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Opinión

El peronismo y el campo: una diagonal posible

La relación entre los gobiernos de base popular y el sector agropecuario estuvo definida por la puja en torno a la apropiación y la asignación de la renta agropecuaria

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El pasado 1 de marzo, en la apertura de las sesiones legislativas, el presidente Alberto Fernández anunció que enviaría al Congreso un paquete de medidas de estímulo para el sector agropecuario. En enero, el Gobierno había establecido restricciones a la exportación de maíz, medida luego revertida ante las presiones de los productores, que incluyeron el cese de comercialización de granos.  Una y otra iniciativa reflejan el intento por parte del Gobierno de balancear objetivos parcialmente contradictorios: por un lado, la necesidad de promover una actividad clave para la generación de divisas; por otro, la voluntad de contener los precios domésticos de los productos derivados de las materias exportables. Ambos episodios trajeron al centro de la escena una tensión recurrente de la política argentina: la que se plantea entre los gobiernos que tienen su base social y electoral en los sectores populares urbanos, y el sector agropecuario, pieza fundamental para la performance exportadora de nuestro país. Más allá de la coyuntura, la reedición de esa tensión motiva dos preguntas cruciales: ¿cuál debería ser la política del gobierno del Frente de Todos hacia el campo? Y también, ¿qué lugar podría ocupar el sector agropecuario en  una estrategia de desarrollo liderada por la coalición gobernante? 

Una forma de abordar la relación entre peronismo y campo es desde sus determinantes estructurales. Nuestro país es exportador de bienes salario, de modo que para los bienes que forman parte de la dieta local (trigo, maíz, carne) la generación de saldos exportables compite con la demanda interna, y el aumento de precios internacionales impacta sobre los precios domésticos de los alimentos. A raíz de este rasgo estructural de la economía, la relación entre los gobiernos de base popular y el sector agropecuario estuvo definida por la puja en torno a la apropiación y la asignación de la renta agropecuaria. Desde esta perspectiva podríamos concluir rápidamente que estamos frente a un antagonismo irresoluble, un conflicto de suma cero donde la ganancia de una parte es a costa de pérdidas de la otra. Sería, sin embargo, una manera muy poco fructífera de abordar el problema. Más productivo, y más urgente para la Argentina, es pensar qué tipo de estrategia permitiría reconducir lo que hoy aparece como un antagonismo irreductible en una dirección que promueva ciertos compromisos de mediano y largo plazo entre los dos polos en pugna. 

¿Qué política para el campo? 

Las miradas que desde amplios sectores de la coalición gobernante caracterizan al campo como un actor económico retardatario, esencialmente oligárquico o rentista, ignoran las transformaciones del sector en las últimas décadas. En efecto, de la mano de desarrollos como la biotecnología agropecuaria y prácticas productivas como la siembra directa, la producción agropecuaria se ha convertido en una actividad intensiva en capital y tecnología. Estos cambios fueron acompañados por una complejización del sujeto agrario, a partir de un modelo de producción que vincula a los productores agropecuarios con una densa red de proveedores de servicios técnicos. Estas transformaciones constituyen el punto de partida desde el cual plantear una política para el sector. 

Por otro lado, desde las visiones liberales, incluso en sus vertientes más progresistas, se pide que al campo simplemente “se lo deje hacer”, que se liberalice ampliamente la actividad agropecuaria para que “pueda despegar”. De esa manera, el sector no solo estaría en condiciones de generar divisas, sino que sería él mismo protagonista del proceso, diversificando su matriz productiva y avanzando hacia actividades de mayor valor agregado y mayor contenido tecnológico. Según estas miradas, para lograr ese resultado el Estado no debe intervenir o debe hacerlo solo mínimamente, corrigiendo fallas de mercado. El primer problema con esta perspectiva es que descuida el objetivo de proteger el poder adquisitivo y por lo tanto la posibilidad de establecer un compromiso entre los intereses de los sectores populares y el agro. El segundo problema es que la experiencia comparada de otros países desmiente sus premisas: el sendero de crecimiento y diversificación en base a recursos naturales, que transitaron países como Canadá, Australia o Noruega, ha sido siempre muy exigente en términos de políticas públicas. Sin una intervención estatal orientada por objetivos estratégicos es improbable que los demás resultados virtuosos de esas trayectorias lleguen a producirse. 

