Opinión

La prescripción de la madurez

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Hace poco, en una fiesta, alguien dijo de una persona que se había ido para ver un partido de fútbol: “qué infantil, díganle que madure”. Primero sentí pena por ese hombre que se vio conminado a expresarse así, asumiéndose mejor por elegir esta fiesta en la que estábamos, y no la fiesta que para el otro significa el fútbol (me acordé de que Martín Kohan dijo alguna vez que las fiestas burguesas lo aburren y, en cambio, “las fiestas populares me gustan mucho más. Conozco bien las que suscita el fútbol, esas me encantan. Me encantan sus zafarranchos, su lubricidad, su barullo, su mucho cuerpo, su mucho grito; me encantan su soltura, su estridencia, su carnaval, y ese fondo poderoso de resistencia política que esgrimen de hecho los que en general la pasan mal, cuando se deciden a pasarla bien. Ese gesto, ese desafío, me entusiasma, me conmueve, y me impulsa a disfrutar estas fiestas, a bailar y cantar hasta tarde”). Primero, entonces, sentí pena por esa clase de gente habitada por pasiones tristes, esa que no soporta la diferencia y se obliga a pronunciarse sin advertir nada de lo que está diciendo. Y un poco después me quedé pensando, no ya en la forma de su expresión -la de rechazar al otro-, sino en el contenido mismo de su expresión: “lo infantil” concebido peyorativamente, la ilusión de que existiría la madurez y además que esa madurez vendría asociada a estar en una fiesta como esa en la que él estaba. Y entonces pienso que uno de los modos en los que estamos atravesados por el paradigma nefasto de la normalidad es aspirar a la madurez y a la adultez: a que existan y a que sean, per se, una virtud. El ideal de madurez, la aspiración a “ser adultos” se corresponde, sin dudas, con la pretensión de normalidad, acaso el gesto más estridente del disciplinamiento del que somos objetos, incluso o sobre todo, cuando nos auto percibimos abiertos a la diversidad. Las formas habituales en las que se rechaza lo que se designa como “inmadurez” y las formas habituales en las que se esperan y se prescriben madurez y adultez -definidas previamente según la ocasión- no son sino modos de rechazar la infancia y el juego, para consolidarnos en una solemnidad y en una rigidez cada vez más notables.

Pienso que uno de los modos en los que estamos atravesados por el paradigma nefasto de la normalidad es aspirar a la madurez y a la adultez: a que sean, per se, una virtud. El ideal de madurez se corresponde, sin dudas, con la pretensión de normalidad,

En la serie de textos que conforman La infancia que insiste, José Luis Juresa dice de la infancia que se trata de “eso que resulta inatrapable, eso que se escapa habiendo pasado por nuestro cuerpo, como un fantasma, eso que nos mantiene en vilo y nos excita y nos proyecta por el simple deseo de volver a vivir su presencia (...). Eso que nos mantiene en la idea de algo por venir creyendo que estuvo en algún momento de nuestro pasado (...) la manera de nombrar una relación única e irrepetible, que se tiene cuando se es niño, con lo indescriptible, con lo inmanejable, con lo que nos causa y nos hace humanos, más acá y antes de toda racionalidad (...). Disciplinar la irracionalidad es exactamente lo que se hace con la infancia, a través de las etapas de la educación pedagógica”. Y agrega que no está planteando que la educación sea nociva en sí misma, pero sí que “trata de alinear a todo el mundo en las exigencias del sistema de producción y consumo”. No se trata sólo de la educación formal, sino de los constantes discursos que pedagogizan y que pretenden asir lo inatrapable, aplastar el deseo, controlar las pasiones.

Cuando Jacques Lacan se ocupó de discutir vehementemente con cierto psicoanálisis de su época, lo hizo especialmente denunciando, entre otras cosas, que ese psicoanálisis pretendía producir sujetos adaptados a la realidad del modelo productivista que predominaba en Norteamérica. Hoy en día esa ideología subsiste en algunas posiciones que prescriben madurez y adultez en los tratamientos que conducen. Como dice Jorge Jinkis, “algunos círculos analíticos que saben flotar se encuentran con una práctica cuyo objetivo es lo que la psicología tradicional llama la transformación autoplástica. El campo de disputa es la adaptación social”.

La normalización, ejercida muchas veces por las mismas voces que la denuncian, pretende que ser adultos, que ser maduros, son signos de salud y de bienestar. La infancia y lo infantil -aunque no sean estrictamente lo mismo- son sistemáticamente señalados como aquello que debe ser censurado, aplacado, domesticado. A veces los padres también les piden a los niños que se comporten “como adultos”. Otras, los conciben como tales y los exponen en las redes sociales haciendo “cosas de adultos”. O les arrasan un poco las infancias al exponerlos constantemente como objetos de sus miradas, para lucirse ellos como padres -“miren el hijo (falo) que tengo”-.

