Legislatura), y un espacio para el debate cívico y la competencia política cuyo influjo se hace sentir sobre toda la república. A lo largo del siglo en que Buenos Aires fue gobernada por un delegado del presidente de la república, sus intendentes permanecieron en un cono de sombra, en el mejor de los casos como administradores eficientes de los recursos municipales. En 1994, ese techo de cristal desapareció. La prueba más evidente es que, desde que existe la Ciudad Autónoma, de los cuatro dirigentes que fueron elegidos como jefes de gobierno, dos han alcanzado la presidencia (de la Rúa y Macri) y el tercero (Rodríguez Larreta) tiene chances de sumarse a ese selecto grupo.

Concentración de medios

Ello es posible –y este es el segundo factor que debemos tener muy en cuenta al momento de analizar el ascenso político de esta región– merced al poderoso sistema de medios con que cuenta el AMBA, el único que alcanza a todos los rincones de la república. La era de los multimedios ha reforzado la tradicional concentración geográfica del sistema de medios que desde muy temprano caracterizó a nuestro país. En las últimas décadas, al calor del retroceso de la prensa gráfica, históricamente más situada en el territorio, Buenos Aires ha reforzado su condición de ciudad faro de las industrias de la información y el entretenimiento. Es la única ciudad que posee poderosos medios periodísticos “nacionales” –Clarín y La Nación, Telefé y Canal 9, América24 y C5N y otra docena de emprendimientos privados, estatales y (desde hace algo menos de dos décadas) también paraestatales–, y la única que está en condiciones de interpelar al conjunto de la ciudadanía de la república.

El influjo del sistema de medios radicado en Buenos Aires es particularmente intenso sobre la esfera pública de la provincia de Buenos Aires, a punto tal que ha opacado completamente las ideas y las voces provenientes de La Plata, la cada vez más espectral capital del estado provincial más importante del país. El ascendiente de los medios del AMBA sobre la vida cívica de las provincias del interior es menos aplastante, en parte porque algunos de sus tópicos preferidos no siempre interesan a los habitantes de un país vasto y diverso, que se mueven al ritmo de distintas preocupaciones. Pero sobre todo porque, con la excepción parcial de Córdoba, que cuenta con un sistema de medios que aspira a trascender las fronteras de ese distrito (Cadena 3, por caso), las provincias del interior poseen sistemas de medios y esferas públicas muy entrópicos, en los que predomina la discusión de temáticas de importancia local, y sobre cuyos actores incide, con demasiada frecuencia, el apenas disimulado poder disciplinador de los oficialismos de turno. Y lo más relevante es que, con estos elementos y sobre esta base, los actores políticos de las provincias tienen dificultades ya no sólo para articular sino también para imaginar un mensaje nacional.

La consecuencia es que, en gran parte de nuestro territorio, la esfera pública nacional sólo cobre verdadera entidad a través de los poderosos medios del AMBA. Esa es, casi siempre, la única plataforma donde se despliegan los temas, las preocupaciones y las figuras que animan la conversación ciudadana sobre cuestiones de relevancia nacional.

Si hay una conclusión que sacar al cabo de este recorrido es que, al margen de los aspectos más idiosincráticos de la presidencia de los Fernández, la creciente centralidad del AMBA en la vida pública constituye una de las corrientes profundas que mueven las aguas de la política argentina. El incremento del peso electoral de esta región, reforzado a su vez por la visibilidad del debate cívico de Buenos Aires y por un sistema de medios tan centralizado suponen un enorme desafío para todos aquellos actores que aspiran a construir un orden político territorialmente más equilibrado. ¿Las próximas décadas verán avances en esta dirección? Nada sugiere que reforzar el papel político del interior sea una empresa sencilla. En todo caso, cualquier avance en esta línea sólo será posible si sus grupos dirigentes trabajan para acrecentar las competencias comunicativas que les permitan empatizar con los votantes del AMBA y explotar mejor las oportunidades que este sistema de medios ofrece para construir un mensaje nacional. En definitiva, para ofrecer una visión más diversa y plural de los problemas de nuestra república.