Ni la crítica por su carácter retardatario y escaso dinamismo económico, ni la demanda de una liberalización amplia plantean, en suma, una visión satisfactoria sobre el rol que el sector agropecuario podría tener en una estrategia de desarrollo. La clave, creemos, está en cómo utilizar los beneficios extraordinarios generados por la exportación de bienes primarios para generar eslabonamientos que promuevan la diversificación de la estructura productiva y el desarrollo de capacidades de innovación y tecnológicas en la economía doméstica. Existen ejemplos de dichas actividades en los cuales el país ya tiene una base de capacidades, como la biotecnología, maquinaria agrícola, satélites para el monitoreo del clima y los cultivos, y nuevas tecnologías digitales aplicadas al agro. Al estimular estas actividades intensivas en conocimiento, el sector agropecuario podría aportar a la profundización del tejido productivo, la diversificación de la canasta exportadora y la generación de empleo calificado, todos objetivos clásicos de una estrategia desarrollista. 

Para ir en esa dirección, el Estado, en articulación con actores empresariales, científicos y de la sociedad civil, debe asumir un rol activo en el proceso de transformación. Las políticas deberían estar orientadas a generar eslabonamientos utilizando de manera coordinada instrumentos de desarrollo productivo, de ciencia y técnica y de política comercial. Algunas agencias del Estado ya cuentan con antecedentes importantes en este sentido, por ejemplo los fondos de la Agencia I+d+i destinados a promover la biotecnología agrícola a partir de la articulación entre las empresas y el sistema científico, o los diversos instrumentos para promover el desarrollo de clusters productivos en el sector de la maquinaria agrícola, entre otras. Para fortalecer estas experiencias es necesario superar las limitaciones que las evaluaciones recientes de estas políticas han identificado, sobre todo la débil coordinación entre los distintos instrumentos y las áreas de gobierno a cargo de cada uno de ellos. 

Además de una instancia jerárquica de coordinación es necesario dotar a estas estrategias de mayores recursos. Se puede plantear un ejemplo a partir de las retenciones a las exportaciones de soja: el gobierno podría destinar una parte de lo recaudado a la constitución de un fondo de promoción de la innovación en actividades vinculadas a la cadena. De esta manera, parte de los impuestos irían a financiar el desarrollo local de algunos eslabones que están hoy fuertemente extranjerizados, incentivando la sustitución de importaciones y contribuyendo a remover las barreras de ingreso que hoy existen para el desarrollo de empresas nacionales.

Esta política debería incorporar también los nuevos desafíos asociados a la sostenibilidad ambiental del modelo productivo. En efecto, la transformación productiva iniciada en los 90s con el paquete tecnológico de semillas resistentes a agroquímicos trajo aumentos en los rindes y la productividad, pero también problemas ambientales que demandan una respuesta urgente. Para una transición hacia un modelo más sostenible es necesario generar y promover tecnologías más amigables con el ambiente, por ejemplo con la promoción de productos de base biológica que sustituyan los químicos. En este terreno el Estado debe asumir también un rol de liderazgo. El horizonte de una mayor sostenibilidad ambiental de la producción agropecuaria en la Argentina puede operar como objetivo o misión detrás de la cual se organicen las políticas de innovación y desarrollo productivo.   

Desde la perspectiva de un gobierno de base popular, la redefinición de su relación con el campo podría ser también políticamente virtuosa. Avanzar en una promoción de la actividad agropecuaria implicaría una apuesta por una ampliación de sus bases sociales de apoyo y podría facilitar también la generación de canales fructíferos de diálogo con un sector capaz de negociar aspectos fundamentales para la estabilidad económica, como los precios de los alimentos y el flujo de divisas. A su vez, el campo tendría mucho que ganar en el marco de una estrategia de desarrollo capaz de proponer un horizonte de mayor estabilidad en el mediano y largo plazo, incluyendo, entre otras cosas, un esquema de gobernabilidad duradero y pactos impositivos más previsibles. 

Una nota final. La historia reciente de la Argentina parece repetir un ciclo de estrategias de crecimiento fallidas, crisis y reorientación radical de la política económica. La salida de esta encrucijada es más política que económica. Es fundamental que un gobierno de base popular encuentre la manera de convocar al sector agroindustrial desde una visión del desarrollo que atienda al mismo tiempo la necesidad de sostener el poder adquisitivo, promover el sector agropecuario y generar eslabonamientos para diversificar la estructura productiva. Este tipo de reconfiguración de la coalición de apoyo de un gobierno popular a nivel intersectorial es una diagonal posible para sentar bases más estables para el desarrollo.

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