Cuando Lacan se dedica a leer El chiste y su relación con lo inconsciente, de Freud, subraya especialmente que la fuente de placer que procura el chiste -y la risa concomitante- se halla en relación con un período lúdico de la actividad infantil que incluye la actividad verbal, el “jugueteo con las palabras” -por eso el niño, dice Agamben, “nunca está tan contento como cuando inventa una lengua secreta”-. Lacan subraya entonces: fuente de placer y vías por las que el placer pasa, esas “vías antiguas” que han sido taponadas por “el control del pensamiento del sujeto en su progreso hacia el estado adulto”. El “estado adulto” se sostiene a condición de obturar el placer, de obturar esa vías infantiles por las que pasaba, de obturar el juego y de obturar cierto grado de libertad. El juego, la risa: ese bypass de las arterias del placer taponadas por las exigencias del “mundo adulto” cuando no de la voz del superyó que nos obliga a “ser adultos”.

Agamben hace un elogio de la profanación y ubica el juego como una de las maneras de profanar lo sagrado. Y dice contundente: “el juego como órgano de la profanación está en decadencia en todas partes (...). Restituir el juego a su vocación puramente profana es una tarea política”.

Y pienso entonces en esta época en la que la solemnidad, la seriedad y la constante pedagogización nos empujan y nos obligan a hacer siempre “lo que corresponde”, a comportarnos siempre “como se espera”, a vigilar constantemente qué decimos y cómo, a estipular anticipadamente de qué podemos o no podemos reírnos, a tomar posición y reaccionar ante los hechos de la realidad cotidiana, a adaptarnos una y otra vez a las “formas convenientes”. Y pienso en el agobio que eso implica, al asedio que nos imponemos cuando nos decimos que debemos “ser adultos”, que debemos “ser maduros''. Y pienso en Roland Barthes, que dice que la clasificación de las edades ”es uno de los condicionamientos, por no decir una de las represiones, de toda sociedad“, que decir que hay distorsión entre la edad cronológica y la edad mental no es sino la ”ideología triunfante del número como norma“. Y me gusta muchísimo cuando dice que ”sólo el psicoanálisis carece de discurso sobre las edades“, aunque habría que decir que no todo el psicoanálisis, porque los hay muchos y muy distintos. Para Barthes, los discursos acerca de la madurez, la adultez y las edades son normalizadores. Son, en definitiva, doxas, esas que censuran y vigilan. Y, como tales, cifran ideologías.

Freud subrayó la relación entre el juego perdido y la literatura cuando dijo: “todo niño que juega se comporta como un poeta, pues se crea un mundo propio o, mejor dicho, inserta las cosas de su mundo en un nuevo orden que le agrada (...). Lo opuesto al juego no es la seriedad, sino… la realidad efectiva”. El juego acaso sea entonces ese modo de lidiar con el mundo, incluso el mundo familiar, el mundo de esos “adultos”, el mundo adulto. Ese otro mundo, el de los adultos, que muchas veces se nos viene encima y resulta aplastante, agobiante, asfixiante. Incluso cuando ya no somos niños. No hablo de jugar a algo, sino de habilitar un juego, de habilitar el ponernos en juego, hablo de entrar en el juego. Entrar en el juego del encuentro con otro sólo es posible si no se rechaza la infancia -la propia, la del otro-. Por eso Julia Kristeva habla del “cuidado de lo infantil del otro” y por eso Phillippe Sollers dice que uno sólo podría amarse “si se reconoce como niño a través y para el otro”; y también dice que “dos personas que se enamoran son dos infancias que se entienden”. Kristeva agrega: “mi compromiso con el psicoanálisis sólo puede entenderse como una prolongación de esta evidencia infantil que tuvimos la suerte de recrear (en el amor)”.

Georges Perec señala el lazo entre infancia y literatura, de esta manera:

“Creo que hay una cosa que define bastante bien la vida en primer lugar y después la infancia y la escritura: es un niño que juega al escondite. No se sabe muy bien qué nos apetece más, si que nos encuentren o no; si nos encuentran se acabó el juego, pero si no nos encuentran aún hay menos juego. Si uno se esconde tan bien que no lo vuelven a encontrar se muere de miedo, por eso cuando uno juega al escondite se las apaña siempre para que lo encuentren. Si no hubiera cosas escondidas no buscaríamos leer. El hecho mismo de leer es ir a buscar en un libro algo que no sabemos o que creemos no saber. Y eso hace que continuemos”.

AK